Libros de Jorge Luis Borges : "EL Aleph": "Ficciones";" Artificios".
"El
Aleph"
El Inmortal
Salomon saith:
There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that
all knowledge was but remembrance; so Salomon giveth his sentence, that all
novelty is but oblivion.
Francis Bacon: Essays LVIII.
En Londres, a principios del mes de
junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la
princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715–1720) de la Ilíada
de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él.
Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de
rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas
lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una
conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En
octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus habia muerto
en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios.
En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
El original está redactado en inglés y
abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.
I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron
en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había
militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una
legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la
magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los
mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes
fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró
en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el
triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me
dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y
difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en
un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi
corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenía el
mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del
oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me
preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le
respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que
persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los
hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una
montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si
alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba cl mundo, llegaría al río
cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la
Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de
la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados
por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero;
alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de
los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo cuyos
moradores viven un siglo. En Roma, con versé con filósofos que sintieron que
dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de
sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso
que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me
entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que
se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado
hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de
Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los
trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de
los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de
los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es
negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el
fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al
Océano: en sus laderas crece el Euforbio, que anula los venenos; en la cumbre
habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la
lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos,
pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció
inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder.
Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los
ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la
muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines.
Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí
rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar
la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con
los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los
remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días
erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la
sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el
alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con
un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo
tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas
que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Al desenredarme por fin de esa
pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que
una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una
montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la
industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed.
Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un
arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen
resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los
Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una
meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban
la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos
mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba
negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de
los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas
etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo
temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados
los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara
ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de
perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas
palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del
Esepo...
No sé cuántos días y noches rodaron
sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en
la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los
trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir.
En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal
rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar –yo, Marco
Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma– mi primera
detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de
tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi
propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me
vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían
contagiarse los perros.
Para alejarme de la bárbara aldea elegí
la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los
hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo.
Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la
tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y
me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como
los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino
repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron
canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana.
Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla,
la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan
abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de
los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé
(sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada
sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos
ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría
la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola
puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo
había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla
inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara
circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un
laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través
de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera.
Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las
multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en
esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no
descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada.
Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera
existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos
que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna
vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi
ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no
previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los
ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo tan
azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro.
La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente
sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones
triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue
deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la
resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor
dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura
variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y
columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió
lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior
a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los
ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al
principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por
escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran
inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo
comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de
los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los
dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los
dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible
reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que
miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de
lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había
cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y
repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su
arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio
que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el
corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba
a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y
la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro
monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en
la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he
enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas;
no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de
las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que
su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto,
contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros.
Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero
describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en
el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y
cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso,
entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Unicamente sé que no me abandonaba
el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda
Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora
insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión
fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado
olvidarlas.
III
Quienes hayan leído con atención el
relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un
perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del
último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena,
donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las
letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al
principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es
absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la
escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o
alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las
miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con
la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan
grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di
en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la
caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando
emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era
ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el
propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El
perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el
ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento
de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me
trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la
Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y
volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo
vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo
procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos.
Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que
sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche.
Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre
los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a
trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa
imaginación pasé a otras, aun más extravagantes. Pensé que Argos y yo
participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran
iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas
otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y
continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin
tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos,
un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron
muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad
ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser
frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas
aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja
arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor
atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la
noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a
los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes
posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le
rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas.
Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si
descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas
palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro
tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso
porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La
práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda
más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.
IV
Todo me fue dilucidado, aquel día. Los
trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que
buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el
Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las
reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo
recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses
irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se
parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que
condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda
empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación.
Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos,
casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como
quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que
emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no
saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es
un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron,
aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que
después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los
ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el
hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo
terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las
religiones, esa convicción, es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes
profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo
prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número
infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de
ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada
vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina
el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres
inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén.
Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por
sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero
también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como
en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al
equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y
acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de
las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece
a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de
quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o
hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos
son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o
intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con
infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una
vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres.
Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy
mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de
precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer
término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas
canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la
más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le
arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio
destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la
limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne.
Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el
pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos
restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental
de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de
perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro
anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de
que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca
importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a
dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río
cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la
borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el
mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir
ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos
y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada
acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse
como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo
irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y
cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin
principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán
hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables
espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo
elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo
nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.
V
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios.
En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las
filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto
Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el
séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada
caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete
viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel
de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la
astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y después en
Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de
Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese
poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me
parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me
conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea.[1] Bajé;
recordé otras mañanas muy antiguas también frente al Mar Rojo, cuando yo era
tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados.
En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre.
Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El
inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencio y feliz, contemplé la
preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí,
de nuevo me parezco a todos los hombre. Esa noche, dormí hasta el amanecer .
...He revisado, al cabo de un año,
estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros
capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso.
Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que
aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos
pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber
descubierta una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen
fantástico.
La historia que he narrado parece
irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el
primer capítulo, el jinete quiere sabe el nombre del río que baña las murallas
de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de
Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es
adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas
Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice
invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el
agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y
pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el
vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»;
esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales
anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la
verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el
puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y
que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia:
«En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos
testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El
primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte
que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los
que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a
registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el
romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el
siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta
de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su
Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha
fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves)
de mostrar vocablos espléndidos. [2]
Cuando se acerca el fin, ya no quedan
imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya
confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de
la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré
Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.
Posdata de 1950. Entre los comentarios
que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más
urbano, bíblicamente se titula A coat o f many colours (Manchester, 1948) y es
obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien
páginas. Habla de, los centones griegos, de los centones de la baja latinidad,
de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del
Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y
de Eliot y, finalmente, de «la narración atribuida al anticuario Joseph
Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio
(Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas De Quincey (Writings, III,
439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut;
en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methusela, V). Infiere de esas
intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo. A mi entender, la
conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no
quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras
desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron
las horas y los siglos.
A Cecilia Ingenieros.
[2] Ernesto
Sábato sugiere que el «Giambattista» que discutió la formación de la Ilíada con
el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que
Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.
..............................................................
El Muerto
Que un hombre del suburbio de Buenos
Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje,
se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a
capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden
así, quiero contarles el destino de Benjamín Otálora, de quien acaso no perdura
un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en
los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando
me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este
resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente
mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le
ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su
contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo
de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay.
Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga
por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No
da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del
Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra;
Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del
peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una
puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho.
Este, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la
carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque
fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre
demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono
y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el
negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que
se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y
luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último
patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir.
Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra
firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a
Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que
agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido
con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su
derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo
manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha
visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con
una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece
una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le
propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la
madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres
y de jornada que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a
veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de
otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que
entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los
cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes
de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a
carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir
el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el
grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira,
pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y
temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo
hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Río
Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas
populosas, de ciénagas, de inextricables y casi infinitas distancias.
Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que
el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se
propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán
la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de
ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura
fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos
sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la
ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los
hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha
visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a
su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora
esa tarea. Este se siente vagamente humillado pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay
una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de
cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la
luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de
sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo;
Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo
subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar
cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de
pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad.
Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate
tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia
a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia
perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni
árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay
corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro
se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo.
Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchao que está
queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga
que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado
con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa
noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para
el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las
cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se
llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira.
Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su
reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el
plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que
trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de
piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y
por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo
rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado
son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el
arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al
interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar
ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar,
lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad
de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van
aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira;
da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece
conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de
Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de
Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa
tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas
de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo
reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan
ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se
ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche
de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen carne recién matada y beben
un alcohol pendenciero; alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En
la cabecera de la mesa, Otálora, borracho; erige exultación sobre exultación,
júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigos es un símbolo de su irresistible
destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la
noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una
obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Esta le
abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza.
Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
–Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a
vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han
tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la
cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende,
antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido
condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque
ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.
............................................................
Los Teólogos
Arrasado el jardín, profanados los
cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y
rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso
temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una
cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la
hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas
Dei, que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas
las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo
auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron
gozó de una veneración especial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota
provincia dieron en olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder
mejor confutarla. Un siglo después, Aureliano, coadjutor de Aquilea, supo que a
orillas del Danubio la novísima secta de los monótonos (llamados también
anulares) profesaba que la historia es un círculo y que nada es que no haya
sido y que no será. En las montañas, la Rueda y la Serpiente habían desplazado
a la Cruz. Todos temían, pero todos se confortaban con el rumor de que Juan de
Panonia, que se había distinguido por un tratado sobre el séptimo atributo de Dios,
iba a impugnar tan abominable herejía.
Aureliano deploró esas nuevas, sobre todo la última. Sabía que en materia
teológica no hay novedad sin riesgo; luego reflexionó que la tesis de un tiempo
circular era demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera
grave. (Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la
ortodoxia.) Más le dolió la intervención –la intrusión– de Juan de Panonia.
Hace dos años, éste había usurpado con su verboso De septima affectione Dei
sive de aeternitate un asunto de la especialidad de Aureliano; ahora, como si
el problema del tiempo le perteneciera, iba a rectificar, tal vez con
argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la Serpiente, a los
anulares... Esa noche, Aureliano pasó las hojas del antiguo diálogo de Plutarco
sobre la cesación de los oráculos; en el párrafo veintinueve, leyó una burla
contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos
soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones. El hallazgo le pareció un pronóstico
favorable; resolvió adelantarse a Juan de Panonia y refutar a los heréticos de
la Rueda.
Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más
en ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de Panonia para curarse
del rencor que éste le infundia, no para hacerle mal. Atemperado por el mero
trabajo, por la fabricación de silogismos y la invención de injurias, por los
nego y los autem y los nequaquam, pudo olvidar ese rencor. Erigió vastos y casi
inextricables períodos, estorbados de incisos, donde la negligencia y el
solecismo parecían formas del desdén. De la cacofonía hizo un instrumento.
Previó que Juan fulminaría a los anulares con gravedad profética; optó, para no
coincidir con él, por el escarnio. Agustín había escrito que jesús es la vía
recta que nos salva del laberinto circular en que andan los impíos; Aureliano,
laboriosamente trivial, los equiparó con Ixión, con el hígado de Prometeo, con
Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros,
con espejos, con ecos, con mulas de noria y con silogismos bicornutos. (Las
fábulas gentílicas perduraban, rebajadas a adornos.) Como todo poseedor de una
biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin; esa controversia
le permitió cumplir con muchos libros que parecían reprocharle su incuria. Así
pudo engastar un pasaje de la obra De principiis de Orígenes, donde se niega
que judas Iscariote volverá a vender al Señor, y Pablo a presenciar en
Jerusalén el martirio de Esteban, y otro de los Acadmica priora de Cicerón, en
el que éste se burla de quienes sueñan que mientras él conversa con Lúculo,
otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen puntualmente lo
mismo, en infinitos mundos iguales. Ádemás, esgrimió contra los monótonos el
texto de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera más
el lumen naturae que a ellos la palabra de Dios. Nueve días le tomó ese
trabajo; el décimo, le fue remitido un traslado de la refutación de Juan de
Panonia.
Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y luego con temor.
La primera parte glosaba los versículos terminales del noveno capítulo de la
Epístola a los Hebreos, donde se dice que Jesús no fue sacrificado muchas veces
desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la consumación de los
siglos. La segunda alegaba el precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de
los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que
pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia
declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es precioso como
la sangre que por él vertió Jesucristo. El acto de un solo hombre (afirmó) pesa
más que los nueve cielos concéntricos y trasoñar que puede perderse y volver es
una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo
guarda para la gloria y también para el fuego. El tratado era límpido,
universal; no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier
hombre o, quizá, por todos los hombres.
Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar su
propio trabajo; luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar
una letra. Meses después, cuando se juntó el concilio de Pérgamo, el teólogo
encargado de impugnar los errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan
de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca,
fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo
Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aqui se
unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la tierra y quedarían
ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo
alcanzaron las llamas.
Cayó la Rueda ante la Cruz,[1] pero
Aureliano y Juan prosiguieron su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo
ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero
Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a
superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos indices no me engañan,
no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano
que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo han perdurado
veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de
Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación
eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana
de Cosmas, que enseña que la tierra es cuadrangular, como el tabernáculo
hebreo. Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra
tempestuosa herejía. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios
difieren y Bousset no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las
provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en
Tréveris. Pareció estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania
habían sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del Señor, en Cesárea,
la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos
cismáticos.
La historia los conoce por muchos nombres (especulares, abismales, cainitas),
pero de todos el más recibido es histriones, que Aurelíano les dio y que ellos
con atrevimiento adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y también en
Dardania. Juan Damasceno los llamó formas; justo es advertir que el pasaje ha
sido rechazado por Erfjord. No hay heresiólogo que con estupor no refiera sus
desaforadas costumbres. Muchos histriones profesaron el ascetismo; alguno se
mutiló, como Orígenes; otros moraron bajo tierra, en las cloacas; otros se
arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria) «pacían como los
bueyes y su pelo crecía como de águila». De la mortificación y el rigor
pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades toleraban el robo; otras,
el homicidio; otras, la sodomía, el incesto y la bestialidad. Todas eran
blasfemas; no sólo maldecían del Dios cristiano, sino de las arcanas
divinidades de su propio panteón. Maquinaron libros sagrados, cuya desaparición
deploraban los doctos. Sir Thomas Browne, hacia 1658, escribió «El tiempo ha
aniquilado los ambiciosos Evangelios Histriónicos, no las Injurias con que se
fustigó su Impiedad»: Erfjord ha sugerido que esas «injurias» (que preserva un
códice griego) son los evangelios perdidos. Ello es incomprensible, si
ignoramos la cosmología de los histriones.
En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que
hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el
mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina
sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 («perdónanos nuestras
deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores») y 11:12 («el reino de
los cielos padece fuerza») para demostrar que la tierra influye en el cielo, y
a I Corintios 13:12 («vemos ahora por espejo, en obscuridad») para demostrar
que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos,
imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que
está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo
invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es
casto, si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos
él. (Algún eco de esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones
discurrieron que el mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibilidades;
ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos
más infames, para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el
advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que
defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre. Los más,
como Pitágoras, deberán transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su
liberación; algunos, los proteicos, «en el término de una sola vida son leones,
son dragones, son jabalíes, son agua y son un árbol». Demóstenes refiere la
purificación por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios
órficos; los proteicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal.
Entendieron, como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el
último óbolo (Lucas 12 : 59), y solían embaucar a los penitentes con este otro
versículo: « Yo he venido para que tengan vida los hombres y para que la tengan
en abundancia» (Juan 10 : 10). También decían que no ser un malvado es una
soberbia satánica... Muchas y divergentes mitologías urdieron los histriones;
unos predicaron el ascetismo, otros la licencia, todos la confusión. Teopompo,
histrión de Berenice, negó todas las fábulas; dijo que cada hombre es un órgano
que proyecta la divinidad para sentir el mundo.
Los herejes de la diócesis de Aureliano eran de los que afirmaban que el tiempo
no tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo acto se refleja en el
cielo. Esa circunstancia era rara; en un informe a las autoridades romanas, Aureliano
la mencionó. El prelado que recibiría el informe era confesor de la emperatriz;
nadie ignoraba que ese ministerio exigente le vedaba las íntimas delicias de la
teología especulativa. Su secretario –antiguo colaborador de Juan de Panonia,
ahora enemistado con él– gozaba del renombre de puntualísimo inquisidor de
heterodoxias; Aureliano agregó una exposición de la herejía histriónica, tal
como ésta se daba en los conventículos de Genua y de Aquilea. Redactó unos
párrafos; cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes
iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria; las moniciones de
la nueva doctrina («¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna.
¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro. ¿Quieres
tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo que Dios
está por crear el mundo») eran harto afectadas y metafóricas para la
transcripción. De pronto, una oración de veinte palabras se presentó a su
espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente después, lo inquietó la sospecha
de que era ajena. Al día siguiente, recordó que la había leído hacía muchos
años en el Adversus annulares que compuso Juan de Panonia. Verificó la cita;
ahí estaba. La incertidumbre lo atormentó. Variar o suprimir esas palabras, era
debilitar la expresión; dejarlas, era plagiar a un hombre que aborrecía;
indicar la fuente, era denunciarlo. Imploró el socorro divino.
Hacia el principio del segundo crepúsculo, el ángel de su guarda le dictó una
solución intermedia. Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este
aviso: Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en
este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa. Después, ocurrió lo
temido, lo esperado, lo inevitable. Aureliano tuvo que declarar quién era ese
varón; Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones heréticas.
Cuatro meses después, un herrero del Aventino, alucinado por los engaños de los
histriones, cargó sobre los hombros de su hijito una gran esfera de hierro,
para que su doble volara. El niño murió; el horror engendrado por ese crimen
impuso una intachable severidad a los jueces de Juan. Este no quiso
retractarse; repitió que negar su proposición era incurrir en la pestilencial
herejía de los monótonos. No entendió (no quiso entender) que hablar de los
monótonos era hablar de lo ya olvidado. Con insistencia algo senil, prodigó los
períodos más brillantes de sus viejas polémicas; los jueces ni siquiera oían lo
que los arrebató alguna vez. En lugar de tratar de purificarse de la más leve
mácula de histrionismo, se esforzó en demostrar que la proposición de que lo
acusaban era rigurosamente ortodoxa. Discutió con los hombres de cuyo fallo
dependía su suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio y con
ironía. El veintiséis de octubre, al cabo de una discusión que duró tres días y
tres noches, lo sentenciaron a morir en la hoguera.
Aureliano presenció la ejecución, porque no hacerlo era confesarse culpable. El
lugar del suplicio era una colina, en cuya verde cumbre había un palo, hincado
profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de leña. Un ministro leyó la
sentencia del tribunal. Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yacía con la
cara en el polvo, lanzando bestiales aullidos. Arañaba la tierra, pero los
verdugos lo arrancaron, lo desnudaron y por fin lo amarraron a la picota. En la
cabeza le pusieron una corona de paja untada de azufre; al lado, un ejemplar
del pestilente Adversus annulares. Había llovido la noche antes y la leña ardía
mal. Juan de Panonia rezó en griego y luego en un idioma desconocido. La
hoguera iba a llevárselo, cuando Aureliano se atrevió a alzar los ojos. Las
ráfagas ardientes se detuvieron; Aureliano vio por primera y última vez el
rostro del odiado. Le recordó el de alguien, pero no pudo precisar el de quién.
Después, las llamas lo perdieron; después gritó y fue como si un incendio gritara.
Plutarco ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no
lloró la de Juan, pero sintió lo que sentiría un hombre curado de una
enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Efeso,
en Macedonia, dejó que sobre él pasaran los años. Buscó los arduos límites del
Imperio, las torpes ciénagas y los contemplativos desiertos, para que lo
ayudara la soledad a entender su destino. En una celda mauritana, en la noche
cargada de leones, repensó la compleja acusación contra Juan de Panonia y
justificó, por enésima vez, el dictamen. Más le costó justificar su tortuosa
denuncia. En Rusaddir predicó el anacrónico sermón Lux de las luces encendida
en la carne de un réprobo. En Hibernia, en una de las chozas de un monasterio
cercado por la selva, lo sorprendió una noche, hacia el alba, el rumor de la
lluvia. Recordó una noche romana en que lo había sorprendido, también, ese
minucioso rumor. Un rayo, al mediodía, incendió los árboles y Aureliano pudo
morir como había muerto Juan.
El final de la historia sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino
de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó
con Dios y que Este se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó
por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente
divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la
insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el
aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola
persona.
[1] En
las cruces rúnicas los dos emblemas enemigos conviven, entrelazados.
........................................................
Historia del guerrero y de la cautiva
En la página 278 del libro La poesía
(Bari, 1942), Croce, abreviando un texto latino del historiador Pablo el
Diácono, narra la suerte y cita el epitafio de Droctulft; éstos me conmovieron
singularmente, luego entendí por qué. Fue Droctulft un guerrero lombardo que en
el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que
antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y
compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud («contempsit caros,
dum nos amat ille, parentes») y el peculiar contraste que se advertía entre la
figura atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:
Terribilis visu facies, sed mente benignos,
Longaque robusto pectores barba fuit! [1]
Tal es la historia del destino de Droctulft, bárbaro que murió defendiendo a
Roma, o tal es el fragmento de su historia que pudo rescatar Pablo el Diácono.
Ni siquiera sé en qué tiempo ocurrió: si al promediar él siglo VI, cuando los
longobardos desolaron las llanuras de Italia; si en el VIII, antes de la
rendición de Ravena. Imaginemos (éste no es un trabajo histórico) lo primero.
Imaginemos, sub specie aeternitatis, a Droctulft no al individuo Droctulft, que
sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo
genérico que de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra
del olvido y de la memoria. A través de una oscura geografía de selvas y de
ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia, desde las márgenes del Danubio y
del Elba, y tal vez no sabía que iba al Sur y tal vez no sabía que guerreaba
contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la
gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es
imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en
cabaña en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno,
que eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de
monedas y ajorcas. Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era
blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al
universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o
que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un
conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de
estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de
capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé)
lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria
compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una
inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción
en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la
Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a
entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe
jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y
pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera
entendido
Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes,
Hanc patriam reputans esse, Ravenna, suam.
No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue un
iluminado, un converso. Al cabo de unas cuantas generaciones, los longobardos
que culparon al tránsfuga, procedieron como él; se hicieron italianos,
lombardos y acaso alguno de su sangre –Aldíger– pudo engendrar a quienes
engendraron al Alighieri... Muchas conjeturas cabe aplicar al acto de
Droctulft; la mía es la más económica; si no es verdadera como hecho, lo será corno símbolo.
Cuando leí en el libro de Croce la historia del guerrero, ésta me conmovió de
manera insólita y tuve la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que
había sido mío. Fugazmente pensé en los jinetes mogoles que querían hacer de la
China un infinito campo de pastoreo y luego envejecieron en las ciudades que
habían anhelado destruir; no era ésa la memoria que yo buscaba. La encontré al
fin; era un relato que le oí alguna vez a mi abuela inglesa, que ha muerto.
En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos
Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín; más allá, a cuatro o
cinco leguas uno de otro, la cadena de los fortines; más allá, lo que se
denominaba entonces la Pampa y también Tierra Adentro. Alguna vez, entre
maravillada y burlona, mi abuela comentó su destino de inglesa desterrada a ese
fin del mundo; le dijeron que no era la única y le señalaron, meses después,
una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza. Vestía dos mantas
coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo que otra
inglesa quería hablar con ella. La mujer asintió; entró en la comandancia sin
temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores
feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El
cuerpo era ligero, como de cierva; las manos, fuertes y huesudas. Venía del
desierto, de Tierra Adentro, y todo parecía quedarle chico: las puertas, las
paredes, los muebles.
Quizá las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas; estaban lejos de
su isla querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la
otra le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como
asombrada de un antiguo sabor. Haría quince años que no hablaba el idioma natal
y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres
emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían
llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había
dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un inglés
rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se vislumbraba
una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los
festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al
alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el
caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la
hediondez y la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por
la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla,
juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa
noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después, en la revolución del
74; quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también
arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso
de su destino...
Todos los años, la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del
Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y «vicios»; no apareció, desde la
conversación con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez. Mi abuela había
salido a cazar; en un rancho, cerca de los bañados, un hombre degollaba una
oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la
sangre caliente. No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo.
Mil trescientos años y el mar median entre el destino de la cautiva y el
destino de Droctulft. Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura
del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que
opta por el desierto, pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos los
arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos
acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que
he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son,
para Dios, iguales.
A Ulrike von Kühlmann.
[1] También
Gibbon (Decline and fall, XLV) transcribe estos versos.
.......................................................
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
(1829–1871)
I'm looking for
the face I had
Before the world was made.
Yeats: The winding stair
El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle,
marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron
alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del
Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la
penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él.
Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron
desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas,
hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el
cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba
Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen,
sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para
que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en
un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es
capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han
comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de
la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron
en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso
si, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela
negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco
una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de
Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el
cinto; Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales.
Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose
al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun
del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones,
borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto
al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había
demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada. Prófugo,
hubo de guarecerse en un fachinal; noches después, el grito de un chajá le
advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata; para
que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a
entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda;
malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los
dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de
sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal;
Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso,
participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a
veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue
uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida,
pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de
nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una
fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había
corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque
profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche
fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por
fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor
dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son
nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en
realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre
quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro
en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A
Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en
un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron
así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un
malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las
fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado; en una
borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del
partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En
este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la
desventura que dio sus carnes a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel
Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores
sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz
y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del
Perú y del Brasil. Cruz había olvidado ese nombre; con leve pero inexplicable
inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a
caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo, lo
acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La
tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie,
avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre
secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido
ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo
entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara.
Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor
malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la
oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender.
Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe
acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le
estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario;
comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó
por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a
un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín
Fierro.
................................................
Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz,
al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del
zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había
muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó
la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja;
Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de
veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un
compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y
en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego,
quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad
era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el
mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto.
Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los
hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día el suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó
veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su
madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos
losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los
anónimos con el sueldo sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás
lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era
Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora
uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había
revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana
incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente.
Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba
de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la
ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma
se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el
trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se
inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que
festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la
menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde.
Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría
diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico...
De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se
acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el
singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que
imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó
en La Prensa que el Nordstjarnan, de Malmó, zarparía esa noche del dique 3;
llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo
supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al
oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro
hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa
y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de
almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que
la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin
duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó
y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills,
donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía
haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá
improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que
parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una
acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve
caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por
Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en
el infame Paseo de julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y
desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al
principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres
bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del
Nordstjarnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó
por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no
fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán
y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una
vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un
pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del
tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del
porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a
su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil
asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés,
no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él,
pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz
estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como
antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan;
Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El
temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza
la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el
cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo
salir sin que la advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al
oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le
vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las
calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios
decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de
las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza,
pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba
el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un
avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado
arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y
en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con
decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer –¡una Gauss, que le
trajo una buena dote!–, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo
bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy
religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar
bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de
quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el
informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio
sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios
de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la
sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver,
forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida
estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia
humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la justicia, ella no
quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la
suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la
de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa
minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada,
tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las
obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y
se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar
una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente,
volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó
el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos
y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con
asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídish. Las
malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el
perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los
labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que tenía
preparada («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la
acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca ni alcanzó a
comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el
diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los
dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces
repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es
increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga...
Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque
sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el
pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido;
sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
.......................................................
La Casa de Asterión
Y la reina dio a luz un hijo que se
llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III, I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez
de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su
debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también
es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están
abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que
quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero
sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la
faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.)
Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra
especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay
una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún
atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor
que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como
la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño
y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente
oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de
las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en
vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi
modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me
interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo,
pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y
triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta
impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo
deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones.
Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta
rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de
un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer,
hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los
ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces
ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos
el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la
encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te
gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya
verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los
dos.
No sólo he imaginado esos juegos;
también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas
veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebre, abrevaderos,
patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin
embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de
piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar.
Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son
catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces,
catorce veces, pero dos cosas hay un el mundo que parecen estar una sola vez:
arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y
el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo,
Cada nueve años entran en la casa nueve
hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo
de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura
pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde
cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras.
Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su
muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo.
Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos.
Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi
redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con
cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la
espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
–¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo–. El
minotauro apenas se defendió.
A Marta Mosquera Eastman.
[1] El
original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en
boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por
infinitos.
...............................................
La Otra Muerte
Un par de años hará (he perdido la
carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú, anunciando el envío de una versión,
acaso la primera española, del poema The past, de Ralph Waldo Emerson, y,
agregando en una posdata que don Pedro Damián, de quien yo guardaría alguna
memoria, había muerto noches pasadas, de una congestión pulmonar. El hombre,
arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la sangrienta jornada de
Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta convencional, porque don
Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido las banderas de Aparicio
Saravia. La revolución de 1904 lo tomó en una estancia de Río Negro o de
Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de Gualeguay,
pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos.
Combatió en algún entrevero y en la batalla última; repatriado en 1905, retomó
con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvió a dejar su
provincia. Los últimos treinta años los pasó en un puesto muy solo, a una o dos
leguas del Ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él una tarde (yo traté
de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas
luces. El sonido y la furia de Masoller agotaban su historia; no me sorprendió
que los reviviera, en la hora de su muerte... Supe que no vería más a Damián y
quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo recordé una
fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de singular, si consideramos
que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y a la efigie, muchísimas.
Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no la busco. Me daría miedo
encontrarla.
El segundo episodio se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la
agonía del entrerriano me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de
Masoller; Emir Rodríguez Monegal, a quien referí el argumento, me dio unas
líneas para el coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa campaña. El
coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó
con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no
llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo
laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que
se desvió, «porque el gaucho le teme a la ciudad», de hombres degollados hasta
la nuca, de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos
que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo
hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas
veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi
no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián.
–¿Damián? ¿Pedro Damián? –dijo el coronel–. Ese sirvió conmigo. Un tapecito que
le decían Daymán los muchachos. –Inició una ruidosa carcajada y la cortó de
golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los
hombres, y que, antes de entrar en batalla, nadie sabía quién era. Alguien
podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió
a ese pobre Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca
y después flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como
un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el
cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían coaligado para
matarlo. Pobre gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada...
Absurdamente, la versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los
hechos no ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace
muchos años, yo había fabricado, sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la
versión de Tabares lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la
obstinada soledad de Damián; no las había dictado la modestia, sino el
bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de cobardía es
más complejo y más interesante que un hombre meramente animoso. El gaucho
Martín Fierro, pensé, es menos memorable que Lord Jim y que Razumov. Sí, pero
Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martín Fierro – sobre todo, ante
gauchos orientales. En lo que Tabares dijo y no dijo percibí el agreste sabor
de lo que se llamaba artiguismo: la conciencia (tal vez incontrovertible) de
que el Uruguay es más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo...
Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada efusión.
En el invierno, la falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico
(que torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la
casa del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor Juan
Francisco Amaro, de Paysandú, que también había militado en la revolución de
Saravia. Se habló, previsiblemente, de Masoller. Amaro refirió unas anécdotas y
después agregó con lentitud, como quien está pensando en voz alta:
–Hicimos noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente.
Entre ellos, un veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un
mozo esquilador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí con acritud.
–Ya sé le dije–. El argentino que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos me miraban perplejos.
–Usted se equivoca, señor –dijo, al fin, Amaro –. Pedro Damián murió como
querría morir cualquier hombre. Serían las cuatro de la tarde. En la cumbre de
la cuchilla se había hecho fuerte la infantería colorada; los nuestros la
cargaron, a lanza; Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en pleno
pecho. Se paró en los estribos, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó
entre las patas de los caballos. Estaba muerto y la última carga de Masoller le
pasó por encima. Tan valiente y no había cumplido veinte años.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba
el gurí.
–Malas palabras –dijo el coronel–, que es lo que se grita en las cargas.
–Puede ser –dijo Amaro–, pero también gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos callados. Al final, el coronel murmuró:
–No como si peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta, hará un
siglo.
Agregó con sincera perplejidad:
–Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un
Damián .
No pudimos lograr que lo recordara.
En Buenos Aires, el estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante los once
deleitables volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería
inglesa de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. Le pregunté por su
traducción de The past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura
española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le recordé que me
había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de
Damián. Preguntó quién era Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror
advertí que me oía con extrañeza, y busqué amparo en una discusión literaria
sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más diestro y sin duda
más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más debo registrar. En abril tuve carta del coronel Dionisio
Tabares; éste ya no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del
entrerrianito que hizo punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche
sus hombres, al pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualeguaychú; no di con
el rancho de Damián, de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al
puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del
invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de Damián; meses después,
hojeando unos álbumes, comprobé que el rostro sombrío que yo había conseguido
evocar era el del célebre tenor Tamberlick, en el papel de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más fácil, pero también la menos satisfactoria,
postula dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el
valiente, que murió en Masoller en 1904. Su defecto reside en no explicar lo
realmente enigmático: los curiosos vaivenes de la memoria del coronel Tabares,
el olvido que anula en tan poco tiempo la imagen y hasta el nombre del que
volvió. (No acepto, no quiero aceptar, una conjetura más simple: la de haber yo
soñado al primero.) Más curiosa es la conjetura sobrenatural que ideó Ulrike
von Kühlmann. Pedro Damián, decía Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora
de su muerte suplicó a Dios que lo hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un
segundo antes de otorgar esa gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto,
y algunos hombres lo habían visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado,
pero sí las imágenes del pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento,
y la sombra del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar
su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo
amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; «murió», y
su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea,
pero hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que
a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el
tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos
del canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de identidad.
En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra
Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya
sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y empecé a
comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino así: Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y
dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó
la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en
los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda
chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más
hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta
años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la
hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que
somos lás sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo
como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho.
Asf, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de
Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido,
pero nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es
tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por
insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es
modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser
infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales. En
la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda,
en Masoller, en 1904. Esta es la que vivimos ahora, pero la supresión de
aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el
coronel Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio
recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego,
recordó su impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso de puestero
Abaroa; éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro
Damián.
En cuanto a mí, entiendo no correr un peligro análogo. He adivinado y
registrado un proceso no accesible a los hombres, una suerte de escándalo de la
razón; pero algunas circunstancias mitigan ese privilegio temible. Por lo
pronto, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi
relato hay falsos recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no se llamó
Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo ese nombre para creer algún día que su
historia me fue sugerida por los argumentos de Pier Damiani. Algo parecido
acontece con el poema que mencioné en el primer párrafo y que versa sobre la
irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento
fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará
dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de
Dios.
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a los veinte años en una triste guerra
ignorada y en una batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y
tardó mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades.
...........................................
Deutsches Requiem
Aunque él me quitare la vida, en él
confiaré.
Job 13: 15
Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde.
Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería
que decidió la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich Forkel, fue
asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses, en los
últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur Linde, mi padre, se distinguió en
el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio.[1] En
cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido
con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando
el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural
que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún
modo soy ellos.
Durante el juicio (que afortunadamente
duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y
hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche que
precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado,
porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme,
comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que
casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve
triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.
Nací en Marienburg, en 1908. Dos
pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con
felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar
a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el
de Brahms y el de Schopenhauer. También frecuenté la poesía; a esos nombres
quiero juntar otro vasto nombre germánico, William Shakespeare. Antes, la
teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana)
me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y
Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quien se detiene
maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra
de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.
Hacia 1927 entraron en mi vida
Nietzsche y Spengler. Observa un escritor del siglo XVIII que nadie quiere
deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que
presentí opresora, escribí un artículo titulado Abrechnung mit Spengler, en el
que hacía notar que el monumento más inequívoco de los rasgos que el autor
llama fáusticos no es el misceláneo drama de Goethe[2] sino
un poema redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí justicia,
empero, a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu radicalmente
alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en el Partido.
Poco diré de mis años de aprendizaje.
Fueron más duros para mí que para muchos otros, ya que a pesar de no carecer de
valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que
estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas
iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente,
mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que
nos congregaba, no éramos individuos.
Aseveran los teólogos que si la
atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe,
ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede
ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin
justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la
guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un
soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de
Inglaterra y de Rusia. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir:
el primero de marzo de 1939, al oscurecer, hubo disturbios en Tilsit que los
diarios no registraron; en la calle detrás de la sinagoga, dos balas me
atravesaron la pierna, que fue necesario amputar.[3] Días
después, entraban en Bohemia nuestros ejércitos; cuando las sirenas lo
proclamaron, yo estaba en el sedentario hospital, tratando de perderme y de
olvidarme en los libros de Schopenhauer. Símbolo de mi vano destino, dormía en
el reborde de la ventana un gato enorme y fofo.
En el primer volumen de Parerga und
Paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde
el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él.
Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda
humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte
un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido
nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y
prodigiosamente nos confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé)
me hizo buscar ese atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la
guerra, yo lo sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una
religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Efeso contra las
fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo,
siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La
batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de Napoleón fue
la de Raskolnikov. El siete de febrero de 1941 fui nombrado subdirector del
campo de concentración de Tarnoitz.
El ejercicio de ese cargo no me fue
grato; pero no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las
espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del
dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del
viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa
mutación es común, entre el clamor de los capitanes y el vocerío; no así en un
torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No
en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último
pecado de Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron de
Breslau al insigne poeta David Jerusalem.
Era éste un hombre de cincuenta años.
Pobre de bienes en este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado
su genio a cantar la felicidad. Creo recordar que Albert Soergel, en la obra
Dichtung der Zeit, lo equipara con Whitman. La comparación no es feliz; Whitman
celebra el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se
alegra de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones,
catálogos. Aún puedo repetir muchos hexámetros de aquel hondo poema que se
titula The Yang, pintor de tigres, que está como rayado de tigres, que está
como cargado y atravesado de tigres transversales y silenciosos. Tampoco
olvidaré el soliloquio Rosencrantz habla con el Angel, en el que un prestamista
londinense del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin
sospechar que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de
sus clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter
de Shylock. Hombre de memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra,
David Jerusalem era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los
depravados y aborrecidos Ashkenazim. Fui severo con él; no permití que me
ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años
que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un
rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a
una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que
continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio
al régimen disciplinario de nuestra casa y... [4] A
fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró
darse muerte.[5]
Ignoro si Jerusalem comprendió que si
yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni
siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de
mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con
él; por eso, fui implacable.
Mientras tanto, giraban sobre nosotros
los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que
respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar
estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en
aquellos años, era distinto; hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui
plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.)
No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias
de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema' ser defraudado de alguna
parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque
primero le fue deparada la gloria y después la derrota.
En octubre o noviembre de 1942, mi
hermano Friedrich pereció en la segunda batalla de El Alamein, en los arenales
egipcios; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal; otro,
a fines de 1943, mi laboratorio. Acosado por vastos continentes, moría el
Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él
Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de
apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado,
el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas
explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque
secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo. Pensé: Me
satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me
satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a
todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un
solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con
la verdadera.
Se ha dicho que todos los hombres nacen
aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de
carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y
Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos,
las caras; pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos
registra una continuidad secreta. Arminio, cuando degolló en una ciénaga las
legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor
de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para
siempre la Biblia; Chrístoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en
1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un
país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa
que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de
judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le
enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos
comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en
él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a
muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que
destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de
esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de
nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que
nuestro don sea orbicular y perfecto.
Se cierne ahora sobre el mundo una
época implacable. Nosotros los forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué
importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es
que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y
la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras
naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
Miro mi cara en el espejo para saber
quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente
con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.
-----
[1] Es
significativa la omisión del antepasado más ilustre del narrador. el teólogo y
hebraísta Johannes Forkel (1799–1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la
cristología y cuya versión literal de algunos de los Libros Apócrifos mereció
la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus. (Nota del
editor.)
[2] Otras
naciones viven con inocencia, en sí y para sí como los minerales o los
meteoros; Alemania es el espejo universal que a todas recibe, la conciencia del
mundo (das Weltbewusstsein). Goethe es el prototipo de esa comprensión
ecuménica. No lo censuro, pero no veo en él al hombre fáustico de la tesis de
Spengler.
[3] Se
murmura que las consecuencias de esa herida fueron muy graves. (Nota del
editor.)
[4]Ha
sido inevitable, aquí, omitir unas líneas. (Nota del editor.)
[5] Ni
en los archivos ni en la obra de Soergel figura el nombre de Jerusalem. Tampoco
lo registran las historias de la literatura alemana. No creo, sin embargo, que
se trate de un personaje falso. Por orden de Otto Dietriclh zur Linde fueron
torturados en Tarnowitz muchos intelectuales judíos, entre ellos la pianista
Emma Rosen Zweig. «David Jerusalem» es tal vez un símbolo de va rios
individuos. Nos dicen que murió el primero de marzo de 1943 el primero de marzo
de 1939, el narrador fue herido en Tilsit. (Nota del editor.)
..........................................
El Zahir
En Buenos Aires el Zahír es una moneda
común, de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N
T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines
del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de
Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir
Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones del Mahdí, hacia 1892, una
pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de
turbante; en la aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de
uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un
pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada,
llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado
recordar, y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían
las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy
linda, aunque no todas las efígies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis.
Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la
perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias
humanas; en la Mishnah se lee que, iniciado el crepúsculo del sábado, un sastre
no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un
huésped, al recibir la primera copa, debe tomar un aire grave y, al recibir la
segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor
que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el
talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más
admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que
se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba
en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano
ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora y los lugares caducaban casi
inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo
cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo.
Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación
interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color
de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También
cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue
estudiosamente delgada... La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por
los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había
desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de
sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían
llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y
desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo
que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas
y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no
poseía!) Esta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna;
prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas
insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso;
el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno
Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones
argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó
hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus
caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina
Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la
autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar
una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o
menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan
memorable como ésta; conviene que sea la última; ya que pudo ser la primera.
Rígida entre las flores la dejé, perfeccionado su desdén por la muerte. Serían
las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas
y de casas de un piso habían tomado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche,
cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi
impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un
almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al
truco.
En la figura que se llama oxímoron, se aplica a una palabra un epíteto que
parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura; los
alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y
tomar una caña en un almacén era una especie de oximoron; su grosería y su
facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes
aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el
Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de
fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin
resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el
óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de judas; en las dracmas de
la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de
Efeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran
círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta
mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a
un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el
mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el Luis cuya efigie
delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el
pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció
de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad,
las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una
sufrida verja de fierro; detrás vi las 33 baldosas negras y blancas del atrio
de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del
almacén donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba
cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz,
pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una
moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros
posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser
una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede
ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el
desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es
tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico.
Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un
hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No
sospechaba yo que esos «pensamientos» eran un artificio contra el Zahir y una
primera forma de un demoníaco influjo.) Dormí tras de tenaces cavilaciones,
pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.
Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la
moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas
rayaduras. Enterrarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca
hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla.
No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a
Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé, impensadamente, en
Urquiza; me dirigí al oeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas
cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un
boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos,
detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el
nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico.
Este encierra dos o tres perífrasis enigmáticas –en lugar de sangre pone agua
de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente– y está escrito en primera
persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y
vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el
candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una
piadosa exageración. porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más
lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso
hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito.
Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que
ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto,
esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la
espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un
estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo;
en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro
que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el
asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La
aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé,
seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda.
Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la
recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultabas
más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no
difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e
inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero
no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez
centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una
libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse
bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara
eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me
valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi
ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un
objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda,
digamos... Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un
ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius
Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso
«reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se
refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al
archivo de Habicht y el manuscrito original del informe de Philip Meadows
Taylor». La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer del siglo
XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir,
en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa
y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras mulsulmanas, lo dice de «los
seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen
acaba por enloquecer a la gente». El primer testimonio incontrovertido es el
del persa Lutf Alí Azur. En las puntales páginas de la enciclopedia biográfica
titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un
colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, «construido de tal suerte que
quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo
arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del
universo». Más dilatado es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al nizam de
Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor
oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución «Haber visto al Tigre»
(Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le
dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de
cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él,
hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había
huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la figura del tigre. Años
después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nittur el gobernador
le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir
musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar,
afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres,
de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía
mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto
hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su
propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban
vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad
Al–Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que
no propendiera a Zaheer [1],
pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya
que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que
en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamó Yaúq y después un profeta
del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro [2].
También dijo que Dios es inescrutable.
Muchas veces leí la monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis
sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me
salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha,
la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un
trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre,
reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo:
«Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá
la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de cosas que se
ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo».
La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la
señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
–Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las
postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando
con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes, yo me figuraba
el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no
ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la
otra; mas bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en
el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa
imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos
comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez
quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia
universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir
que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que
la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas
entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo;
todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme
y vestirme, no sabré si es tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges.
Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus
circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor
de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo,
percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son
rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy
complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir.
Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál
será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba
suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar)
en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa
y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta noticia: Para perderse en
Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos
hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo
acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo; quizá detrás
de la moneda esté Dios.
A Rally Zenner.
-----
[1] Así escribe Taylor esa palabra.
[2]Barlach
observa que Yaúq figura en el Corán (71, 23) y que el profeta es Al–Moqanna (El
Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal de Philip Meadows
Taylor, los ha vinculado al Zahir.
.................................................
La Busca de Averroes
S`imaginant que la tragédie n`est autre chose que
l'art de louer...
Ernest Renan: Averroès, 48 (1861)
Abulgualid Muhámmad Ibn–Ahmad
ibn–Muhámmad ibn–Rushd (un siglo tardaría ese largo nombre en llegar a Averroes,
pasando por Benraist y por Avenryz, y aun por Aben–Rassad y Filius Rosadis)
redactaba el undécimo capítulo de la obra Tahafut–ul–Tahafut (Destrucción de la
Destrucción), en el que se mantiene, contra el asceta persa Ghazali, autor del
Tahafut–ul–falasifa (Destrucción de filósofos), que la divinidad sólo conoce
las leyes generales del universo, lo concerniente a las especies, no al
individuo. Escribía con lenta seguridad, de derecha a izquierda; el ejercicio
de formar silogismos y de eslabonar vastos párrafos no le impedía sentir, como
un bienestar, la fresca y honda casa que lo rodeaba. En el fondo de la siesta
se enronquecían amorosas palomas; de algún patio invisible se elevaba el rumor
de una fuente; algo en la carne de Averroes, cuyos antepasados procedían de los
desiertos árabes, agradecía la constancia del agua. Abajo estaban los jardines,
la huerta; abajo, el atareado Guadalquivir y después la querida ciudad de
Córdoba, no menos clara que Bagdad o que el Cairo, como un complejo y delicado instrumento,
y alrededor (esto Averroes lo sentía también) se dilataba hacia el confín la
tierra de España, en la que hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar
de un modo sustantivo y eterno.
La pluma corría sobre la hoja, los argumentos se enlazaban, irrefutables, pero
una leve preocupación empañó la felicidad de Averroes. No la causaba el
Tahafut, trabajo fortuito, sino un problema de índole filológica vinculado a la
obra monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de
Aristóteles. Este griego, manantial de toda filosofía, había sido otorgado a
los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber; interpretar sus libros
como los ulemas interpretan el Alcorán era el arduo propósito de Averroes.
Pocas cosas más bellas y más patéticas registrará la historia que esa
consagración de un médico árabe a los pensamientos de un hombre de quien lo
separaban catorce siglos; a las dificultades intrínsecas debemos añadir que
Averroes, ignorante del siríaco y del griego, trabajaba sobre la traducción de
una traducción. La víspera, dos palabras dudosas lo habían detenido en el
principio de la Poética. Esas palabras eran tragedia y comedia. Las había
encontrado años atrás, en el libro tercero de la Retórica; nadie, en el ámbito
del Islam, barruntaba lo que querían decir. Vanamente había fatigado las
páginas de Alejandro de Afrodisia, vanamente había compulsado las versiones del
nestoriano Hunáin ibn–Ishaq y de Abu–Bashar Mata. Esas dos palabras arcanas
pululaban en el texto de la Poética; imposible eludirlas.
Averroes dejó la pluma. Se dijo (sin demasiada fe) que suele estar muy cerca lo
que buscamos, guardó el manuscrito del Tahafut y se dirigió al anaquel donde se
alineaban, copiados por calígrafos persas, los muchos volúmenes del Mohkam del
ciego Abensida. Era irrisorio imaginar que no los había consultado, pero lo
tentó el ocioso placer de volver sus páginas. De esa estudiosa distracción lo
distrajo una suerte de melodía. Miró por el balcón enrejado; abajo, en el
estrecho patio de tierra, jugaban unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en los
hombros de otro, hacía notoriamente de almuédano; bien cerrados los ojos,
salmodiaba No hay otro dios que el Dios. El que lo sostenía, inmóvil, hacía de
alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado, de congregación de los
fieles. El juego duró poco; todos querían ser el almuédano, nadie la
congregación o la torre. Averroes los oyó disputar en dialecto grosero, vale
decir en el incipiente español de la plebe musulmana de la Península. Abrió el
Quitah ul ain de Jalil y pensó con orgullo que en toda Córdoba (acaso en todo
Al–Andalus) no había otra copia de la obra perfecta que esta que el emir Yacub
Almansur le había remitido de Tánger. El nombre de ese puerto le recordó que el
viajero Abulcásim Al–Asharí, que había regresado de Marruecos, cenaría con él
esa noche en casa del alcoranista Farach. Abulcásim decía haber alcanzado los
reinos del imperio de Sin (de la China); sus detractores, con esa lógica
peculiar que da el odio, juraban que nunca había pisado la China y que en los
templos de ese país había blasfemado de Alá. Inevitablemente, la reunión
duraría unas horas; Averroes, presuroso, retomó la escritura del Tahafut.
Trabajó hasta el crepúsculo de la noche.
El diálogo, en la casa de Farach, pasó de las incomparables virtudes del
gobernador a las de su hermano el emir; después, en el jardín, hablaron de
rosas. Abulcásim, que no las había mirado, juró que no había rosas como las
rosas que decoran los cármenes andaluces. Farach no se dejó sobornar; observó
que el docto Ibn Qutaiba describe una excelente variedad de la rosa perpetua,
que se da en los jardines del Indostán y cuyos pétalos, de un rojo encarnado,
presentan caracteres que dicen: No hay otro dios como el Dios. Muhámmad es el
Apóstol de Dios. Agregó que Abulcásim, seguramente, conocería esas rosas.
Abulcásim lo miró con alarma. Si respondía que sí, todos lo juzgarían, con
razón, el más disponible y casual de los impostores; si respondía que no, lo
juzgarían un infiel. Optó por musitar que con el Señor están las llaves de las
cosas ocultas y que no hay en la tierra una cosa verde o una cosa marchita que
no esté registrada en Su Libro. Esas palabras pertenecen a una de las primeras
azoras; las acogió un murmullo reverencial. Envanecido por esa victoria
dialéctica, Abulcásim iba a pronunciar que el Señor es perfecto en sus obras e
inescrutable. Entonces Averroes declaró, prefigurando las remotas razones de un
todavía problemático Hume:
–Me cuesta menos admitir un error en el docto Ibn Qutaiba, o en los copistas,
que admitir que la tierra da rosas con la profesión de la fe.
–Así es. Grandes y verdaderas palabras –dijo Abulcásim.
–Algún viajero –recordó el poeta Abdalmálik– habla de un árbol cuyo fruto son
verdes pájaros. Menos me duele creer en él que en rosas con letras.
–El color de los pájaros –dijo Averroes– parece facilitar el portento. Además,
los frutos y los pájaros pertenecen al mundo natural, pero la escritura es un
arte. Pasar de hojas a pájaros es más fácil que de rosas a letras.
Otro huésped negó con indignación que la escritura fuese un arte, ya que el
original del Qurán –la madre del Libro¬– es anterior a la Creación y se guarda
en el cielo. Otro habló de Cháhiz de Basra, que dijo que el Qurán es una
sustancia que puede tomar la forma de un hombre o la de un animal, opinión que
parece convenir con la de quienes le atribuyen dos caras. Farach expuso
largamente la doctrina ortodoxa. El Qurán (dijo) es uno de los atributos de
Dios, como Su piedad; se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se
recuerda en el corazón, y el idioma y los signos y la escritura son obra de los
hombres, pero el Qurán es irrevocable y eterno. Averroes, que había comentado
la República, pudo haber dicho que la madre del Libro es algo así como su modelo
platónico, pero notó que la teología era un tema del todo inaccesible a
Abulcásim.
Otros, que también lo advirtieron, instaron a Abulcásim a referir alguna
maravilla. Entonces como ahora, el mundo era atroz; los audaces podían
recorrerlo, pero también los miserables, los que se allanaban a todo. La
memoria de Abulcásim era un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué podía referir?
Además, le exigían maravillas y la maravilla es acaso incomunicable; la luna de
Bengala no es igual a la luna del Yemen, pero se deja describir con las mismas
voces. Abulcásim vaciló; luego, habló:
–Quien recorre los climas y las ciudades –proclamó con unción– ve muchas cosas
que son dignas de crédito. Esta, digamos, que sólo he referido una vez, al rey
de los turcos. Ocurrió en Sin Kalán (Cantón), donde el río del Agua de la Vida
se derrama en el mar.
Farach preguntó si la ciudad quedaba a muchas leguas de la muralla que Iskandar
Zul Qarnain (Alejandro Bicorne de Macedonia) levantó para detener a Gog y a
Magog.
–Desiertos la separan –dijo Abulcásim, con involuntaria soberbia–. Cuarenta
días tardaría una cáfila (caravana) en divisar sus torres y dicen que otros
tantos en alcanzarla. En Sin Kalán no sé de ningún hombre que la haya visto o
que haya visto a quien la vio.
El temor de lo crasamente infinito, del mero espacio, de la mera materia, tocó
por un instante a Averroes. Miró el simétrico jardín; se supo envejecido,
inútil, irreal. Decía Abulcásim:
–Una tarde, los mercaderes musulmanes de Sin Kalán me condujeron a una casa de
madera pintada, en la que vivían muchas personas. No se puede contar cómo era
esa casa, que más bien era un solo cuarto, con filas de alacenas o de balcones,
unas encima de otras. En esas cavidades había gente que comía y bebía; y
asimismo en el suelo, y asimismo en una terraza. Las personas de esa terraza
tocaban el tambor y el laúd, salvo unas quince o veinte (con máscaras de color
carmesí) que rezaban, cantaban y dialogaban. Padecían prisiones, y nadie veía
la cárcel; cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero las
espadas eran de caña; morían y después estaban de pie.
–Los actos de los locos –dijo Farach– exceden las previsiones del hombre
cuerdo.
–No estaban locos –tuvo que explicar Abulcásim–. Estaban figurando, me dijo un
mercader, una historia.
Nadie comprendió, nadie pareció querer comprender. Abulcásim, confuso, pasó de
la escuchada narración a las desairadas razones. Dijo, ayudándose con las
manos:
–Imaginemos que alguien muestra una historia en vez de referirla. Sea esa
historia la de los durmientes de Efeso. Los vemos retirarse a la caverna, los
vemos orar y dormir, los vemos dormir con los ojos abiertos, los vemos crecer
mientras duermen, los vemos despertar a la vuelta de trescientos nueve años,
los vemos entregar al vendedor una antigua moneda, los vemos despertar en el
paraíso, los vemos despertar con el perro. Algo así nos mostraron aquella tarde
las personas de la terraza.
–¿Hablaban esas personas? –interrogó Farach.
–Por supuesto que hablaban –dijo Abulcásim, convertido en apologista de una
función que apenas recordaba y que lo había fastidiado bastante–. ¡Hablaban y
cantaban y peroraban!
–En tal caso –dijo Farach– no se requerían veinte personas. Un solo hablista
puede referir cualquier cosa, por compleja que sea.
Todos aprobaron ese dictamen. Se encarecieron las virtudes del árabe, que es el
idioma que usa Dios para dirigir a los ángeles; luego, de la poesía de los
árabes. Abdalmálik, después de ponderarla debidamente, motejó de anticuados a
los poetas que en Damasco o en Córdoba se aferraban a imágenes pastoriles y a
un vocabulario beduino. Dijo que era absurdo que un hombre ante cuyos ojos se
dilataba el Guadalquivir celebrara el agua de un pozo. Urgió la conveniencia de
renovar las antiguas metáforas; dijo que cuando Zuhair comparó al destino con
un camello ciego, esa figura pudo suspender a la gente, pero que cinco siglos
de admiración la habían gastado. Todos aprobaron ese dictamen, que ya habían
escuchado muchas veces, de muchas bocas. Averroes callaba. Al fin habló, menos
para los otros que para él mismo.
–Con menos elocuencia –dijo Averroes– pero con argumentos congéneres, he
defendido alguna vez la proposición que mantiene Abdalmálik. En Alejandría se
ha dicho que sólo es incapaz de una culpa quien ya la cometió y ya se
arrepintió; para estar libre de un error, agreguemos, conviene haberlo
profesado. Zuhair, en su mohalaca, dice que en el decurso de ochenta años de
dolor y de gloria, ha visto muchas veces al destino atropellar de golpe a los
hombres, como un camello ciego; Abdalmálik entiende que esa figura ya no puede
maravillar. A ese reparo cabría contestar muchas cosas. La primera, que si el
fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por
días y por horas y tal vez por minutos. La segunda, que un famoso poeta es
menos inventor que descubridor. Para alabar a Ibn–Sháraf de Berja, se ha
repetido que sólo él pudo imaginar que las estrellas en el alba caen
lentamente, como las hojas de los árboles; ello, si fuera cierto, evidenciaría
que la imagen es baladí. La imagen que un solo hombre puede formar es la que no
toca a ninguno. Infinitas cosas hay en la tierra; cualquiera puede equipararse
a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que
equipararlas con peces o con pájaros. En cambio, nadie no sintió alguna vez que
el destino es fuerte y es torpe, que es inocente y es también inhumano. Para
esa convicción, que puede ser pasajera o continua, pero que nadie elude, fue
escrito el verso de Zuhair. No se dirá mejor lo que allí se dijo. Además (y
esto es acaso lo esencial de mis reflexiones), el tiempo, que despoja los
alcázares, enriquece los versos. El de Zuhair, cuando éste lo compuso en
Arabia, sirvió para confrontar dos imágenes, la del viejo camello y la del
destino; repetido ahora, sirve para memoria de Zuhair y para confundir nuestros
pesares con los de aquel árabe muerto. Dos términos tenía la figura y hoy tiene
cuatro. El tiempo agranda el ámbito de los versos y sé de algunos que a la par
de la música, son todo para todos los hombres. Así, atormentado hace años en
Marrakesh por memorias de Córdoba, me complacía en repetir el apóstrofe que
Abdurrahmán dirigió en los jardines de Ruzafa a una palma africana:
Tú también eres, oh palma!,
En este suelo extranjera...
Singular beneficio de la poesía; palabras redactadas por un rey que anhelaba el
Oriente me sirvieron a mí, desterrado en África, para mi nostalgia de España.
Averroes, después, habló de los primeros poetas, de aquellos que en el Tiempo
de la Ignorancia, antes del Islam, ya dijeron todas las cosas, en el infinito
lenguaje de los desiertos. Alarmado, no sin razón, por las fruslerías de
lbn–Sháraf, dijo que en los antiguos y en el Qurán estaba cifrada toda poesía y
condenó por analfabeta y por vana la ambición de innovar. Los demás lo
escucharon con placer, porque vindicaba lo antiguo.
Los muecines llamaban a la oración de la primera luz cuando Averroes volvió a
entrar en la biblioteca. (En el harén, las esclavas de pelo negro habían
torturado a una esclava de pelo rojo, pero él no lo sabría sino a la tarde.)
Algo le había revelado el sentido de las dos palabras oscuras. Con firme y
cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al manuscrito: Aristú (Aristóteles)
denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas.
Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las
mohalacas del santuario.
Sintió sueño, sintió un poco de frío. Desceñido el turbante, se miró en un
espejo de metal. No sé lo que vieron sus ojos, porque ningún historiador ha
descrito las formas de su cara. Sé que desapareció bruscamente, como si lo
fulminara un fuego sin luz, y que con él desaparecieron la casa y el invisible
surtidor y los libros y los manuscritos y las palomas y las muchas esclavas de
pelo negro y la trémula esclava de pelo rojo y Farach y Abulcásim y los rosales
y tal vez el Guadalquivir.
En la historia anterior quise narrar el proceso de una derrota. Pensé, primero,
en aquel arzobispo de Canterbury que se propuso demostrar que hay un Dios; luego,
en los alquimistas que buscaron la piedra filosofal; luego, en los vanos
trisectores del ángulo y rectificadores del círculo. Reflexioné, después, que
más poético es el caso de un hombre que se propone un fin que no está vedado a
los otros, pero sí a él. Recordé a Averroes, que encerrado en el ámbito del
Islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia. Referí
el caso; a medida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel dios
mencionado por Burton que se propuso crear un toro y creó un búfalo. Sentí que
la obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un
drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo,
queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de
Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un
símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa
narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve
que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo
dejo de creer en él, «Averroes» desaparece.)
...........................................
La Escritura del Dios
La cárcel es profunda y de piedra; su
forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de
piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo
los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste,
aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo,
Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del
otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio
del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro
central. En la hora sin sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y
un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y
nos baja, en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz
entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez
era joven y podía ca¬minar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en
la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo
cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas y ahora no podría,
sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la Pirámide, los hombres que bajaron de altos
caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un
tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios, pero éste
no me abandonó y me mantuve silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me
rompieron, me deformaron y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en
mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise
recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar
el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol
medicinal. Así fui debelando los años, así fui entrando en posesión de lo que
ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver
el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después, empecé a
avistar el recuerdo; era una de las tradiciones del dios. Este, previendo que
en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el
primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males.
La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la
tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres,
pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que
estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último
sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El
hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había
visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó y luego me infundió una especie de vértigo. En el
ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas;
cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la
palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero
en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele
desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros
varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos y
los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más vulnerable. Pensé en las
generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres.
Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi
busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos
del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo,
imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se
amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para
que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente
laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar
un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una
confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada
ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las
negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras
formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras,
anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas
tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era
imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me
atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por
un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta?
Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique
el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos
y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra
que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el
lenguaje de un dios toda la palabra enunciaría esa infinita concatenación de
los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo
progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina
parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una
palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser
inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de
esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son
las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo universo.
Un día o una noche –entre mis días y mis noches, ¿qué diferencia cabe?– soñé
que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir,
indiferente; soñé que despertaba y que había dos granos de arena. Volví a
dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose
hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que
estaba soñando; con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil;
la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has despertado a la
vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta
lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de
desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente.
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: Ni una arena soñada
puede matarme ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me
despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las
manos del carcelero, la rodaja, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es,
a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que
un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de
sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije
su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije
la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la
divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no
repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo
ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda
altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en
todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de
fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban
todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de
esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí
estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo
todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!
Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que
narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los
primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres,
vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás
de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y,
entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales) y me
bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para
abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser
joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir
el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para
reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán,
regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas
palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha
entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del
universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras,
aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le
importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él,
ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden
los días, acostado en la oscuridad.
A Ema Risso Platero
.......................................
Abenjacán el Bojarí, Muerto en su
laberinto
... son comparables a la araña, que edifica una
casa.
Alcorán, XXIX, 40
Esta –dijo Dunraven– con un vasto
ademán que no rehusaba las nubladas estrellas y que abarcaba el negro páramo,
el mar y un edificio majestuoso y decrépito que parecía una caballeriza venida
a menos– es la tierra de mis mayores.
Unwin, su compañero, se sacó la pipa de la boca y emitió sonidos modestos y
aprobatorios. Era la primera tarde del verano de 1914; hartos de un mundo sin
la dignidad del peligro, los amigos apreciaban la soledad de ese confín de
Cornwall. Dunraven fomentaba una barba oscura y se sabía autor de una
considerable epopeya que sus contemporáneos casi no podrían escandir y cuyo
tema no le había sido aún revelado; Unwin había publicado un estudio sobre el
teorema que Fermat no escribió al margen de una página de Diofanto. Ambos
–¿será preciso que lo diga?– eran jóvenes, distraídos y apasionados.
–Hará un cuarto de siglo –dijo Dunraven– que Abenjacán el Bojarí, caudillo o
rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos
de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen
oscuras.
Unwin preguntó por qué, dócilmente.
–Por diversas razones –fue la respuesta–. En primer lugar, esa casa es un
laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer
lugar, se desvaneció un tesoro secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba
muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar...
Unwin, cansado, lo detuvo.
–No multipliques los misterios –le dijo––. Estos deben ser simples. Recuerda la
carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.
–O complejos –replicó Dunraven–. Recuerda el universo.
Repechando colinas arenosas, habían llegado al laberinto. Este, de cerca, les
pareció una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas
más alta que un hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero
tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura. Unwin recordó a
Nicolás de Cusa, para quien toda línea recta es el arco de un círculo
infinito... Hacia la medianoche descubrieron una ruinosa puerta, que daba a un
ciego y arriesgado zaguán. Dunraven dijo que en el interior de la casa había
muchas encrucijadas, pero que doblando siempre a la izquierda, llegarían en
poco más de una hora al centro de la red. Unwin asintió. Los pasos cautelosos
resonaron en el suelo de piedra; el corredor se bifurcó en otros más angostos.
La casa parecía querer ahogarlos, el techo era muy bajo. Debieron avanzar uno
tras otro por la complicada tiniebla. Unwin iba delante. Entorpecido de asperezas
y de ángulos, fluía sin fin contra su mano el invisible muro. Unwin, lento en
la sombra, oyó de boca de su amigo la historia de la muerte de Abenjacán.
–Acaso el más antiguo de mis recuerdos –contó Dunraven– es el de Abenjacán el
Bojarí en el puerto de Pentreath. Lo seguía un hombre negro con un león; sin
duda el primer negro y el primer león que miraron mis ojos, fuera de los
grabados de la Escritura. Entonces yo era niño, pero la fiera del color del sol
y el hombre del color de la noche me impresionaron menos que Abenjacán. Me
pareció muy alto; era un hombre de piel cetrina, de entrecerrados ojos negros,
de insolente nariz, de carnosos labios, de barba azafranada, de pecho fuerte,
de andar seguro y silencioso. En casa dije: «Ha venido un rey en un buque».
Después, cuando trabajaron los albañiles, amplié ese título y le puse el Rey de
Babel.
La noticia de que el forastero se fijaría en Pentreath fue recibida con agrado;
la extensión y la forma de su casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable
que una casa constara de una sola habitación y de leguas y leguas de
corredores. «Entre los moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos»,
decía la gente. Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura,
exhumó la historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un
laberinto y la divulgó desde el púlpito. El lunes, Abenjacán visitó la
rectoría; las circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces,
pero ningún sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar
albañiles. Años después, cuando pereció Abenjacán, Allaby, declaró a las
autoridades la substancia del diálogo.
Abenjacán le dijo, de pie, estas o parecidas palabras: «Ya nadie puede censurar
lo que yo hago. Las culpas que me infaman son tales que aunque yo repitiera
durante siglos el Ultimo Nombre de Dios, ello no bastaría para mitigar uno solo
de mis tormentos; las culpas que me infaman son tales que aunque yo lo matara
con estas manos, ello no agravaría los tormentos que me destina la infinita
Justicia. En tierra alguna es desconocido mi nombre; soy Abenjacán el Bojarí y
he regido las tribus del desierto con un cetro de hierro. Durante muchos años
las despojé, con asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que
se rebelaran. Mis gentes fueron rotas y acuchilladas; yo alcancé a huir con el
tesoro recaudado en mis años de expoliación. Zaid me guió al sepulcro de un
santo, al pie de una montaña de piedra. Le ordené a mi esclavo que vigilara la
cara del desierto;
Zaid y yo dormimos, rendidos. Esa noche creí que me aprisionaba una red de
serpientes. Desperté con horror; a mi lado, en el alba, dormía Zaid; el roce de
una telaraña en mi carne me había hecho soñar aquel sueño. Me dolió que Zaid,
que era cobarde, durmiera con tanto reposo. Consideré que el tesoro no era
infinito y que él podía reclamar una parte. En mi cinto estaba la daga con
empuñadura de plata; la desnudé y le atravesé la garganta. En su agonía
balbuceó unas palabras que no pude entender. Lo miré; estaba muerto, pero yo
temí que se levantara y le ordené al esclavo que le deshiciera la cara con una
roca. Después erramos bajo el cielo y un día divisamos un mar. Lo surcaban
buques muy altos; pensé que un muerto no podría andar por el agua y decidí
buscar otras tierras. La. primera noche que navegamos soñé que yo mataba a
Zaid. Todo se repitió, pero yo entendí sus palabras. Decía: Como ahora me
borras te borraré, dondequiera que estés. He jurado frustrar esa amenaza; me
ocultaré en el centro de un laberinto para que su fantasma se pierda».
Dicho lo cual, se fue. Allaby trató de pensar que el moro estaba loco y que el
absurdo laberinto era un símbolo y un claro testimonio de su locura. Luego
reflexionó que esa explicación condecía con el extravagante edificio y con el
extravagante relato, no con la enérgica impresión que dejaba el hombre
Abenjacán. Quizá tales historias fueran comunes en los arenales egipcios, quizá
tales rarezas correspondieran (como los dragones de Plinio) menos a una persona
que a una cultura...
Allaby, en Londres, revisó números atrasados del Times; comprobó la verdad de
la rebelión y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de su visir, que tenía
fama de cobarde.
Aquél, apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto.
No lo vieron más en el pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya lo hubiera
alcanzado y aniquilado. En las noches el viento nos traía el rugido del león, y
las ovejas del redil se apretaban con un antiguo miedo.
Solían anclar en la pequeña bahía, rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de
puertos orientales. El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo
recuerdo, no era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas
con las tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del rey.
Era fama que tales embarcaciones traían contrabando, y si de alcoholes o
marfiles prohibidos, ¿por qué no, también, de hombres muertos?
A los tres años de erigida la casa, ancló al pie de los cerros el Rose o f
Sharon. No fui de los que vieron ese velero y tal vez en la imagen que tengo de
él influyen olvidadas litografías de Aboukir o de Trafalgar, pero entiendo que
era de esos barcos muy trabajados que no parecen obra de naviero, sino de
carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era (si no en la realidad, en
mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban árabes y
malayos.
Ancló en el alba de uno de los días de octubre. Hacia el atardecer, Abenjacán
irrumpió en casa de Allaby. Lo dominaba la pasión del terror; apenas pudo
articular que Zaid ya había entrado en el laberinto y que su esclavo y su león
habían perecido. Seriamente preguntó si las autoridades podrían ampararlo.
Antes que Allaby respondiera, se fue, como si lo arrebatara el mismo terror que
lo había traído a esa casa, por segunda y última vez. Allaby, solo en su
biblioteca, pensó con estupor que ese temeroso había oprimido en el Sudán a
tribus de hierro y sabía qué cosa es una batalla y qué cosa es matar. Advirtió,
al otro día, que ya había zarpado el velero (rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se
averiguó después). Reflexionó que su deber era comprobar la muerte del esclavo
v se dirigió al laberinto. El jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico,
pero en un recodo de las galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y
en otro, con el esclavo, que estaba muerto, y en la cámara central con el
Bojarí, a quien le habían destrozado la cara. A los pies del hombre había un
arca taraceada de nácar; alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una
sola moneda.
Los períodos finales, agravados de pausas oratorias, querían ser elocuentes;
Unwin adivinó que Dunraven los había emitido muchas veces, con idéntico aplomo
y con idéntica ineficacia. Preguntó, para simular interés
–¿Cómo murieron el león y el esclavo?
La incorregible voz contestó con sombría satisfacción:
–También les habían destrozado la cara.
Al ruido de los pasos se agregó el ruido de la lluvia. Unwin pensó que tendrían
que dormir en el laberinto, en la «cámara central» del relato, y que en el
recuerdo de esa larga incomodidad sería una aventura. Guardó silencio: Dunraven
no pudo contenerse y le preguntó, como quien no perdona una deuda:
–¿No es inexplicable esta historia?
Unwin le respondió, como si pensara en voz alta
–No sé si es explicable o inexplicable. Sé que es mentira.
Dunraven prorrumpió en malas palabras e invocó el testimonio del hijo mayor del
rector (Allaby, parece, había muerto) y de todos los vecinos de Pentreath. No
menos atónito que Dunraven, Unwin se disculpó. El tiempo, en la oscuridad,
parecía más largo; los dos temieron haber extraviado el camino y estaban muy
cansados cuando una tenue claridad superior les mostró los peldaños iniciales
de una angosta escalera. Subieron y llegaron a una ruinosa habitación redonda.
Dos signos perduraban del temor del malhadado rey: una estrecha ventana que
dominaba los páramos y el mar y en el suelo una trampa que se abría sobre la
curva de la escalera. La habitación, aunque espaciosa, tenía mucho de celda
carcelaria.
Menos instados por la lluvia que por el afán de vivir para la rememoración y la
anécdota, los amigos hicieron noche en el laberinto. El matemático durmió con
tranquilidad; no así el poeta, acosado por versos que su razón juzgaba
detestables:
Faceless the sultry and overpowering lion,
Faceless the stricken slave, faceless the king.
Unwin creía que no le había interesado la historia de la muerte del Bojarí,
pero se despertó con la convicción de haberla descifrado. Todo aquel día estuvo
preocupado y huraño, ajustando y reajustando las piezas, y tres o cuatro noches
después, citó a Dunraven en una cervecería de Londres y le dijo estas o
parecidas palabras:
–En Cornwall dije que era mentira la historia que te oí. Los hechos eran
ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo
manifiesto, mentira. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el laberinto
increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un laberinto
sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan desde lejos los
marineros. No preciso erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es. Para
quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor laberinto que un
mirador al que conducen todos los corredores de un edificio. La sabia reflexión
que ahora te someto me fue deparada anteanoche, mientras oíamos llover sobre el
laberinto y esperábamos que el sueño nos visitara; amonestado y mejorado por
ella, opté por olvidar tus absurdidades y pensar en algo sensato.
–En la teoría de los conjuntos, digamos, o en una cuarta dimensión del espacio
–observó Dunraven.
–No –dijo Unwin con seriedad–. Pensé en el laberinto de Creta. El laberinto
cuyo centro era un hombre con cabeza de toro.
Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio
siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun
de lo divino; la solución, del juego de manos. Dijo, para aplazar lo
inevitable:
–Cabeza de toro tiene en medallas y esculturas el minotauro. Dante lo imaginó
con cuerpo de toro y cabeza de hombre.
–También esa versión me conviene –Unwin asintió–. Lo que importa es la
correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso. El minotauro
justifica con creces la existencia del laberinto: Nadie dirá lo mismo de una
amenaza percibida en un sueño. Evocada la imagen del minotauro (evocación fatal
en un caso en que hay un laberinto), el problema, virtualmente, estaba
resuelto. Sin embargo, confieso que no entendí que esa antigua imagen era la
clave y así fue necesario que tu relato me suministrara un símbolo más preciso:
la telaraña.
–¿La telaraña? –repitió, perplejo, Dunraven.
–Sí. Nada me asombraría que la telaraña (la forma universal de la telaraña,
entendamos bien, la telaraña de Platón) hubiera sugerido al asesino (porque hay
un asesino) su crimen. Recordarás que el Bojarí, en una tumba, soñó con una red
de serpientes y que al despertar descubrió que una telaraña le había sugerido
aquel sueño. Volvamos a esa noche en que el Bojarí soñó con una red. El rey
vencido y el visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro. Se
refugian en una tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un cobarde; no
duerme el rey, de quien sabemos que es un valiente. El rey, para no compartir
el tesoro con el visir, lo mata de una cuchillada; su sombra lo amenaza en un
sueño, noches después. Todo esto es increíble; yo entiendo que los hechos
ocurrieron de otra manera. Esa noche durmió el rey, el valiente, y veló Zaid,
el cobarde. Dormir es distraerse del universo, y la distracción es difícil para
quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas. Zaid, ávido, se inclinó sobre
el sueño de su rey. Pensó en matarlo (quizá jugó con el puñal), pero no se
atrevió. Llamó al esclavo, ocultaron parte del tesoro en la tumba, huyeron a
Suakin y a Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí, sino para atraerlo y
matarlo, construyó a la vista del mar el alto laberinto de muros rojos. Sabía
que las naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del hombre bermejo, del
esclavo y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo vendría a buscar en
su laberinto. En el último corredor de la red esperaba la trampa. El Bojarí lo
despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la menor precaución. El día
codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en Inglaterra, caminó hasta la puerta del
laberinto, barajó los ciegos corredores y ya había pisado, tal vez, los
primeros peldaños cuando su visir lo mató, no sé si de un balazo, desde la
trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo mataría al esclavo. Luego Zaid
deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo que obrar así; un solo muerto con
la cara deshecha hubiera sugerido un problema de identidad, pero la fiera, el
negro y el rey formaban una serie y, dados los dos términos iniciales, todos
postularían el último. No es raro que lo dominara el temor cuando habló con
Allaby; acababa de ejecutar la horrible faena y se disponía a huir de
Inglaterra para recuperar el tesoro.
Un silencio pensativo, o incrédulo, siguió a las palabras de Unwin. Dunraven
pidió otro jarro de cerveza antes de opinar.
–Acepto ––dijo– que mi Abenjacán sea Zaid. Tales metamorfosis, me dirás, son
clásicos artificios del género, son verdaderas convenciones cuya observación
exige el lector. Lo que me resisto a admitir es la conjetura de que una porción
del tesoro quedara en el Sudán. Recuerda que Zaid huía del rey y de los
enemigos del rey; más fácil es imaginarlo robándose todo el tesoro que
demorándose a enterrar una parte. Quizá no se encontraron monedas porque no
quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un caudal que, a diferencia del
oro rojo de los Nibelungos, no era infinito. Tendríamos así a Abenjacán
atravesando el mar para reclamar un tesoro dilapidado.
–Dilapidado, no –dijo Unwin–. Invertido en armar en tierra de infieles una gran
trampa circular de ladrillo destinada a apresarlo y aniquilarlo. Zaid, si tu
conjetura es correcta, procedió urgido por el odio y por el temor y no por la
codicia. Robó el tesoro y luego comprendió que el tesoro no era lo esencial
para él. Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a
Abenjacín y finalmente fue Abenjacán.
–Sí –confirmó Dunraven–. Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte,
recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día.
...................................................
Los dos reyes y los dos laberintos
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días
hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y
les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más
prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra
era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de
Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los
árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su
huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido
hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la
puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de
Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido,
se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y
sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que
derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró
encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le
dijo: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me
quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y
muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay
escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer,
ni muros que te veden el paso».
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió
de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.
......................................................
La Espera
El coche lo dejó en el cuatro mil
cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el
hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie
de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los
desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de
hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reververaba, más lejos, en unos
invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en
cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si
Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares... En la vidriera de la
farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a
los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre
prefería no alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado
abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las
monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el
hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió:
«Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido
dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa
equivocación».
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le
habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el
artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos;
había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros
a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su
jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de
Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con
grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al
patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al
baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba,
dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que,
en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue
imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de
imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas
semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el
cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila;
siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas
historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda,
incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no los
advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era
ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse
a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído
novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa
esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una
de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del
muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los
días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera
de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red
de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de
contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía
término –salvo que el diario, una mañana trajera la noticia de la muerte de
Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces
esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de
entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la
rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o
tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo;
esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de
alguna mujer, ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no
concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de
sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba
en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico
dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin
recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas.
Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está
hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día,
se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el
perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el
fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez
hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en
un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese
trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.
Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con
indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una
injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto,
joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa
noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron
antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario
de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber,
Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto,
y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las
penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo,
donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas
tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha
de inextricables pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo
igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villari entraban con
revólveres en la pieza o lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los
tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban
tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el
revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón
guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma
lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño el ataque se repetía y
en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el
ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del
cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños del
temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los
ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un
desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran
y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para
despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro
sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o
–y esto es quizá lo más verosímil– para que los asesinos fueran un sueño, como
ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.
.........................................................
El Hombre en el Umbral
Bioy Casares trajo de Londres un
curioso puñal de hoja triangular y empuñadura en forma de H; nuestro amigo
Christopher Dewey, del Concejo Británico, dijo que tales armas eran de uso
común en el Indostán. Ese dictamen lo alentó a mencionar que había trabajado en
aquel país, entre las dos guerras. (Ultra Auroram et Gangen, recuerdo que dijo en
latín, equivocando un verso de Juvenal.) De las historias que esa noche contó,
me atrevo a reconstruir la que sigue. Mi texto será fiel: líbreme Alá de la
tentación de añadir breves rasgos circunstanciales o de agravar, con
interpolaciones de Kipling, el cariz exótico del relato. Este, por lo demás,
tiene un antiguo y simple sabor que sería una lástima perder, acaso el de las
Mil y una noches.
«La exacta geografía de los hechos que voy a referir importa muy poco. Además,
¿qué precisión guardan en Buenos Aires los nombres de Amritsar o de Udh?
Básteme, pues, decir que en aquellos años hubo disturbios en una ciudad
musulmana y que el gobierno central envió a un hombre fuerte para imponer el
orden. Ese hombre era escocés, de un ilustre clan de guerreros, y en la sangre
llevaba una tradición de violencia. Una sola vez lo vieron mis ojos, pero no
olvidaré el cabello muy negro, los pómulos salientes, la ávida nariz y la boca,
los anchos hombros, la fuerte osatura de viking. David Alexander Glencairn se
llamará esta noche en mi historia; los dos nombres convienen, porque fueron de
reyes que gobernaron con un cetro de hierro. David Alexander Glencairn (me
tendré que habituar a llamarlo así) era, lo sospecho, un hombre temido; el mero
anuncio de su advenimiento bastó para apaciguar la ciudad. Ello no impidió que
decretara diversas medidas enérgicas. Unos años pasaron. La ciudad y el
distrito estaban en paz: sikhs y musulmanes habían depuesto las antiguas
discordias y de pronto Glencairn desapareció. Naturalmente, no faltaron rumores
de que lo habían secuestrado o matado.
Estas cosas las supe por mi jefe, porque la censura era rígida y los diarios no
comentaron (ni siquiera registraron, que yo recuerde) la desaparición de
Glencairn. Un refrán dice que la India es más grande que el mundo; Glencairn,
tal vez omnipotente en la ciudad que una firma al pie de un decreto le destinó,
era una mera cifra en los engranajes de la administración del Imperio. Las
pesquisas de la policía local fueron del todo vanas; mi jefe pensó que un
particular podría infundir menos recelo y alcanzar mejor éxito. Tres o cuatro
días después (las distancias en la India son generosas) yo fatigaba sin mayor
esperanza las calles de la opaca ciudad que había escamoteado a un hombre.
Sentí, casi inmediatamente, la infinita presencia de una conjuración para
ocultar la suerte de Glencairn. No hay un alma en esta ciudad (pude sospechar)
que no sepa el secreto y que no haya jurado guardarlo. Los más, interrogados,
profesaban una ilimitada ignorancia; no sabían quién era Glencairn, no lo
habían visto nunca, jamás oyeron hablar de él. Otros, en cambio, lo habían
divisado hace un cuarto de hora hablando con Fulano de Tal, y hasta me
acompañaban a la casa en que entraron los dos, y en la que nada sabían de ellos,
o que acababan de dejar en ese momento. A alguno de esos mentirosos precisos le
di con el puño en la cara. Los testigos aprobaron mi desahogo, y fabricaron
otras mentiras. No las creí, pero no me atreví a desoírlas. Una tarde me
dejaron un sobre con una tira de papel en la que había unas señas...
El sol había declinado cuando llegué. El barrio era popular y humilde; la casa
era muy baja; desde la acera entreví una sucesión de patios de tierra y hacia
el fondo una claridad. En el último patio se celebraba no sé qué fiesta
musulmana; un ciego entró con un laúd de madera rojiza.
A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy
viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años
lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de
los hombres a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así me pareció, y el
turbante que le rodeaba la cabeza era un jirón más. En el crepúsculo alzó hacia
mí una cara oscura y una barba muy blanca. Le hablé sin preámbulos, porque ya
había perdido toda esperanza, de David Alexander Glencairn. No me entendió (tal
vez no me oyó) y hube de explicar que era un juez y que yo lo buscaba. Sentí,
al decir estas palabras, lo irrisorio de interrogar a aquel hombre antiguo,
para quien el presente era apenas un indefinido rumor. Nuevas de la Rebelión o
de Akbar podría dar este hombre (pensé) pero no de Glencairn. Lo que me dijo
confirmó esta sospecha.
–¡Un juez! –artículo con débil asombro–. Un juez que se ha perdido y lo buscan.
El hecho aconteció cuando yo era niño. No sé de fechas, pero no había muerto
aún Nikal Seyn (Nicholson) ante la muralla de Delhi. El tiempo que se fue queda
en la memoria; sin duda soy capaz de recuperar lo que entonces pasó. Dios había
permitido, en su cólera, que la gente se corrompiera; llenas de maldición
estaban las bocas y de engaños y fraude. Sin embargo, no todos eran perversos,
y cuando se pregonó que la reina iba a mandar un hombre que ejecutaría en este
país la ley de Inglaterra, los menos malos se alegraron, porque sintieron que
la ley es mejor que el desorden. Llegó el cristiano y no tardó en prevaricar y
oprimir, en paliar delitos abominables y en vender decisiones. No lo culpamos,
al principio; la justicia inglesa que administraba no era conocida de nadie y
los aparentes atropellos del nuevo juez correspondían acaso a válidas y arcanas
razones. Todo tendrá justificación en su libro, queríamos pensar, pero su
afinidad con todos los malos jueces del mundo era demasiado notoria, y al fin
hubimos de admitir que era simplemente un malvado. Llegó a ser un tirano y la
pobre gente (para vengarse de la errónea esperanza que alguna vez pusieron en
él) dio en jugar con la idea de secuestrarlo y someterlo a juicio. Hablar no
basta; de los designios tuvieron que pasar a las obras. Nadie, quizá, fuera de
los muy simples o los muy jóvenes, creyó qué ese propósito temerario podría
llevarse a cabo, pero miles de sikhs y de musulmanes cumplieron su palabra y un
día ejecutaron, incrédulos, lo que a cada uno de ellos había parecido
imposible. Secuestraron al juez y le dieron por cárcel una alquería en un
apartado arrabal. Después, apalabraron a los sujetos agraviados por él o (en
algún caso) a los huérfanos y a las viudas, porque la espada del verdugo no
había descansado en aquellos años. Por fin –esto fue quizá lo más arduo–
buscaron y nombraron un juez para juzgar al juez.
Aquí lo interrumpieron unas mujeres que entraban en la casa.
Luego prosiguió, lentamente:
–Es fama que no hay generación que no incluya cuatro hombres rectos que
secretamente apuntalan el universo y lo justifican ante el Señor: uno de esos
varones hubiera sido el juez más cabal. ¿Pero dónde encontrarlos, si andan
perdidos por el mundo y anónimos y no se reconocen cuando se ven y ni ellos
mismos saben el alto ministerio que cumplen? Alguien entonces discurrió que si
el destino nos vedaba los sabios, había que buscar a los insensatos. Esta
opinión prevaleció. Alcoranistas, doctores de la ley, sikhs que llevan el
nombre de leones y que adoran a un Dios, hindúes que adoran muchedumbres de
dioses, monjes de Mahavira que enseñan que la forma del universo es la de un
hombre con las piernas abiertas, adoradores del fuego y judíos negros,
integraron el tribunal, pero el último fallo fue encomendado al arbitrio de un
loco.
Aquí lo interrumpieron unas personas que se iban de la fiesta.
–De un loco –repitió– para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y
avergonzara las soberbias humanas. Su nombre se ha perdido o nunca se supo,
pero andaba desnudo por estas calles, o cubierto de harapos, contándose los
dedos con el pulgar y haciendo mofa de los árboles.
Mi buen sentido se rebeló. Dije que entregar a un loco la decisión era
invalidar el proceso.
–El acusado aceptó al juez –fue la contestación–. Acaso comprendió que dado el
peligro que los conjurados corrían si lo dejaban en libertad, sólo de un loco
podía no esperar sentencia de muerte. He oído que se rió cuando le dijeron
quién era el juez. Muchos días y noches duró el proceso, por lo crecido del
número de testigos.
Se calló. Una preocupación lo trabajaba. Por decir algo pregunté cuántos días.
–Por lo menos, diecinueve –replicó. Gente que se iba de la fiesta lo volvió a
interrumpir; el vino está vedado a los musulmanes, pero las caras y las voces
parecían de borrachos. Uno le gritó algo, al pasar.
–Diecinueve días, precisamente –rectificó–. El perro infiel oyó la sentencia, y
el cuchillo se cebó en su garganta.
Hablaba con alegre ferocidad. Con otra voz dio fin a la historia:
–Murió sin miedo; en los más viles hay alguna virtud.
–¿Dónde ocurrió lo que has contado? –le pregunté–. ¿En una alquería?
Por primera vez me miró en los ojos. Luego aclaró con lentitud, midiendo las
palabras:
–Dije que en una alquería le dieron cárcel, no que lo juzgaron ahí. En esta
ciudad lo juzgaron: en una casa como todas, como ésta. Una casa no puede
diferir de otra: lo que importa es saber si está edificada en el infierno o en
el cielo.
Le pregunté por el destino de los conjurados.
–No sé –me dijo con paciencia–. Estas cosas ocurrieron y se olvidaron hace ya
muchos años. Quizá los condenaron los hombres, pero no Dios.
Dicho lo cual, se levantó. Sentí que sus palabras me despedían y que yo había
cesado para él, desde aquel momento. Una turba hecha de hombres y mujeres de
todas las naciones del Punjab se desbordó, rezando y cantando, sobre nosotros y
casi nos barrió: me azoró que de patios tan angostos, que eran poco más que
largos zaguanes, pudiera salir tanta gente. Otros salían de las casas del vecindario;
sin duda habían saltado las tapias... A fuerza de empujones e imprecaciones me
abrí camino. En el último patio me crucé con un hombre desnudo, coronado de
flores, amarillas, a quien todos besaban y agasajaban, y con una espada en la
mano: La espada estaba sucia, porque había dado muerte a Glencairn, cuyo
cadáver mutilado encontré en las caballerizas del fondo.»
...........................................
El Aleph
O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite
space.
Hamlet, II, 2
But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present.
Time, a Nunc–stans (ast the Schools call it); which neither they, nor any else
understand, no more than they would a Hic–stans for an Infinite greatnesse of
Place.
Leviathan, IV, 46
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una
imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al
miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían
renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues
comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese
cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo, pero yo no,
pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había
exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero
también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños;
visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos
Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez
ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de
nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo,
de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la
primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto
Alessandri; Beatriz, poco después del di¬vorcio, en un almuerzo del Club
Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino;
Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de
tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría obligado, como
otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros
cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después,
que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de
abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme
unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un
rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a
comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934,
aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad
me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos,
recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el
oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis;
Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé
qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es
autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las
noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de
distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en
él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo
insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene
(como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses
padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria
intachable. «Es el Príncipe de los poetas de Francia», repetía con fatuidad.
«En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de
tus saetas.»
El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del
país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de
unas copas, una vindicación del hombre moderno.
–Lo evoco– dijo con una animación algo inexplicable– en su gabinete de estudio,
como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos,
de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos,
de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de
boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro
siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas,
ahora, convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición,
que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las
escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y
otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o
simplemente Canto–Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años,
sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos
que se llaman el trabajo y la soledad. Primero, abría las compuertas a la
imaginación; luego, hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra;
tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la
pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del
escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de
la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
–Estrofa a todas luces interesante –dictaminó–. El primer verso granjea el
aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los
eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de
Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante
edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento
cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el
tercero –¿barroquismo, decadentismo; culto depurado y fanático de la forma?¬–
consta, de dos hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente bilingüe, me
asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadado
envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me
permite, ¡sin pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas
que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la
segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos
depararan los ocios de la pluma del saboyano... Comprendo una vez más que el
arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la
palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su
comentario profuso. Nada memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho
peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la
resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores.
Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la
invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese
ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros. La dicción
oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces,
trasmitir esa extravagancia al poema.[1]
Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil
dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton
registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar
y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero
limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino.
Este se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941, ya había
despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del
curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de
comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de
Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de
baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos
laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes
alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa
Sepan. A manderecha del poste rutinario
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta –¿Color? Blanquiceleste–
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
–Dos audacias –grító con exultación–, rescatadas, te oigo mascullar, por el
éxito. Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente,
denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y
agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se
atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se
aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que
apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo
demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima
charla con el lector; se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en
la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo,
blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor
importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado
sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el
volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera
vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, «para tomar juntos
la leche, en el contiguo salónbar que el progresismo de Zunino y de Zungri –los
propietarios de mi casa, recordarás– inaugura en la esquina; confitería que te
importará conocer». Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil
encontrar mesa; el «salónbar», inexorablemente moderno, era apenas un poco
menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público
mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos
Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz
(que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad
–Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más
encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según
un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado,
ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era
bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas,
prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a
los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, «que no
disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y
ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los
otros el sitio de un tesoro». Acto continuo censuró la prologomanía, «de la que
ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios».
Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo
vistoso., el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó
que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la
singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su
pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con
admiración rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido
el prestigio logrado en todos los círculos por Alvaro Melián Lafinur, hombre de
letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar
el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos
méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, «porque ese
dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle
que no confirme la severa verdad». Agregó que Beatriz siempre se había
distraído con Alvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría
el lunes con Alvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda
reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que
las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía
comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije,
entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo,
describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo
de Irígoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a)
hablar con Alvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese
eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que
parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos;
b) no hablar con Alvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me
indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de
Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas
de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió –salvo el
rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una
delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me
habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y
con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar
su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
–¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay!
–repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años,
todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba
de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese
delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri
persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los
demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil
nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una
seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto.
Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana,
impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para
terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano
había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen
todos los puntos.
–Está en el sótano del comedor –explicó, aligerada su dicción por la angustia–.
Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La
escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero
alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un
baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la
escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
–¿El Aleph? –repetí.
–Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos
desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño
no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre
burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código
en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
–Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
–La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la
tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas,
todos los veneros de luz.
–Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un
hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes
insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos
Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo
suelo repetirlo) era una mujer, una niña, de una clarividencia casi implacable,
pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas
crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de
Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos
habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El
niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón
sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el
gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una
desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
–Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz
perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con seque¬dad; comprendí que no era capaz de
otro pensa¬miento que de la perdición del Aleph.
–Una copita del seudo coñac –ordenó– y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el
decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad,
cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos
en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te
quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves
el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo
proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó
–Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja;
muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más
ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el
baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas
de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en
un sitio preciso.
–La almohada es humildosa –explicó–,pero si la levanto un solo centímetro, no
verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repan¬tiga en el suelo
ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la
trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme
total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco,
luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo
terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para
no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que
traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los
ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación
de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone
un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el
infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?
Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la
divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros;
Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un
tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano
rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.)
Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero
este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el
problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un
conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos
deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan
el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos
fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo,
sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera
tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos
espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres
centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi
el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en
el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi
interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos
los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle
Soler las mismas baldosas que hace treinta años, vi en el zaguán de una casa en
Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi
convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en
Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo
cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda,
donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera
versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de
cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen
cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y
el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color
de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar
un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de
crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada
osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas
postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras
oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos,
bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi
un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar)
cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos
Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo
que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura
sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph,
desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el
Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí
vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural,
cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el
inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
–Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman –dijo una voz
aborrecida y jovial–. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo
esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca
penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
–Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
–¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado,
nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su
sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la
perniciosa metrópoli, que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con
suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que
el campo y la serenidad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron
familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de
sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver.
Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.
Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del
inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la
longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de «trozos
argentinos». Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el
Segundo Premio Nacional de Literatura.[2[ El
primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti;
increíblemente, mi obra Los naipes del tahur no logró un solo voto. ¡Una vez
más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no
consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su
afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar
los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra,
sobre su nombre. Este, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto
de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual.
Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad;
también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la
tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del
superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en
los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió
Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen
todos los puntos, en alguno de los textos innumerables, que el Aleph de su casa
le reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph,
yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de
cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una
biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que
atribuye el Oriente a Iskandar Zu alKarnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia.
En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artifícios
congéneres –la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad
encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata
pudo examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el
primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal
de Merlín, «redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio» (The Faerie
Queene, 111, 2, 19)–, y añade estas curiosas palabras: «Pero los anteriores
(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles
que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo
está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio
central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la
superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita
data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones
anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por
nómadas, es indispensable, el concurso de forasteros para todo lo que sea
albañilería».
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las
cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy
falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de
Beatriz.
A Estela Canto.
-----
[1] Recuerdo,
sin embargo, estas líneas de una sátira que fustigó con rigor a los malos
poetas:Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudición; estotro le da pompas y galas.
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron, cuidados, el factor HERMOSURA!
Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo
disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.
[2] «Recibí
tu apenada congratulación», me escribió. «Bufas, mi lamentable amigo, de
envidia, pero confesarás –¡aunque te ahogue!– que esta vez pude coronar mi
bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más califa de los
rubíes.»
.......................................
La Intrusa
2 Reyes, I, 26
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el
menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de
muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón.
Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche
perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe.
Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La
segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las
pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque
en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de
los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la
tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor
recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada
Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió
nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La
azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya
no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio
de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los
Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en
catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo
rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena
rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la
sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es
imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la
policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no
llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos,
cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo
cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe
ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava.
Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse
con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta
entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando
Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una
sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la
lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y
el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana
era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara para que se
sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las
mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por
no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había
levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se
emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la
mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con
alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián
atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores
pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a
Eduardo:
–Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la
querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no
sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana,
que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida
unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas
semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el
nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban,
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo
que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin
saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se
decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero
los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo
felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo
lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no
la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y
se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar
una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la
crucecita que le había dejado su madre. Sin explicar nada la subieron a la
carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los
caminos estaban muy pesados y serían las tres de la mañana cuando llegaron a
Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho;
Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era
una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de
hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas
casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada
cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes
de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue
a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo.
Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
–De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a
mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La
Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos
habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el
cariño entre los Nilsen era muy grande –quién sabe qué rigores y qué peligros
habían compartido!– y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los
domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén,
vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
–Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo. Ya los cargué;
aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al sur; tomaron por el Camino de las
Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin
apuro:
–A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.
...................................................
Epílogo (de El Aleph)
Fuera
de Emma Zunz (cuyo argumento espléndido, tan superior a su ejecución temerosa,
me fue dado por Cecilia Ingenieros) y de la Historia del guerrero y de la
cautiva que se propone interpretar dos hechos fidedignos, las piezas de este
libro corresponden al género fantástico. De todas ellas, la primera es la más
trabajada; su tema es el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres. A
ese bosquejo de una ética para inmortales, lo sigue El muerto; Azevedo
Bandeira, en ese relato, es un hombre de Rivera o de Cerro Largo y es también
una tosca divinidad, una versión mulata y cimarrona del incomparable Sunday de
Chesterton. (El capitulo XXIX del Decline and Fall of the Roman Empire narra un
destino parecido al de Otálora, pero harto más grandioso y más increíble.) De
Los teólogos basta escribir que son un sueño, un sueño más bien melancólico,
sobre la identidad personal; de la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, que es una
glosa al Martín Fierro. A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La casa de
Asterión y el carácter del pobre protagonista. La otra muerte es una fantasía
sobre el tiempo, que urdí a la luz de unas razones de Pier Damiani. En la
última guerra nadie pudo anhelar más que yo que fuera derrotada Alemania; nadie
pudo sentir más que yo lo trágico del destino alemán; Deutsches Requiem quiere
entender ese destino, que no supieron llorar, ni siquiera sospechar, nuestros
«germanófilos», que nada saben de Alemania. La escritura del dios ha sido
generosamente juzgada; el jaguar me obligó a poner en boca de un «mago de la
pirámide de Qaholon», argumentos de cabalista o de teólogo. En El Zahir y El Aleph
creo notar algún influjo del cuento The Crystal Egg (1899) de Wells.
J. L. Borges
Buenos Aires, 3 de mayo de 1949.
Posdata de 1952. Cuatro piezas he incorporado a esta reedición. Abenjacán el
Bojarí, muerto en su laberinto no es (me aseguran) memorable a pesar de su
título tremebundo. Una suerte de Los dos reyes y los dos laberintos que los
copistas intercalaron en las 1001 Noches y que omitió el prudente Galland. De
La Espera diré que la sugirió una crónica policial que Alfredo Doblas me leyó,
hará diez años, mientras clasificábamos libros según el manual del Instituto
Bibliográfico de Bruselas, código del que todo he olvidado, salvo que a Dios le
corresponde la cifra 231. El sujeto de la crónica era turco; lo hice italiano
para intuirlo con más facilidad. La momentánea y repetida visión de un hondo
conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me deparó
la historia que se titula El hombre en el umbral; la situé en la India para que
su inverosimilitud fuera tolerable.
J. L. B.
........................................................................
........................................................................
"Ficciones"
Prólogo (de El jardín de senderos
que se bifurcan)
Las ocho piezas de este libro no
requieren mayor elucidación. La octava (El jardín de senderos que se bifurcan)
es policial; sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares
de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece,
hasta el último párrafo. Las otras son fantásticas; una –La lotería en
Babilonia– no es del todo inocente de simbolismo. No soy el primer autor de
la narración La biblioteca de Babel; los curiosos de su historia y
de su prehistoria pueden interrogar cierta página del número 59 de Sur,
que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y de Lasswitz, de Lewis
Carroll y de Aristóteles. En Las ruinas circulares todo es
irreal: en Pierre Menard autor del «Quijote» lo es el destino
que su protagonista se impone. La nómina de escritos que le atribuyo no es
demasiado divertida pero no es arbitraria; es un diagrama de su historia
mental...
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar
en quinientas páginas una idea. cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un
resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus;
así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de
ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más
inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros
imaginarios. Éstas son Tlön, Uqbar; Orbis Tertius; el Examen
de la obra de Herbert Quain; El acercamiento a Almotásim, La
última es de 1935; he leído hace poco The Sarred Fount (1901),
cuyo argumento general es tal vez análogo. El narrador, en la delicada novela
de James, indaga si en B influyen A o C; en El acercamiento a Almotásim,
presiente o adivina a través de B la remotísima existencia de la Z, quien B no
conoce.
J. L. Borges
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
Debo a la conjunción de un espejo y de
una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de
un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia
falazmente se llama The Anglo–American Cyclopaedia (New York, 1917) y es una
reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de
1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado
conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una
novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e
incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores
—a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el
fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta
noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso.
Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había
declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el
número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me
contestó que The Anglo–American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre
Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa
obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre
Upsala; en las primeras del XLVIl, con uno sobre Ural–Altaic lenguajes(xxx),
pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del
índice. Agotó en vano todas las (xxx) lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar,
Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del
Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país
indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la
modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los
atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la
vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No
constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada
en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque—tal
vez—literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are
abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el
visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y
la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo
multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver
ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los
escrupulosos índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con
plenitud el nombre de Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo–American
Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética
(Tor–Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de
921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no
previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética.
Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos
(según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia
Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez
el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono
general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo,
descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce
nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres—Jorasán,
Armenia, Erzerum—, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres
históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una
metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos
puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región.
Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa
definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los
caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica
(página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo
trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus
obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y
literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de
Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se
referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Miejnas y
de Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado
hasta ahora, aunque el tercero —Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar,
1874—figura en los catálogos de librería de Bernard Quarirch. (1) El primero,
Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen uber das Land Ukkbar in KleinAsien, data
de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andrea. El hecho es significativo; un
par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey
(Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a
principios del siglo xvii describió la imaginaria comunidad de la Rosa Cruz—que
otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos,
anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie
había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy
tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo
había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano
los negros y dorados lomos de la Anglo–American Cyclopaedia... Entró e
interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.
II
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los
ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas
madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de
irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era
entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja.
Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar
(juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi
padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades
inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el
diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían
batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con
un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables
del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que
doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué
tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó
que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul.
Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa
región... Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de
la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gancho) y
nada más se dijo —Dios me perdone—de funciones duodecimales. En setiembre de
1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un
aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y
certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde—meses
después—lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero
que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar
y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las
Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el
agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa
tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas.
En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula
repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. Xl. Hlaer to Jangr. No había
indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de
seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con
esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un
tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país;
ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las
manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta
desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus
mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus
minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su
controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin
visible propósito doctrinal o tono paródico.
En el "onceno tomo" de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y
precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado
que existen esos aláteres; Ezequiel Martinez Estrada y Drieu La Rochelle han
refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las
pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las
bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas
fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la
obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem.
Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar.
Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron
a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor—de un
infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia—ha sido descartada
unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad
secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas,
de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras...
dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas
disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de
subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto
que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó
que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora
se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas,
siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones
aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen
los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las
revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la
topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de
sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me
atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor
réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en
su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta
son—congénitamente—idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje
—la religión, las letras, la metafísica—presuponen el idealismo. El mundo para
ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de
actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en
la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas
"actuales" y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por
sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay
palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en
español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang
axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero–fluir
luneció. (Xul Solar
traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming
itmooned.)
Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio
austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en
el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo
monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice
luna: se dice aéreo–claro sobre oscuro–redondo o anaranjado–tenue–del cielo o
cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde
a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este
hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos
ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas.
Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos
términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el
remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho
del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación
de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de
segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas
abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una
sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el
autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace,
paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio
boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas —y otros
muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola
disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que
los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos
mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el
tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la
extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del
primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo —que es un
sinónimo perfecto del cosmos—. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo
espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y
después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo
la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un
hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del
sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental
es irreductible: el mero hecho de nombrarlo—id est, de clasificarlo—importa un
falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön—ni siquiera
razonamientos.
La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las
filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio
boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una
Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas
increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los
metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el
asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica.
Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos
del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase "todos los
aspectos" es rechazable, porque supone la imposible adición del instante
presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural "los
pretéritos", porque supone otra operación imposible... Una de las escuelas
de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el
futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene
realidad sino como recuerdo presente. Otra escuela declara que ha transcurrido
ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo
crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra,
que la historia del universo—y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de
nuestras vidas—es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse
con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las
que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada
trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en
otro lado y que así cada hombre es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el
materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que
fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de
esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo ideó el sofisma de las
nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las
aporías eleáticas. De ese "razonamiento especioso" hay muchas
versiones que igualan el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la
más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El
jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la
lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El
viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El
heresiarca quería deducir de esa historia la realidad—id est la continuidad—de
las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las
monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la
tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico
pensar que han existido—siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a
los hombres—en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la
entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a
negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal,
basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el
uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que
comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las
nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo
(hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico.
Denunciaron la pérfida circunstancia que presupone lo que se trata de
demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes.
Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie
de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve
sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería
ridículo—interrogaron—pretender que ese dolor, es el mismo? Dijeron que al
heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina
categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y
otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que
admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de
enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de
tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma
que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del
universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z.
Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra
dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras... El
Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria
total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la
segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la
tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el
apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el
primer volumen de Parerga und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la
táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La
base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría
desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las
formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números
indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que
nuestros matemáticos simbolizan por > y por <. Afirman que la
operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en
definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad
logran un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de
ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del
conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único.
Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha
establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y
es anónimo. La critica suele inventar autores: elige dos obras disimiles —el
Tao Te King y las 1001 Noches, digamos—, las atribuye a un mismo escritor y
luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de
leltres...
También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con
todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica
invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra
de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado
incompleto.
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es
infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos
perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada;
la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su
expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma
desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hronir fueron hijos casuales
de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente
apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos
fueron estériles. El modus operandi, sin embargo, merece recordación. El
director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el
antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a
quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la
excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese
primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de
trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda
herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se
repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el
cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los
discípulos exhumaron—o produjeron—una máscara de oro, una espada arcaica, dos o
tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una
inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la
improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la
busca... Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se
prefieren los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica
elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a
los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora
no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir
de segundo y de tercer grado—los hrönir derivados de otro hrön, los
hrönir derivados del hrön de un hrön—exageran las aberraciones del inicial; los
de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en
los de undécimo hay una pureza de lineas que los originales no tienen. El
proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más
extraño y más raro que todo hrön es a veces el ur, la cosa producida por
sugestión, el objeto producido por la esperanza. La gran máscara de oro que he
mencionado es un ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tön; propenden asimismo a borrarse y a perder los
detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que
perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A
veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.
Salto Oriental, 1940.
POSDATA DE 1947. Reproduzco el articulo anterior tal como apareció en la
Antología de la literatura fantástica, 1940 sin otra escisión que algunas
metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han
ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré a recordarlas.
En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Guanar Erflord en un
libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre teñía el sello postal
de Ouro Preto, la carta comentaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto
corrobora las hipótesis de Martinez Estrada. A principios del siglo xvII, en
una noche de Lucema o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad
secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a Dalgamo y después a George
Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban
los "estudios herméticos", la filantropía y la cábala. De esa primera
época data el curioso libro de Andrea. Al cabo de unos años de conciliábulos y
de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para
articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban
eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición
hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida
fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los
afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar
con algún desdén—y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América
es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca
idea añade otra, hija de su nihilismo: la de guardar en el silencio la empresa
enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyciopaedia Britannica;
Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus
cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y
por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición:
"La obra no pactará con el impostor Jesucristo. Buckley descree de Dios,
pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces
de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la
sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de
la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes
que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base
de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas
de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius
y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de
Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo
parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los
hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo
sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle
Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de
Fancigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto
fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas
inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar.
Entre ellas—con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido—latía misteriosamente
una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte
magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían
a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo
fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera
testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después en la pulpería de un
brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant Anna. Una
creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa
rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una
pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó
dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos
inextricables con rachas de milongas —más bien con rachas de una sola milonga.
Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío
insistente... A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La
aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se
le habían caído del arador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente,
del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre
apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos:
recuerdo que su peso era intolerable y que después de dejar el cono, la
opresión perduró. También recuerdo el circulo preciso que me grabó en la carne.
Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión
desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río
correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del
muerto, salvo que venía de la "frontera". Esos conos pequeños y muy
pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la
divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la
memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores.
Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de
palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un
investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una
biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de
Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo
consintieron los directores del todavía nebuloso Orbis Tertius. Es verosímil lo
segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la
multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de
Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir
un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación
de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan... El hecho es
que la prensa internacional voceó infinitamente el "hallazgo".
Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas
y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen
abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un
punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier
simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el jansenismo, el
nazismo—para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa
y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad
también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas
—traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un
laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a
que lo descifren los hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su
rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas,
no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), «idioma
primitivo" de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de
episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las
memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con
certidumbre— ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la
farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas
aguardan también su avatar... Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado
la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí
a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de
Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El
mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del
hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la
imprenta) del Um Bunal de Browne.
(1) Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.
.............................................
El Acercamiento a Almotásim
Philip Guedalla escribe que la novela
The approach to Al–Mu'tasim del abogado Mir Bahadur Alí, de Bombay, «es una
combinación algo incómoda (a rather uncomfortable combination) de esos poemas
alegóricos del Islam que raras veces dejan de interesar a su traductor y de
aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y
perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de
Brighton». Antes, Mr. Cecil Roberts había denunciado en el libro de Bahadur «la
doble, inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo XII,
Ferid Eddin Attar» –tranquila observación que Guedalla repite sin novedad, pero
en un dialecto colérico–. Esencialmente, ambos escritores concuerdan: los dos
indican el mecanismo policial de la obra, y su undercurrent místico. Esa
hibridación puede movernos a imaginar algún parecido con Chesterton; ya
comprobaremos que no hay tal cosa.
La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de
1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que
se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City:
En pocos meses, el público agotó cuatro impresiones de mil ejemplares cada una.
La Bombay Quarterly Review, la Bombay Gazette, la Calcutta Review, la Hindustan
Review (de Alahabad) y el Calcutta Englishman, dispensaron su ditirambo.
Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que tituló The conversation with
the man called Al–Mu'tasim y que subtituló hermosamente: A game with shifting
mimorrs (Un juego con espejos que se desplazan). Esa edición es la que acaba de
reproducir en Londres Victor Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con
omisión –quizá misericordiosa– de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he
logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza
un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de
1932 y la de 1934.
Antes de examinarla –y de discutirla– conviene que yo indique rápidamente el
curso general de la obra. Su protagonista visible –no se nos dice nunca su
nombre– es estudiante de derecho en Bombay. Blasfematoriamente, descree de la
fe islámica de sus padres, pero al declinar la décima noche de la luna de
muharram, se halla en el centro de un tumulto civil entre musulmanes e hindúes.
Es noche de tambores e invocaciones: entre la muchedumbre adversa, los grandes
palios de papel de la procesión musulmana se abren camino. Un ladrillo hindú
vuela de una azotea; alguien hunde un puñal en un vientre; alguien ¿musulmán,
hindú? muere y es pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra revólver,
obscenidad contra imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito,
el estudiante librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata
(o piensa haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la
policía del Sirkar interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante,
casi bajo las patas de los caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos
vías ferroviarias, o dos veces la misma vía. Escala el muro de un desordenado
jardín, con una torre circular en el fondo. Una chusma de perros color de luna
(a lean and evil mob of mooncoloured hounds) emerge de los rosales negros.
Acosado, busca amparo en la torre. Sube por una escalera de fierro –faltan
algunos tramos– y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro, da
con un hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz
de la luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro
de los cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras
cosas viles y menciona que hace catorce noches que no se purifica con bosta de
búfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat,
«comedores de perros y de lagartos, hombres al cabo tan infames como nosotros
dos». Está clareando: en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos. El
estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto,
ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de
Trichinópoli y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche
anterior, el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha
mostrado capaz de matar un idólatra, pero no de saber con certidumbre si el
musulmán tiene más razón que el idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el
de una malka–sansi (mujer de casta de ladrones) de Palanpur, muy preferida por
las imprecaciones y el odio del despojador de cadáveres. Arguye que el rencor
de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio. Resuelve –sin mayor
esperanza– buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo camino. Así
acaba el segundo capítulo de la obra.
Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una
vertiginosa pululación de dramatis personae –para no hablar de una biografía
que parece agotar los movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta
la especulación matemática) y de la peregrinación que comprende la vasta
geografía del Indostán–. La historia comenzada en Bombay sigue en las tierras
bajas de Palanpur, se demora una tarde y una noche en la puerta de piedra de
Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un albañal de Benarés,
conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el hedor
pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar
desde una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón
en el estado de Travancor, vacila v mata en Indaptir y cierra su órbita de
leguas y de años en el mismo Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros
color de luna. El argumento es éste: Un hombre, el estudiante incrédulo y
fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a
ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe –con el milagroso
espanto de Robinsón ante la huella de un pie humano en la arena–– percibe
alguna mitigación de esa infamia: tina ternura, una exaltación, un silencio, en
uno de los hombres aborrecibles. «Fue como si hubiera terciado en el diálogo un
interlocutor más complejo.» Sabe que el hombre vil que está conversando con él
es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste tia reflejado a un
amigo, o arraigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción
misteriosa: En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa
claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa
claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.
Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de un alma a través de
los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue
rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y
crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres
interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor,
pero se entiende que son meros espejos. El tecnicismo matemático es aplicable:
la cargada novela de Bahadur es una progresión ascendente, cuyo término final
es el presentido «hombre que se llama Almotásim». El inmediato antecesor de
Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que precede a
ese librero es un santo... Al cabo de los años, el estudiante llega a una
galería «en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y
atrás un resplandor». El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta
por Almotásim. Una voz de hombre –la increíble voz de Almotásim– lo insta a
pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela
concluye.
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al
escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el
héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma.
Bahadur satisface la primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea con otras
palabras: el inaudito y no mirado Almotásim debería dejarnos la impresión de un
carácter real, no de un desorden de superlativos insípidos. En la versión de
1932, las notas sobrenaturales ralean: «el hombre llamado Almotásim» tiene su
algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos, personales.
Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró. En la versión de
1934 –la que tengo a la vista– la novela decae en alegoría: Almotásim es
emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los
progresos del alma en el ascenso místico. Hay pormenores afligentes: un judío
negro de Kochín que habla de Almotásim, dice que su piel es oscura; un
cristiano lo describe sobre una torre con los brazos abiertos; un lama rojo lo
recuerda sentado «como esa imagen de manteca de yak que yo modelé y adoré en el
monasterio de Tashilhunpo». Esas declaraciones quieren insinuar un Dios
unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco
estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que
también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien
superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin –o mejor, el
Sinfín– del Tiempo, o en forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo
Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendró ocho varones y ocho
mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante un espacio de ocho años, de
ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente «El buscador de
amparo». En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación
fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de
encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré.
Mir Bahadur Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones
del arte: la de ser un genio.
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro.
Hay rasgos muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve
en la que se presiente que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate los
sofismas del otro, «para no tener razón de un modo triunfal».
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo: ya que a
nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los
repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odisea
homérica, siguen escuchando –nunca sabré por qué– la atolondrada admiración de
la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado Coloquio de los pájaros
de Farid ud–din Attar, conocen el no menos misterioso aplauso de Londres, y aun
de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan. Algún inquisidor ha
enumerado ciertas analogías de la primera escena de la novela con el relato de
Kipling On the City Vallxxx,; Bahadur las admite, pero alega que sería muy
anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran...
Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría
The Faërie Queene, en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana
–como lo hace notar una censura de Richard William Church (Spenser, 1879). Yo,
con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: el cabalista de
Jerusalén, Isaac Luria, que en el siglo xvi propaló que el alma de un
antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para confortarlo
o instruirlo. Ibbürxxx se llama esa variedad de la metempsicosis. [1]
-----
[1] En
el decurso de esta noticia, me he referido al Mantiq al–Tayr (Coloquio
de los pájaros) del místico persa Farid al–Din Abú Talib Muhámmad ben
lbrahim Attar a quien mataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando
Nishapur fue expoliada. Quizá no huelgue resumir el poema. El remoto rey de los
pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida;
los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el
nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el
Kaf, la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita
aventura; superan siete valles, o mares; el nombre del penúltimo es «Vértigo»;
el último se llama «Aniquilación». Muchos peregrinos desertan; otros perecen.
Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo
contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno
de ellos y todos. (También Plotino–Enéodas,V 8, 4 –declara una extensión
paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible,
está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las
estrellas, y cada estrella es todas las es-trellas y el sol.) El Mantiq
al–Tayr ha sido vertido al francés por Garcín de Tassy; al inglés por Edward
FitzGerald; para esta nota, he consultado el décimo tomo de Las mil y
uno noches de Burton y la monografa The Persion mystics: Attar (1932)
de Margaret Smith.
Los contactos de ese poema con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos.
En el vigésimo capítulo, unas palabras atribuidas por un librero persa a
Almotásim son, quizá, la magnificación de otras que ha dicho el héroe; ésa y
otras ambiguas analogías pueden significar la identidad del buscado y del
buscador; pueden también significar que éste influye en aquél. Otro capítulo
insinúa que Almotásim es el «hindú» que el estudiante cree haber matado.
.......................................................................
Pierre Menard, aAutor del Quijote
A Silvina Ocampo
La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración.
Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por
madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia
«protestante» no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus
deplorables lectores –si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones
y circuncisos–. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese
catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el
mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su
Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que
no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en
cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha
tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de
los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh,
Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón
Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas
maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son sus
palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada
en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo,
no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con
esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que
siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista
La conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de
conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje
común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente
destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de
Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes,
1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando
uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por
rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte
del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole..
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado
con ejemplos de Saint–Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de
1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes)
ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier,
diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,
intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade
(Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d un problème (París, 1917) que discute en orden
cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos
ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como
epígrafe el consejo de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y
renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F.,
marzo de 1921). Menard –recuerdo– declaraba que censurar y alabar son
operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry
(N.R.F., enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el
reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la
amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» –la
locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio– que anualmente publica
esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar
«al mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en
razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o
apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación. [1]
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el
hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Ba– a chelier) la obra visible de
Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la
interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del
hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro
tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte
del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal
afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial
de esta nota. [2]
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento
filológico de Novalis –el que lleva el número 2.005 en la edición de Dresden–
que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es
uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en
la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto,
Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos –decía– para ocasionar
el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la
idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más
interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el
famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al
Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su
vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino «el» Quijote. Inútil
agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se
proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que
coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de
Cervantes.
«Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1934
desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica –el
mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales– no es menos
anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los
filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su
labor y que yo he resuelto perderlas.» En efecto, no queda un solo borrador que
atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el
español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco,
olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de
Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo
bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien
por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano
imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el
menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le
pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote
le pareció menos arduo –por consiguiente, menos interesante– que seguir siendo
Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre
Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo
autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera
sido crear otro personaje –Cervantes– pero también hubiera significado
presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste,
naturalmente, se negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil,
esencialmente –leo en otro lugar de la carta–. Me bastaría ser inmortal para
llevarla a cabo.» ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el
Quijote –todo el Quijote– como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al
hojear el capítulo XXVI –no ensayado nunca por él– reconocí el estilo de
nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos,
la dolorosa y húmida Eco». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro
físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un
español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de
Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a
Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta
precitada ilumina el punto. «El Quijote –aclara Menard– me interesa
profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar
el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this Barden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin
el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia
histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es
innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en
una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después,
he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora.
He cursado asimismo los entremeses, las comedias, La Galatea, las Novelas
ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el
Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido
y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de
un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede
negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de
Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba
componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del
lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir
literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos
leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o
psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto «original» y a
razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales
hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII
era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi
imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de
complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»
A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil
que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones
caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como
«realidad» la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué
españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor
Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay
gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe.
Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la
novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.
No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el
XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que hizo don
Quixote de las armas y las letras». Es sabido que don Quijote (como Quevedo en
el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las
letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se
explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard –hombre contemporáneo de La
Trahison des clercs y de Bertrand Russell– reincida en esas nebulosas
sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica
subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente)
una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de
Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me
atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia
de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el
estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba
contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El
texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es
casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la
ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste,
por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de
lo por venir.
Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa
enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio,
escribe:
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de
lo por venir.
La historia, «madre» de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo
de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino
como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que
juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –«ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir»– son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard
–extranjero al fin– adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que
maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al
principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero
capítulo –cuando no un párrafo o un nombre– de la historia de la filosofía. En
la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote –me dijo Menard–
fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico,
de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una
incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión
que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que
aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de
antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno
un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y
desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No
permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En
vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de
palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros –tenues pero no
indescifrables– de la «previa» escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente,
sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría
exhumar y resucitar esas Troyas...
«Pensar, analizar, inventar –me escribió también– no son actos anómalos, son la
normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de
esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo
estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o
nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que
en el porvenir lo será.»
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte
detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y
de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a
recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du
Centaure a madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa
técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand
Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación
de esos tenues avisos espirituales?
Nîmes, 1939
-----
[1] Madame
Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de ¡aversión literal que
hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san
Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal
obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.
[2} Tuve
también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero
¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la
baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?
[3] Recuerdo
sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos
tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a
caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer
una alegre fogata.
...............................................................................
Las Ruinas
Circulares
And if he left
off dreaming about you.
Through the Looking–Glass, VI
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú
sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el
hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas
que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma
zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto
es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar
(probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se
arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un
tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de
la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que
la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El
forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin
asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no
por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo
propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable
de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron
que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban
su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería
soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la
realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si
alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida
anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y
despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los
leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades
frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza
dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que
era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban
las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a
una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba
lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con
ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la
importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de
vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en
la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar
por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia
creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar
de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos
que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque
dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos
preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias
del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para
siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un
muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían
los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de
los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares,
pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un
día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la
tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado.
Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió
contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta
unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental:
inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves
palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua
vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que
se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque
penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo
que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que
un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo
había desviado al principio y buscó otro método de trabajo Antes de
ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado
el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró
dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese
período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco
de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del
río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre
poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color
granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso
amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor
evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a
corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y
muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y
luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo.
Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el
nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales.
Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal
vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se
incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo
soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra
ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el
Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre
casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido
destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó
a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró
su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula:
no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas
vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le
reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros
iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al
fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el
soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez
instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides
persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio
desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años)
a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le
dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba
cada días las horas dedicadas al sueño. También rehïzo el hombro derecho, acaso
deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había
acontecido. . . En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba:
Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera
y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que
embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre.
Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta
amargura que su hijo estaba listo para nacer—y tal vez impaciente. Esa noche lo
besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río
abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no
supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los
otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la
tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando
que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas
abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía
con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría
de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el
hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos
narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo
despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron
de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no
quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de
todas
las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que
su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y
descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser
la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué
vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha
permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera
por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo,
en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como
un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía
de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches,
después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace
muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas
por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el
incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero
luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus
trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne,
éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con
humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro
estaba soñándolo.
.............................................
La lotería de Babilonia
Como todos los hombres de Babilonia, he
sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el
oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por
este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo; es el
segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere
poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph,
que en las noches sin luna deben obediencia a los de Ghimel. En el crepúsculo
del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados.
Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me
respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los
griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso
del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el
pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber
sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes
análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aún a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una
institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto
y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran
ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la
luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la
lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan
poco en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón.
Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún
asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo
murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente
¿cuestión de siglos, de años? la lotería en Babilonia era un juego de carácter
plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban por
monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos. En
pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra
corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era
elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas «loterías»
fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del
hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes
que fundaron esas loterías venales, comenzaron a perder el dinero. Alguien
ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo
de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos
numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces
cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un
número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los
babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado
un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó.
Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores
que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que
velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las
cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los
perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos
días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De
esa bravata de unos pocos nace el todo poder de la Compañía: su valor
eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los
sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los
días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi
inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera aparición
en la lotería de «elementos no pecuniarios». El éxito fue grande. Instada por
los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia
es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los
números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y
noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no
siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud cundía en los barrios
bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban
de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia
razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente
delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual
en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado
los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que
se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un esclavo
robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la
lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete. Algunos
babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de
ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había
determinado el azar... Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre;
pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de
los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer
término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa
unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.)
En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general.
Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de
Bel, todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que
se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban
su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una
jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un
enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto,
la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada
adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho
–el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B– era la solución
genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero
hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y
astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple
fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente,
los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos,
sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos
terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos
leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas
en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía;
las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un
archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron
murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó
directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un
argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza
doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden
del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo.
Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no
desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos),
funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las
inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el
autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la Compañía. Poco
tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de
explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había
ensayado hasta entonces una teoría general de los juegos. El babilonio es poco
especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza,
su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni
las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que
he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico–matemático. De
alguna de ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una
intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría
que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No
es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de
esa muerte –la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo– no
estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una
considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de
siglos) no entienden sino algunos especialistas; pero que intentaré resumir,
siquiera de modo simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que dicta
la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que
propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden
iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar
la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro
exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas),
otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad
el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican
en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo
infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como
lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice
de admirable manera con los sinuosos números del Azar y con el Arquetipo
Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos... Algún eco deforme de
nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Ello Lampridio, en la Vida
de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las
suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras
de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que
Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales, de
propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Eufrates un
zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro;
otro, que cada siglo se retire (o se añada) un gramo de arena de los
innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la
Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una
docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra
un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi
nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada
declaración he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también,
alguna misteriosa monotonía... Nuestros historiadores, que son los más
perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama
que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque,
naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan
contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un documento
paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un
sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de
los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de
interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.
La Compañía, con modestia divina, elude
toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que
imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan
los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio
que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga
con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta
decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios,
provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya
siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es
puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará
hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que
la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el
grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los
entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha
existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente
afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es
otra cosa que un infinito juego de azares.
Herbert Quain ha muerto en Roscommon;
he comprobado sin asombro que el Suplemento Literario del Times apenas le
depara media columna de piedad necrológica, en la que no hay epíteto laudatorio
que no esté corregido (o seriamente amonestado) por un adverbio. El Spectator,
en su número pertinente, es sin duda menos lacónico y tal vez más cordial, pero
equipara el primer libro de Quain –The God of the Labyrinth– a uno de Mrs.
Agatha Christie y otros a los de Gertrude Stein: evocaciones que nadie juzgará
inevitables y que no hubieran alegrado al difunto. Este, por lo demás, no se
creyó nunca genial; ni siquiera en las noches peripatéticas de conversación
literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas juega
invariablemente a ser monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson... Percibía con
toda lucidez la condición experimental de sus libros: admirables tal vez por lo
novedoso y por cierta lacónica probidad, pero no por las virtudes de la pasión.
«Soy como las odas de Cowley», me escribió desde Longford el 6 de marzo de
1939. «No pertenezco al arte, sino a la mera historia del arte». No había, para
él, disciplina inferior a la historia.
He repetido una modestia de Herbert Quain; naturalmente, esa modestia no agota
su pensamiento. Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las
obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo XVI
(recordemos el Viaje del Paraíso, recordemos el destino de Shakespeare) no
compartía esa desconsolada opinión. Herbert Quain, tampoco. Le parecía que la
buena literatura es harto común y que apenas hay diálogo callejero que no la
logre. También le parecía que el hecho estético no puede prescindir de algún
elemento de asombro y que asombrarse de memoria es difícil. Deploraba con
sonriente sinceridad «la servil y obstinada, conservación» de libros
pretéritos... Ignoro si su vaga teoría es justificable; sé que sus libros
anhelan demasiado el asombro.
Deploro haber prestado a una dama, irreversiblemente, el primero que publicó.
He declarado que se trata de una novela policial: The God of the Labyrinth;
puedo agregar que el editor la propuso a la venta en los últimos días de
noviembre de 1933. En los primeros de diciembre, las agradables y arduas
involuciones del Siamese Twin Mystery atacaron a Londres y a Nueva York; yo
prefiero atribuir a esa coincidencia ruinosa el fracaso de la novela de nuestro
amigo. También (quiero ser del todo sincero) a su ejecución deficiente y a la
vana y frígida pompa de ciertas descripciones del mar. Al cabo de siete años,
me es imposible recuperar los pormenores de la acción; he aquí su plan; tal
como ahora lo empobrece (tal como ahora lo purifica) mi olvido. Hay un
indescifrable asesinato en las p iniciales, una lenta discusión en las
intermedias, una solución en las últimas. Ya aclarado el enigma, hay un párrafo
largo y retrospectivo que contiene esta frase: «Todos creyeron que el encuentro
de los dos jugadores de ajedrez había sido casual». Esa frase deja entender que
la solución es errónea. El lector, inquieto, revisa los capítulos pertinentes y
descubre otra solución, que es la verdadera. El lector de ese libro singular es
más perspicaz que el detective.
Aún más heterodoxa es la «novela regresiva, ramificada» April March, cuya
tercera (y única) parte es de 1936. Nadie, al juzgar esa novela, se niega a
descubrir que es un juego; es lícito recordar que el autor no la consideró
nunca otra cosa. «Yo reivindico para esa obra –le oí decir– los rasgos
esenciales de todo juego: la simetría, las leyes arbitrarias, el tedio.» Hasta
el nombre es un débil calembour: no significa «Marcha de abril» sino
literalmente «Abril marzo». Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las
doctrinas de Dunne; el prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso mundo de
Bradley, en que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la
herida al golpe (Appearance and reality, 1897, página 215).[1] Los
mundos que propone April March no son regresivos, lo es la manera de historiarlos.
Regresiva y ramificada, como ya dije. Trece capítulos integran la obra. El
primero refiere el ambiguo diálogo de unos desconocidos en un andén. El segundo
refiere los sucesos de la víspera del primero. El tercero, también retrógrado,
refiere los sucesos de otra posible víspera del primero; el cuarto, los de
otra. Cada una de esas tres vísperas (que rigurosamente se excluyen) se
ramifica en otras tres vísperas, de índole muy diversa. La obra total consta,
pues, de nueve novelas; cada novela, de tres largos capítulos. (El primero es
común a todas ellas, naturalmente.) De esas novelas, una es de carácter
simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial; otra, psicológica; otra,
comunista; otra, anticomunista, etcétera. Quizá un esquema ayude a comprender la
estructura.
De esta estructura cabe repetir lo que declaró Schopenhauer de las doce
categorías kantianas: todo lo sacrifica a un furor simétrico. Previsiblemente,
alguno de los nueve relatos es indigno de Quain; el mejor no es el que
originariamente ideó, el x4; es el de naturaleza fantástica, el x 9. Otros
están afectados por bromas lánguidas y por pseudoprecisiones inútiles. Quienes
los leen en orden cronológico (verbigracia: x3, y1, z) pierden el sabor
peculiar del extraño libro. Dos relatos –el x7, el x8– carecen de valor
individual; la yuxtaposición les presta eficacia... No sé si debo recordar que
ya publicado April March, Quain se arrepintió del orden ternario y predijo que
los hombres que lo imitaran optarían por el binario y los demiurgos y los
dioses por el infinito: infinitas historias, infinitamente ramificadas.
Muy diversa, pero retrospectiva también, es la comedia heroica en dos actos The
Secret Mirror. En las obras ya reseñadas, la complejidad formal había
entorpecido la imaginación del autor; aquí, su evolución es más libre. El
primer acto (el más extenso) ocurre en la casa de campo del general Thrale,
C.I.E., cerca de Melton Mowbray. El invisible centro de la trama es miss Ulrica
Thrale, la hija mayor del general. A través de algún diálogo la entrevemos,
amazona y altiva; sospechamos que no suele visitar la literatura; los
periódicos anuncian su compromiso con el duque de Rutland; los periódicos
desmienten el compromiso. La venera un autor dramático, Wilfred Quarles; ella
le ha deparado alguna vez un distraído beso. Los personajes son de vasta
fortuna y de antigua sangre; los afectos, nobles aunque vehementes; el diálogo
parece vacilar entre la mera vanilocuencia de Bulwer–Lytton y los epigramas de
Wilde o de Mr. Philip Guedalla. Hay un ruiseñor y una noche; hay un duelo
secreto en una terraza. (Casi del todo imperceptibles, hay alguna curiosa
contradicción, hay pormenores sórdidos.) Los personajes del primer acto
reaparecen en el segundo –con otros nombres–. El «autor dramático» Wilfred Quarles
es un comisionista de Liverpool; su verdadero nombre, John William Quigley.
Miss Thrale existe; Quigley nunca la ha visto, pero morbosamente colecciona
retratos suyos del Tatler o del Sketch. Quigley es autor del primer acto. La
inverosímil o improbable «casa de campo» es la pensión judeo–irlandesa en que
vive, trasfigurada y magnificada por él... La trama de los actos es paralela,
pero en el segundo todo es ligeramente horrible, todo se posterga o se frustra.
Cuando The secret mirror se estrenó, la crítica pronunció los nombres de Freud
y de Julian Green. La mención del primero me parece del todo injustificada.
La fama divulgó que The Secret Mirror era una comedia freudiana; esa
interpretación propicia (y falaz) determinó su éxito. Desgraciadamente, ya
Quain había cumplido los cuarenta años; estaba aclimatado en el fracaso y no se
resignaba con dulzura a un cambio de régimen. Resolvió desquitarse. A fines de
1939 publicó Statements: acaso el más original de sus libros, sin duda el menos
alabado y el más secreto. Quain solía argumentar que los lectores eran una
especie ya extinta. «No hay europeo –razonaba–que no sea un escritor, en
potencia o en acto.» Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede
ministrar la literatura, la más alta era la invención. Ya que no todos son
capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros. Para
esos «imperfectos escritores», cuyo nombre es legión, Quain redactó los ocho
relatos del libro Statements. Cada uno de ellos prefigura o promete un buen
argumento, voluntariamente frustrado por el autor. Alguno –no el mejor– insinúa
dos argumentos. El lector, distraído por la vanidad, cree haberlos inventado.
Del tercero, The Rose of Yesterday, yo cometí la ingenuidad de extraer Las
ruinas circulares, que es una de las narraciones del libro El jardín de
senderos que se bifurcan.
-----
[1] Ay
de la erudición de Herbert Quain, ay de la página 215 de un libro de 1897. Un
interlocutor del Político, de Platón, ya había descrito una
regresión parecida: la de los Hijos de la Tierra o Autóctonos que, sometidos al
influjo de una rotación inversa del cosmos, pasaron de la vejez a la madurez,
de la madurez a la niñez, de la niñez a la desaparición y la nada También
Teopompo, en su Filípica, habla de ciertas frutas boreales que
originan en quien las come, el mismo proceso retrógrado... Más interesante es
imaginar una inversión del Tiempo: un estado en el que recordáramos el porvenir
e ignoráramos, o apenas presintiéramos, el pasado. Cf. el canto décimo del
Infierno, versos 97–102, donde se comparan la visión profética y la presbicia.
.................................................
La Biblioteca
de Babel
By this art you
may contemplate the variation of the 23 letters...
The Anatomy of
Melancholy, part. 2, sect. II, mem. IV.
El universo (que otros llaman la
Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías
hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas
bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores:
interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte
anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos;
su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal.
Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería,
idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos
gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las
necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva
hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las
apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es
infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero
soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz
procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en
cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante
Como todos los hombres de la
Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro,
acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo
que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací.
Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura
será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y
disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que
la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales
son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra
intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o
pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara
circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de
las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro
cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La
Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya
circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada
hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos
libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada
página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color
negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o
prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció
misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus
trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero
rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab
aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del
mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto
bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el
universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de
infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario
sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay
entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que
mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del
interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos
ortográficos es veinticinco.(1) Esa comprobación permitió, hace trescientos
años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver
satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la
naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en
un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV
perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy
consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página
penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o
una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y
de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la
supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a
la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que
los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales,
pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en
sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos
libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad
que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje
asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha
la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo
eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables M C
V no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea.
Algunos insinuaron que cada letra podia influir en la subsiguiente y que el
valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la
misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó.
Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada,
aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un
hexágono superior (2) dio con un libro tan confuso como los otros, pero que
tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador
ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron
que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto
samoyedo–lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se
descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por
ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que
un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este
pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de
elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del
alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay
en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles
registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos
ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable
expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las
autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y
miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la
demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas
las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado
que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros
perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca
abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad.
Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había
problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún
hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las
dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las
Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban
los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su
porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron
escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos
peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras
maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros
engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de
regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he
visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no
imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un
hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable
en cero.
También se esperó entonces la
aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca
y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en
palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca
habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y
gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los
hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño
de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que
casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna
vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames.
Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió,
como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en
algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran
inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran
las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta
construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las
autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta
desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se
ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y
débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo
primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían
credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban
anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata
perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran
los "tesoros" que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios.
Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta
infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la
Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles
imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra
la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las
depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el
horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los
libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales;
omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de
aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono
(razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio
perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a
un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese
funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo
fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono
secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar
el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para
localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo
infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me
parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total [3];
ruego a los dioses ignorados que un hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de
años!—lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no
son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el
infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un
ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es
normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia)
es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de "la Biblioteca febril,
cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que
todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira".
Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican
también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En
efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las
variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo
disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos
hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y
otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda
son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación
es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos
caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya
previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible
sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de
temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios.
Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe
en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los
incontables hexágonos—y también su refutación. (Un número n de lenguajes
posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la
correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero
biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la
definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi
lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la
presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos
anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan
ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una
sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que
inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo
haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la
vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana—la única— está por
extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita,
perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible,
secreta.
Mar del Plata, 1941
[1]
El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha
sido limitada al la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las
veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que
enumera el desconocido. (Nota del Editor).
[2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las
enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible
melancolía: A veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas
sin hallar un solo bibliotecario.
[3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está
excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera,
aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y
otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
[4]Letizia Álvarez Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en
rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en
cuerpo nuevo o cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas
infinitamente delgadas. (Cavalieri, a principios del siglo xvii, dijo que todo cuerpo sólido es la
superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecun
sedoso no sería cómodo: cada hoja aparentemente se desdoblaría en otras
análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
...........................................................
El Jardín de los Senderos que se
Bifurcan
A Victoria Ocampo
En la página 22 de la Historia de la
Guerra Europea, de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones
británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la
línea SerreMontauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916
y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias
torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora –nada
significativa, por cierto–. La siguiente declaración, dictada, releída y
firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule
de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
«... y colgué el tubo.[1] Inmediatamente
después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán
Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el
fin de nuestros afanes y –pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo–
también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o
asesinado. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte.
Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés
a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición
¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la
captura, quizá la, muerte, de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto;
absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha
cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado
de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos
fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber
sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir?
Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente,
precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos;
innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente
pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de
Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no
me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que
mi garganta anhela la cuerda) Pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda
feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del
nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo
gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el
cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi
boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que
lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al
oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de
Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba
noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente
periódicos... Dije en voz alta: «Debo huir». Me incorporé sin ruido, en una
inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo
–tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos– me hizo
revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar: el reloj
norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con
las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta,
una carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), una corona,
dos chelines y unos Peniques, el lápiz rojo–azul, el pañuelo, el revólver con
una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente Pênsé que
un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La
guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la
noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren. »Soy un
hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie
no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice
por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la
abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra –un hombre
modesto– que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con
él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el jefe
temía un poco a los de mi raza –a los innumerables antepasados que confluyen en
mí–. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además,
yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier
momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé,
escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero
juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser
reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y
vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un
poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi Penosa;
iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana.
El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré;
el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén.
Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía
con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches
arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del
andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra
punta del sillón, lejos del temido cristal.
»De esta aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba
empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera
por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi
adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí
que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes
me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente)
que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen
término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron.
Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no
habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: "El ejecutor de
una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un
porvenir que sea irrevocable como el pasado". Así procedí yo, mientras mis
ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez
el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre
fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la
estación. "¿Ashgrove?", les pregunté a unos chicos en el andén.
"Ashgrove", contestaron. Bajé. »Una lámpara ilustraba el andén, pero
las caras de los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó: "¿Usted
va a. casa del doctor Stephen Albert?" Sin aguardar contestación, otro
dijo: "La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese
camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda.
Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el
solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se
confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.
»Por un instante, Pensé que Richard Madden había Penetrado de algún modo mi
desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo
de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común
para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de
laberintos; no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de
Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera
todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que
se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas,
pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie
encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto
perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña,
lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya
de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y
reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto
creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo
los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de
perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del
mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí;
asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde
era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas
praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el
vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pênsé que un hombre puede
ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un
país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué,
así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una
especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la
segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por
eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si
había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo
de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y
a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los
tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro,
porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
»–Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda
querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
»–¿El jardín?
»–El jardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
»–El jardín de mi antepasado Ts'ui Pén.
»–¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
»El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una
biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda
amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el
Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta.
El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un
jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul
que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia...
» Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos
afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también
de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin "antes
de aspirar a sinólogo". »Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de
espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora
no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía
esperar.
»–Asombroso destino el de Ts'ui Pên –dijo Stephen Albert–. Gobernador de su
provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación
infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo:
todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres
de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de
la erudición, y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida
Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos.
La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su
albacea (un monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
»–Los de la sangre de Ts'ui Pên –repliqué– seguimos execrando a ese monje. Esa
publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores
contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el
héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
»–Aquí está el Laberinto –dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
»–¡Un laberinto de marfil! –exclamé–. Un laberinto mínimo...
»–Un laberinto de símbolos –corrigió–. Un invisible laberinto de tiempo. A mí,
bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de
más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil
conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: "Me retiro a escribir
un libro". Y otra: "Me retiro a construir un laberinto". Todos imaginaron
dos obras; nadie Pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón
de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado;
el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui
Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el
laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos
circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa
leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera
estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
» Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del
áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y
tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con
incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un
hombre de mi sangre: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín
de senderos que se bifurcan". Devolví en silencio la hoja. Albert
prosiguió:
»–Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro
puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen
cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera,
con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que
está en el centro de Las mil y una noches, cuando la reina Shahrazad (por una
mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de
Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la
refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica,
hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo
agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores.
Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de
un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts'ui Pên. En esa
perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me
detuve, como es natural, en la frase: "Dejo a los varios porvenires (no a
todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Casi en el acto comprendí;
El jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase
"varios porvenires (no a todos)" me sugirió la imagen de la
bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra
confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta
con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi
inextricable Ts'ui Pên, opta –simultáneamente– por todas. Crea, así, diversos
porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las
contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido
llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces
posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos
pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos
los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.
Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a
esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi
amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
»Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano,
pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos
redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia
una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la
sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la
segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la
resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la
victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos
admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre
de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada
aventura, en una isla occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento
secreto: "Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón,
violenta la espada, resignados a matar y a morir".
»Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible,
intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y
finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más
intima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
»–No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No
juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un
experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel
tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero
también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista.
El testimonio de sus contemporáneos proclamaba –y harto lo confirma su vida–
sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena
parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo
trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único
problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra
que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
»Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin,
Stephen Albert me dijo:
»–En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra
prohibida?
»Reflexioné un momento y repuse:
»–La palabra ajedrez.
»–Precisamente –dijo Albert–, El jardín de senderos que se bifurcan es una
enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le
prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a
metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de
indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su
infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de
manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha
introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído
restablecer el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no
emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de
senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo
tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su
antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series
de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes,
convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan,
se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No
existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en
otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me
depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me
ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un
error, un fantasma.
»–En todos –articulé no sin un temblor– yo agradezco y venero su recreación del
jardín de Ts'ui Pên.
»–No en todos –murmuró con una sonrisa–. El tiempo se bifurca perpetuamente
hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
»Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín
que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas.
Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras
dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el
amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como
una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard
Madden.
»–El porvenir ya existe –respondí–, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de
nuevo la carta?
»Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un
momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado:
Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue
instantánea: una fulminación.
» Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido
condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el
secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en
los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio
sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El jefe
ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del
estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio
que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi
innumerable contrición y cansancio.»
-----
[1] Hipótesis
odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg
agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán
Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su
muerte. (Nota del Editor.)
.................................................
.................................................
"Artificios"
Prólogo
Aunque de ejecución menos torpe, las
piezas de este libro no difieren de las que forman el anterior. Dos, acaso,
permiten una mención detenida: La muerte y la brújula, Funes el memorioso. La
segunda es una larga metáfora del insomnio. La primera, pese a los nombres
alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de
Toulon es el Paseo de julio; Triste–le–Roy, el hotel donde Herbert Ashe
recibió, y tal vez no leyó, el tomo undécimo de una enciclopedia ilusoria. Ya
redactada esa ficción, he pensado en la conveniencia de amplificar el tiempo y
el espacio que abarca: la venganza podría ser heredada; los plazos podrían
computarse por años, tal vez por siglos; la primera letra del Nombre podría
articularse en Islandia; la segunda, en México; la tercera, en el Indostán.
¿Agregaré que los Hasidim incluyeron santos y que el sacrificio de cuatro vidas
para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre es una fantasía que me dictó
la forma de mi cuento?
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944
POSDATA DE 1956. Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La secta del
Fénix, El Fin. Fuera de un personaje –Recabarren– cuya inmovilidad y pasividad
sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía en el decurso breve del
último; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he sido el
primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo. En la alegoría del
Fénix me impuse el problema de sugerir un hecho común –el Secreto– de una
manera vacilante y gradual que resultara, al fin, inequívoca; no sé hasta dónde
la fortuna me ha acompañado. De El Sur, que es acaso mi mejor cuento, básteme
prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y
también de otro modo. Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw,
Chesterton, Léon Bloy, forman el censo heterogéneo de los,autores que
continuamente releo. En la fantasía cristológica titulada Tres versiones de
Judas, creo percibir el remoto influjo del último.
J. L. Borges
Funes, El Memorioso
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese
verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto)
con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque
la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida
entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota,
detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo
cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la
ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo
claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin
los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en
1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron
escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más
pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi
deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo –género
obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla,
porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me
consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha
escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra
cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era
también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray
Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.
Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi
felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra
había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los
árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un
descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta.
Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de
ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo
alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda
como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas,
recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites.
Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"".
Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro
minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda,
burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera
llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban
(creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica
tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por
algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora,
como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María
Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero,
un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.
Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86
veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté,
como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico
Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de
San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la
impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo
vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho,
en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos
anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la
higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo
sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era
benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja,
que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los
ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso
gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo
el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de
Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen
impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis
módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en
su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros
anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba
nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año
84", ponderaba los gloriosos servicios que don GregoriQ Haedo, mi tío, finado
ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de
Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes,
acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto
original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen
estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la
ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al
principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que
eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez
la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario;
para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y
la obra de Plinio.
El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente,
porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio
de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo
Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el
perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril
estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la
valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis
historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa
noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche
fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me
recibió. a del fondo Me dijo que Ireneo estaba en la pieza y que no me
extrañara encontrarla a oscuras, porque ireneo sabía pasarse las horas muertas
sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al
segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. oí de pronto
la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía
de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o
incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía
indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe
que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro vil de la Naturalis
historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron
ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre,
fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua
momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí
la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más
difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene
otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir
sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas
cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que
sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los
entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa
registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía
llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator,
que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides,
inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con
fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que
tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo
volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un
sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta
del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años
había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de
todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el
presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias
más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El
hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio
mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los
vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las
nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el
recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una
vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la
víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen
visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía
reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.
Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero
cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos
tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es
mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes".
Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de
basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un
rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo
con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una
cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas
caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el
cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel
tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y
hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que
vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente
que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y
sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que
hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy
pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo
pensado una sola vez ya no podía borrársele.
Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales
requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo
signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de
siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil
catorce,
El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los
bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de
quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de
marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que esa
rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de
numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco
unidades: análisis que no existe en los "números "El Negro Timoteo o
manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo
xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual,
cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó
alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general,
demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol
de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado.
Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil
recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideracíones:
la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era
inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos
los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie
natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del
recuerdo)son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan
vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era
casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que
el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos
tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto
de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de
frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada
vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del
minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la
corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de
la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo
y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado
con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres
populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una
realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz
Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es
distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba
cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que
el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra
percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un
trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba
negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la
cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y
anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había
sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía
diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce,más
antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada
una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en suimplacable
memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
....................................................................
La Forma de la Espada
A E. H. M.
Le cruzaba la cara una cicatriz
rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y
del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le
decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería
vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió
la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río
Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista.
Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir
esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta
la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que era bebedor: un par
de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o
tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan
autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica flacura, el
bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental,
abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo
Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí
notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés;
acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era
invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero
agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho
esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto. Salimos, después de comer,
a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur,
agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado
comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de
ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué
inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara
del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la
casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
-Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar
ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y
aun con el portugués:
-Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que
conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos
sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en
los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía,
murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de
sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi
secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos,
lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico
y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres
circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes
epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en
otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un
afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
»Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda
impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi
todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le
servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre
para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia
universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está
predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle
causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las
escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me
impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía:
dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
»Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o
después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos
internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió
de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré
mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba
inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé
de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me
siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba.
Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos
buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre
pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
»En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general
Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué
cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era
desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras.
El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros
controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo
XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían
perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por
los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la
noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude
comprobar que su "herida" era superficial. De pronto balbuceó con
perplejidad:
»-Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
»Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido
a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer
nuestra causa.) »Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un
cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los "recursos económicos
de nuestro partido revolucionario". Sus preguntas eran muy lúcidas; le
dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería
conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi
sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon
tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó
un doloroso espasmo en el hombro.
»Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se
cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el
cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos
los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine
al género humano; por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío
baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros,
cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el
miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la
guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que
me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el
penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente
a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de
la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de
vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía
descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia en la
mano: E N. Maude o Clausewitz. "El arma que prefiero es la
artillería", me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba
censurarlos o reformarlos. También solía denunciar "nuestra deplorable
base económica', profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. "C’est
une affaire flambée" murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un
cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve
días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos
jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento;
en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí
en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de
la plaza... Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del
mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz
me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que
yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo
atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le
oí exigir unas garantías de seguridad personal.
»Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través
de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon
conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo
acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del
general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la
cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un
desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
-¿Y Moon? -le interrogué.
-Cobró los dineros de judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio
fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva
cicatriz blanquecina.
-¿Usted no me cree? -balbuceó-. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de
mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera
hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.
...................................................................
Tema del traidor y del héroe
Sho the
Platonic Year
Whirls out new right and wrong
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
W B. YEATS, The Tower
Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes
misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía
preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de
algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores,
rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas
aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la
república de Venecia, algún Estado sudamericano o balcánico... Ha transcurrido,
mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por
él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad
narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan; es bisnieto del
joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro
fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de
Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas.
Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores;
a semejanza de Moisés que, desde la tierra de Moab, divisó y no pudo pisar la
tierra prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de la rebelión victoriosa
que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer centenario de
su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas; Ryan, dedicado a la
redacción de una biografía del héroe, descubre qué el enigma rebasa lo
puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la policía británica
no dio jamás con el matador; los historiadores declaran que ese fracaso no
empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma policía. Otras facetas
del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico: parecen repetir o
combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que
los esbirros que examinaron el cadáver del héroe hallaron una carta cerrada que
le advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también julio César,
al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos, recibió
un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traición, con los
nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio en sueños abatida
una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos rumores, la
víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el incendio de
la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél
había nacido en Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César
y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una
secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en la
historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que propusieron Hegel,
Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el
hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da horror a las
letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa
que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos
laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que
luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas
palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte,
fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia
hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia
copie a la literatura es inconcebible... Ryan indaga que en 1814, James
Alexander Nolan, el más antiguo de los compañeros del héroe, había traducido al
gaélico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César.
También descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los
Festspiele de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que
requieren miles de actores y que reiteran episodios históricos en las mismas
ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que,
pocos días antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había
firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta
sentencia no condice con los piadosos hábitos de Kilpatrick. Ryan investiga el
asunto (esa investigación es uno de los hiatos del argumento) y logra descifrar
el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera
ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó
muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba maduro
para la rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el
cónclave. Fergus Kilpatrick había encomendado a James Nolan el descubrimiento
de ese traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en pleno cónclave que el
traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas irrefutables la verdad de
la acusación; los conjurados condenaron a muerte a su presidente. Éste firmó su
propia sentencia, pero imploró que su castigo no perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda idolatraba a Kilpatrick;
la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan
propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor el instrumento para la
emancipación de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos de un
asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se
grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Kilpatrick
juró colaborar en este proyecto, que le daba ocasión de redimirse y que
rubricaría su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias
de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés
William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio César. La pública y
secreta representación comprendió varios días. El condenado entró en Dublín,
discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada uno de esos
actos que reflejaría la gloria, había sido prefijado por Nolan. Centenares de
actores colaboraron con el protagonista; el rol de algunos fue complejo; el de
otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los libros
históricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick, arrebatado por ese
minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez enriqueció con
actos y palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose en el
tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de
funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado entró en
el pecho del traidor y del héroe, que apenas pudo articular, entre dos
efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos
dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en
el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la
trama de Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el
descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso,
tal vez, estaba previsto.
....................................................................
La Muerte y la Brújula
A Mandie Molina Vedia
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot,
ninguno tan extraño -tan rigurosamente extraño, diremos- como la periódica
serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre
el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lonnröt no logró
impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó
la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología
de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es
Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la
muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrt se creía un puro
razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de
tahúr.
El primer crimen ocurrió en el Hótel du Nord -ese alto prisma que domina el
estuario cuyas aguas tienen el color del desierto-. A esa torre (que muy
notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada
divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el
día 3 de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor
Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el
Hótel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había
permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de
opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite
que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó
para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard
sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz.
(Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El
4, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische
Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya
levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no
lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido
el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas,
fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con
serenidad el problema.
-No hay que buscarle tres pies al gato -decía Treviranus, blandiendo un
imperioso cigarro-. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores
zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error.
Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
-Posible, pero no interesante -respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad
no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la
realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que
usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino
muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios
percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
-No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre
que apuñaló a este desconocido.
-No tan desconocido -corrigió Lönnrot-. Aquí están sus obras completas. -Indicó
en el placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un
Examen de la filosofia de Robert Flood una traducción literal del Sepher
Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim;
una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura
divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión.
Luego, se echó a reír.
-Soy un pobre cristiano -repuso-. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no
tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
-Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías
–murmuró Lönnrot.
-Como el cristianismo -se atrevió a completar el redactor de la Yidische
Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de
escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.
Lönnrot, se abstuvo de sonreír: Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que
le
hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento.
Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en
octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la
secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es
el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto,
en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen
a Alejandro de Macedonia). Su noveno atributo, la eternidad -es decir, el
conocimiento inmediato- de todas las cosas que serán, que son y que han sido en
el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los
hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares;
los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre -el Nombre
Absoluto. De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del
redactor de la Yidische Zaitung. Éste quería hablar del asesinato; Lönnrot
prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres
columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los
nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones
del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que
cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición
popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del 3 de enero, en el más desamparado y
vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer,
uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de
una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba
como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En
la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El
gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la
remota escena del crimen. A izquierda y a derecha del automóvil, la ciudad se
desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un
horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final
de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de
sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de
alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero
a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El
singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último
representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero
no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer crimen ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco antes de la una, el
teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló
un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que
estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los
dos sacrificios de Azevedo y de Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de
cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin
rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval)
Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la
Rue de Toulon -esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería,
el burdel y los vendedores de biblias-. Treviranus habló con el patrón. Éste
(Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la
decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la
casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos.
Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo
siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del
bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado
pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que
Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius
inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba
en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a
telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna.
El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía
máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines, eran de reducida estatura y
nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas,
irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció
reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en
yiddish -él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas- y subieron a
la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius,
tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en
el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar
recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces
lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular,
los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el
último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las
pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.
Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca
estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en
un armario, un libro en latín -el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden-
con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar
a Lönnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario
interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro
salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas
del alba, Treviranus dijo:
-¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba
subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: «“Dies Judaeorum
incipit a solis occasu usque ad solis occasum die¡ sequentis”. Esto quiere
decir -agregó-: “El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente
anochecer”».
El otro ensayó una ironía.
-¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
-No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz
de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último
Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó «las demoras intolerables
de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar
tres judíos»; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot
antisemita, «aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del
triple misterio»; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red
Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y
acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Éste recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo
abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano
de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que
el 3 de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la
taberna de la Rue de Toulon y el Hótel du Nord eran «los vértices perfectos de
un triángulo equilátero y místico» ; el plano demostraba en tinta roja la
regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento
more geométrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot -indiscutible
merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes.
Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en
el espacio, también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio.
Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la
palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al
comisario. Le dijo:
-Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha
permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la
cárcel; podemos estar muy tranquilos.
-Entonces ¿no planean un cuarto crimen?
-Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
-Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los
Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur
de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado
de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al
amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al
pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier cosa por
conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot
consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach.
Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras
circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y
carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de
tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los
crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El
misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien
días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de
esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era
húmedo y frío. Lönnrot, echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en
una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía el agua
crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la
quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban.
Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y
otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del
Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón
principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la
vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los
barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo
sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas
hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba
en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un
nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se
reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un
Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa
como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio
una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que
ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del
sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la
trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular
definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por
antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo
patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente
se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que
le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios
ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán.
Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de
porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo
piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. «La casa no es tan
grande -pensó-. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos
años, mi desconocimiento, la soledad.»
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los
losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo
asombrado y vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo
desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
-Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su
voz.
-Scharlach ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha,
apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot
oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una
tristeza no menor que aquel odio.
-No -dijo Scharlach-. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik
Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó
e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo
con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta
desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que
mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a
abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones,
son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de
Jesús; me repetía la sentencia de los goim: «Todos los caminos llevan a Roma».
De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es
un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque
fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la
cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En
esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de
la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había
encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un
heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo xvtii, una palabra griega,
un puñal, los rombos de una pinturería.
»El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con
algunos colegas -entre ellos, Daniel Azevedo- el robo de los zafiros del
Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos
adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió;
hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Éste,
acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba
unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las
palabras: "La primera letra del Nombre ha sido articulada". Azevedo
le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría
todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue
casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo
más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung
que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de
Yarmolinsky Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo
reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que
ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de
ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí
que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué
a justificar esa conjetura.
»Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo
"sacrificio" elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el
segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo
fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su
captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para
vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la
pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
» El tercer "crimen" se produjo el 3 de febrero. Fue, como Treviranus
adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana
interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese
perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron.
Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar "La última de
las letras del Nombre ha sido articulada". Esa escritura divulgó que la
serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo,
intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot,
comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en
el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton -el Nombre de
Dios, JHVH- consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero
sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese
pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese
pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé
el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto
que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el
lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot,
para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos
en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una
tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín
subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot, consideró por última vez el
problema de las muertes simétricas y periódicas.
-En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto
griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos
filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro
avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo
crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros
de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2
kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va
a matarme en Triste-le-Roy.
-Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese laberinto, que
consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante. Retrocedió unos
pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
1942
.............................................................
El Milagro Secreto
Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
—¿Cuánto tiempo has estado aquí?
—Un día o parte de un día, respondió.
Alcorán, II, 261.
La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de
Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una
Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de
Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino
dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos;
nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme
y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir
(en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los
relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las
arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes
del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y
de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas
voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas
vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al
atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y
blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los
cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía,
su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de una
protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para
la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado
comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius
Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay
hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en
letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík
y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el
día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia
apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar
impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran
arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era
intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo
temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas
circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba
infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa
descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de
muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría,
ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo
ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor
(quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro
duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente
volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad
no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever
un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia,
inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por
temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba
afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se
precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora
estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más)
soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas
y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la
definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de
imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos
barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los
enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas
costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como
todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y
pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los
libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En
sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido
esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la
negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la
Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas
eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides
hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley)
que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es
infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola
"repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia...
Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa
falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También
había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del
poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no
los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík
con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide
que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría
en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas
tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un
desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de
último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible
música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas
que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal
vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio—primero para
los espectadores del drama, luego para el mismo barón— que son enemigos
secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus
complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un
tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha
enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al
cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador.
Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias:
vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un
instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha
atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol
occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer
interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del
primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que
Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el
delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o
admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la
invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus
felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de
su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el
carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando
los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos
actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún
modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de
Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y
justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los
siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos
después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca
del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca?
Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de
las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del
Clementinum. Mis padres y los padres de mis Padres han buscado esa letra; yo me
he quedado ciego, buscándola. Se quito las gafas y Hladík vio los ojos, que
estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil,
dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India,
vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua
le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha
escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras
y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda
y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías,
escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por
una sola escalera de fierro. Varios soldados—alguno de uniforme
desabrochado—revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el
reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran
las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de
leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la
espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por
cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día
se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto.
Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel,
esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre;
entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente,
recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de
lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el
sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban
inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una
baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado,
como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano.
Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del
impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco.
Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se
hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los
labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos
soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no
sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió,
al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y
sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la
abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse.
Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le
otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría
el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría
entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor,
del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro
que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y
olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para
Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto,
urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos
veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la
música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en
algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel;
uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de
Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert
son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra
escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya
resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su
mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo
derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la
mañana.
1943
.............................................................
Tres versiones
de Judas
There seemed a
certainty in degradation.
T E. LAWRENCE, Seven Pillars of Wisdom, CIII
En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando
Basílides publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación de
ángeles deficientes, Nils Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión
intelectual, uno de los conventículos gnósticos. Dante le hubiera destinado, tal
vez, un sepulcro de fuego; su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas
menores, entre Satornilo y Carpócrates; algún fragmento de sus prédicas,
exornado de injurias, perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes haereses o
habría perecido cuando el incendio de una biblioteca monástica devoró el último
ejemplar del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo xx y la ciudad
universitaria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la primera edición de Kristus och
judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige Frälsaren. (Del último hay
versión alemana, ejecutada en 1912 por Emil Schering; se llama Der heimliche
Heiland.)
Antes de ensayar un examen de los precitados trabajos, urge repetir que Nils
Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente religioso. En
un cenáculo de París o aun de Buenos Aires, un literato podría muy bien
redescubrir las tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un cenáculo, serán
ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfemia. Para Runeberg,
fueron la clave que descifra un misterio central de la teología; fueron materia
de meditación y de análisis, de controversia histórica y filológica, de
soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su vida. Quienes
recorran este artículo, deben asimismo considerar que no registra sino las
conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus pruebas. Alguien observará que
la conclusión precedió sin duda a las «pruebas». ¿Quién se resigna a buscar
pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa?
La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo
sentido, años después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: «No
una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a judas Iscariote son
falsas» (De Quincey, 1857). Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que
judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender
una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de
índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la superfluidad del acto de
judas. Observa (como Robertson) que para identificar a un maestro que
diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de
miles de hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo,
ocurrió. Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos intolerable
es admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del
mundo. Ergo, la traición de judas no fue casual; fue un hecho prefijado que
tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El
Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad
a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la muerte; para
corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación
de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese
hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el
terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas,
discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia
soporta) y a ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un
espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas
del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles
constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De allí los treinta
dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aún más la
Reprobación. Así dilucidó Nils Runeberg el enigma de judas.
Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron. Lars Peter Engström lo
acusó de ignorar, o de preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de
renovar la herejía de los docetas, que negaron la humanidad de Jesús; el
acerado obispo de Lund, de contradecir el tercer versículo del capítulo
veintidós del evangelio de San Lucas.
Estos variados anatemas influyeron en Runeberg, que parcialmente reescribió el
reprobado libro y modificó su doctrina. Abandonó a sus adversarios el terreno
teológico y propuso oblicuas razones de orden moral. Admitió que Jesús, «que
disponía de los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer», no
necesitaba de un hombre para redimir a todos los hombres. Rebatió, luego, a
quienes afirman que nada sabemos del inexplicable traidor; sabemos, dijo, que
fue uno de los apóstoles, uno de los elegidos para anunciar el reino de los
cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para resucitar muertos y
para echar fuera demonios (Mateo 10: 7-8; Lucas 9: 1). Un varón a quien ha
distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus
actos. Imputar su crimen a la codicia (como lo han hecho algunos, alegando a
Juan 12: 6) es resignarse al móvil más torpe. Nils Runeberg propone el móvil
contrario: un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor
gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el
espíritu. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de los cielos, como
otros, menos heroicamente, al placer.[1] Premeditó
con lucidez terrible sus culpas. En el adulterio suelen participar la ternura y
la abnegación; en el homicidio, el coraje; en las profanaciones y la blasfemia,
cierto fulgor satánico. Judas eligió aquellas culpas no visitadas por ninguna
virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y la delación. Obró con gigantesca
humildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo ha escrito: « El que se gloria,
gloríese en el Señor» (I Corintios 1: 31); Judas buscó el Infierno, porque la
dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un
atributo divino y que no deben usurparlo los hombres. [2]
Muchos han descubierto, post factum, que en los justificables comienzos de
Runeberg está su extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es una mera
perversión o exasperación de Kristus och_judas. A fines de 1907, Runeberg
terminó y revisó el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo
entregara a la imprenta. En octubre de 1909, el libro apareció con un prólogo
(tibio hasta lo enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord y con este
pérfido epígrafe: «En el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo
no lo conoció» (Juan 1: 10). El argumento general no es complejo, si bien la
conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre
para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el sacrificio
obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que padeció a
la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio.[3] Afirmar
que fue hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los
atributos de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite
que el Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe
admitir que pudo pecar y perderse. El famoso texto «Brotará como raíz de tierra
sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de
los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos» (Isaías 53: 2-3),
es para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para
algunos (verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura
que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no
de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad, del
Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre
hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los
destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o
Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue judas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund. Los
incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico;
los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una
casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que
se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era
llegada la hora: Sintió que estaban convergiendo sobre él antiguas maldiciones divinas;
recordó a Elías y a Moisés, ,que en la montaña se taparon la cara para no ver a
Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya gloria llena
la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino de Damasco; al
rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso hechicero Juan de
Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que
abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secreto Nombre de
Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No sería ésa la
blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio
Sorano murió por haber divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué infinito
castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible nombre de
Dios?
Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las
calles de Malmö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir
con el Redentor el Infierno.
Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de marzo de 1912. Los
heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía
agotado, las complejidades del mal y del infortunio.
1944
-----
[1] Borelius
interroga con burla: «¿Por qué no renunció a renunciar? ¿Porqué no a renunciar
a renunciar?».
[2]Euclydes
da Cunha, en un libro ignorado por Runeberg, anota que para el heresiarca de
Canudos, Antonio Conselheiro, la virtud «era una casi impiedad». El lector
argentino recordará pasajes análogos en la obra de Almafuerte. Runeberg
publicó, en la hoja simbólica Sju insegel, un asiduo poema
descriptivo, El agua secreta; las primeras estrofas narran los
hechos de un tumultuoso día; las úttimas, el hallazgo de un estanque glacial;
el poeta sugiere que la perduración de esa agua silenciosa corrige nuestra
inútil violencia y de algún modo la permite y la absuelve. El poema concluye
así: «El agua de la selva es feliz; podemos ser malvados y dolorosos».
[2] Maurice
Abramowicz observa: «Jésus, d'aprés ce scandinave, a toujours le beau
rôle; ses déboires, grâce à la science des typographes, jouissent d'une
réputabon polyglotte; sa résidence de trente-trois ans parmi les humains ne fut
en somme, qu'une villégiature». Erfjord, en el tercer apéndice de la
Christelige Dogmatik refuta ese pasaje. Anota que la crucifixión de Dios no ha
cesado, porque lo acontecido una sola vez en el tiempo se repite sin tregua en
la eternidad. Judas, ahora, sigue cobrando las monedas de plata; sigue besando
a Jesucristo; sigue arrojando las monedas de plata en el templo; sigue anudando
el lazo de la cuerda en el campo de sangre. (Erlord, para justificar esa
afirmación, invoca el último capítulo del primer tomo de la Vindicación de la
eternidad, de Jaromir Hladík.)
...............................................................
El Fin
Recabarren, tendido, entreabrió los
ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un
rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y
desataba infinitamente... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas
que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el
poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los
barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero
aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con
un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del
otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era
un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había
desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía
frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con
la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado.
La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón
de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar
unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había
perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las
novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el
sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor
y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los
animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era
señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo
suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si
había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el
negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un
rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era
casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y
creció hasta ser un jinete que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren
vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del
hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas
doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse,
atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento,
donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
-Ya sabía yo, señor, que podía contar
con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
-Y yo con vos, moreno. Una porción de
días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro
respondió:
-Me estoy acostumbrando a esperar. He
esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
-Más de siete años pasé yo sin ver a
mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a
las puñaladas.
-Ya me hice cargo -dijo el negro-.
Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en
el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
-Les di buenos consejos -declaró-, que
nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el
hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta
del negro:
-Hizo bien. Así no se parecerán a
nosotros.
-Por lo menos a mí -dijo el forastero y
añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que yo matara y
ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
J. L. BORGES
..............................................................
El Muerto
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamín Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Este, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornada que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Río Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricables y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Este se siente vagamente humillado pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchao que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen carne recién matada y beben un alcohol pendenciero; alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho; erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigos es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Esta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
–Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.
............................................................
Los Teólogos
Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla. Un siglo después, Aureliano, coadjutor de Aquilea, supo que a orillas del Danubio la novísima secta de los monótonos (llamados también anulares) profesaba que la historia es un círculo y que nada es que no haya sido y que no será. En las montañas, la Rueda y la Serpiente habían desplazado a la Cruz. Todos temían, pero todos se confortaban con el rumor de que Juan de Panonia, que se había distinguido por un tratado sobre el séptimo atributo de Dios, iba a impugnar tan abominable herejía.
Aureliano deploró esas nuevas, sobre todo la última. Sabía que en materia teológica no hay novedad sin riesgo; luego reflexionó que la tesis de un tiempo circular era demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. (Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.) Más le dolió la intervención –la intrusión– de Juan de Panonia. Hace dos años, éste había usurpado con su verboso De septima affectione Dei sive de aeternitate un asunto de la especialidad de Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perteneciera, iba a rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la Serpiente, a los anulares... Esa noche, Aureliano pasó las hojas del antiguo diálogo de Plutarco sobre la cesación de los oráculos; en el párrafo veintinueve, leyó una burla contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones. El hallazgo le pareció un pronóstico favorable; resolvió adelantarse a Juan de Panonia y refutar a los heréticos de la Rueda.
Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de Panonia para curarse del rencor que éste le infundia, no para hacerle mal. Atemperado por el mero trabajo, por la fabricación de silogismos y la invención de injurias, por los nego y los autem y los nequaquam, pudo olvidar ese rencor. Erigió vastos y casi inextricables períodos, estorbados de incisos, donde la negligencia y el solecismo parecían formas del desdén. De la cacofonía hizo un instrumento. Previó que Juan fulminaría a los anulares con gravedad profética; optó, para no coincidir con él, por el escarnio. Agustín había escrito que jesús es la vía recta que nos salva del laberinto circular en que andan los impíos; Aureliano, laboriosamente trivial, los equiparó con Ixión, con el hígado de Prometeo, con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con mulas de noria y con silogismos bicornutos. (Las fábulas gentílicas perduraban, rebajadas a adornos.) Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin; esa controversia le permitió cumplir con muchos libros que parecían reprocharle su incuria. Así pudo engastar un pasaje de la obra De principiis de Orígenes, donde se niega que judas Iscariote volverá a vender al Señor, y Pablo a presenciar en Jerusalén el martirio de Esteban, y otro de los Acadmica priora de Cicerón, en el que éste se burla de quienes sueñan que mientras él conversa con Lúculo, otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen puntualmente lo mismo, en infinitos mundos iguales. Ádemás, esgrimió contra los monótonos el texto de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera más el lumen naturae que a ellos la palabra de Dios. Nueve días le tomó ese trabajo; el décimo, le fue remitido un traslado de la refutación de Juan de Panonia.
Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y luego con temor. La primera parte glosaba los versículos terminales del noveno capítulo de la Epístola a los Hebreos, donde se dice que Jesús no fue sacrificado muchas veces desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la consumación de los siglos. La segunda alegaba el precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es precioso como la sangre que por él vertió Jesucristo. El acto de un solo hombre (afirmó) pesa más que los nueve cielos concéntricos y trasoñar que puede perderse y volver es una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria y también para el fuego. El tratado era límpido, universal; no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por todos los hombres.
Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar su propio trabajo; luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses después, cuando se juntó el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aqui se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo alcanzaron las llamas.
Cayó la Rueda ante la Cruz,[1] pero Aureliano y Juan prosiguieron su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos indices no me engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo han perdurado veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de Cosmas, que enseña que la tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo. Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra tempestuosa herejía. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y Bousset no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en Tréveris. Pareció estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del Señor, en Cesárea, la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos cismáticos.
La historia los conoce por muchos nombres (especulares, abismales, cainitas), pero de todos el más recibido es histriones, que Aurelíano les dio y que ellos con atrevimiento adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y también en Dardania. Juan Damasceno los llamó formas; justo es advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord. No hay heresiólogo que con estupor no refiera sus desaforadas costumbres. Muchos histriones profesaron el ascetismo; alguno se mutiló, como Orígenes; otros moraron bajo tierra, en las cloacas; otros se arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria) «pacían como los bueyes y su pelo crecía como de águila». De la mortificación y el rigor pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades toleraban el robo; otras, el homicidio; otras, la sodomía, el incesto y la bestialidad. Todas eran blasfemas; no sólo maldecían del Dios cristiano, sino de las arcanas divinidades de su propio panteón. Maquinaron libros sagrados, cuya desaparición deploraban los doctos. Sir Thomas Browne, hacia 1658, escribió «El tiempo ha aniquilado los ambiciosos Evangelios Histriónicos, no las Injurias con que se fustigó su Impiedad»: Erfjord ha sugerido que esas «injurias» (que preserva un códice griego) son los evangelios perdidos. Ello es incomprensible, si ignoramos la cosmología de los histriones.
En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 («perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores») y 11:12 («el reino de los cielos padece fuerza») para demostrar que la tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13:12 («vemos ahora por espejo, en obscuridad») para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún eco de esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibilidades; ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos más infames, para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre. Los más, como Pitágoras, deberán transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberación; algunos, los proteicos, «en el término de una sola vida son leones, son dragones, son jabalíes, son agua y son un árbol». Demóstenes refiere la purificación por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los proteicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron, como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo (Lucas 12 : 59), y solían embaucar a los penitentes con este otro versículo: « Yo he venido para que tengan vida los hombres y para que la tengan en abundancia» (Juan 10 : 10). También decían que no ser un malvado es una soberbia satánica... Muchas y divergentes mitologías urdieron los histriones; unos predicaron el ascetismo, otros la licencia, todos la confusión. Teopompo, histrión de Berenice, negó todas las fábulas; dijo que cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo.
Los herejes de la diócesis de Aureliano eran de los que afirmaban que el tiempo no tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo acto se refleja en el cielo. Esa circunstancia era rara; en un informe a las autoridades romanas, Aureliano la mencionó. El prelado que recibiría el informe era confesor de la emperatriz; nadie ignoraba que ese ministerio exigente le vedaba las íntimas delicias de la teología especulativa. Su secretario –antiguo colaborador de Juan de Panonia, ahora enemistado con él– gozaba del renombre de puntualísimo inquisidor de heterodoxias; Aureliano agregó una exposición de la herejía histriónica, tal como ésta se daba en los conventículos de Genua y de Aquilea. Redactó unos párrafos; cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria; las moniciones de la nueva doctrina («¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna. ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro. ¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo que Dios está por crear el mundo») eran harto afectadas y metafóricas para la transcripción. De pronto, una oración de veinte palabras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente después, lo inquietó la sospecha de que era ajena. Al día siguiente, recordó que la había leído hacía muchos años en el Adversus annulares que compuso Juan de Panonia. Verificó la cita; ahí estaba. La incertidumbre lo atormentó. Variar o suprimir esas palabras, era debilitar la expresión; dejarlas, era plagiar a un hombre que aborrecía; indicar la fuente, era denunciarlo. Imploró el socorro divino.
Hacia el principio del segundo crepúsculo, el ángel de su guarda le dictó una solución intermedia. Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa. Después, ocurrió lo temido, lo esperado, lo inevitable. Aureliano tuvo que declarar quién era ese varón; Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones heréticas.
Cuatro meses después, un herrero del Aventino, alucinado por los engaños de los histriones, cargó sobre los hombros de su hijito una gran esfera de hierro, para que su doble volara. El niño murió; el horror engendrado por ese crimen impuso una intachable severidad a los jueces de Juan. Este no quiso retractarse; repitió que negar su proposición era incurrir en la pestilencial herejía de los monótonos. No entendió (no quiso entender) que hablar de los monótonos era hablar de lo ya olvidado. Con insistencia algo senil, prodigó los períodos más brillantes de sus viejas polémicas; los jueces ni siquiera oían lo que los arrebató alguna vez. En lugar de tratar de purificarse de la más leve mácula de histrionismo, se esforzó en demostrar que la proposición de que lo acusaban era rigurosamente ortodoxa. Discutió con los hombres de cuyo fallo dependía su suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio y con ironía. El veintiséis de octubre, al cabo de una discusión que duró tres días y tres noches, lo sentenciaron a morir en la hoguera.
Aureliano presenció la ejecución, porque no hacerlo era confesarse culpable. El lugar del suplicio era una colina, en cuya verde cumbre había un palo, hincado profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de leña. Un ministro leyó la sentencia del tribunal. Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yacía con la cara en el polvo, lanzando bestiales aullidos. Arañaba la tierra, pero los verdugos lo arrancaron, lo desnudaron y por fin lo amarraron a la picota. En la cabeza le pusieron una corona de paja untada de azufre; al lado, un ejemplar del pestilente Adversus annulares. Había llovido la noche antes y la leña ardía mal. Juan de Panonia rezó en griego y luego en un idioma desconocido. La hoguera iba a llevárselo, cuando Aureliano se atrevió a alzar los ojos. Las ráfagas ardientes se detuvieron; Aureliano vio por primera y última vez el rostro del odiado. Le recordó el de alguien, pero no pudo precisar el de quién. Después, las llamas lo perdieron; después gritó y fue como si un incendio gritara.
Plutarco ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no lloró la de Juan, pero sintió lo que sentiría un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Efeso, en Macedonia, dejó que sobre él pasaran los años. Buscó los arduos límites del Imperio, las torpes ciénagas y los contemplativos desiertos, para que lo ayudara la soledad a entender su destino. En una celda mauritana, en la noche cargada de leones, repensó la compleja acusación contra Juan de Panonia y justificó, por enésima vez, el dictamen. Más le costó justificar su tortuosa denuncia. En Rusaddir predicó el anacrónico sermón Lux de las luces encendida en la carne de un réprobo. En Hibernia, en una de las chozas de un monasterio cercado por la selva, lo sorprendió una noche, hacia el alba, el rumor de la lluvia. Recordó una noche romana en que lo había sorprendido, también, ese minucioso rumor. Un rayo, al mediodía, incendió los árboles y Aureliano pudo morir como había muerto Juan.
El final de la historia sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y que Este se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.
[1] En las cruces rúnicas los dos emblemas enemigos conviven, entrelazados.
Historia del guerrero y de la cautiva
En la página 278 del libro La poesía (Bari, 1942), Croce, abreviando un texto latino del historiador Pablo el Diácono, narra la suerte y cita el epitafio de Droctulft; éstos me conmovieron singularmente, luego entendí por qué. Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud («contempsit caros, dum nos amat ille, parentes») y el peculiar contraste que se advertía entre la figura atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:
Terribilis visu facies, sed mente benignos,
Longaque robusto pectores barba fuit! [1]
Tal es la historia del destino de Droctulft, bárbaro que murió defendiendo a Roma, o tal es el fragmento de su historia que pudo rescatar Pablo el Diácono. Ni siquiera sé en qué tiempo ocurrió: si al promediar él siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia; si en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Imaginemos (éste no es un trabajo histórico) lo primero.
Imaginemos, sub specie aeternitatis, a Droctulft no al individuo Droctulft, que sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que de él y de otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra del olvido y de la memoria. A través de una oscura geografía de selvas y de ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia, desde las márgenes del Danubio y del Elba, y tal vez no sabía que iba al Sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en cabaña en un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que eran torpes figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de monedas y ajorcas. Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido
Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes,
Hanc patriam reputans esse, Ravenna, suam.
No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue un iluminado, un converso. Al cabo de unas cuantas generaciones, los longobardos que culparon al tránsfuga, procedieron como él; se hicieron italianos, lombardos y acaso alguno de su sangre –Aldíger– pudo engendrar a quienes engendraron al Alighieri... Muchas conjeturas cabe aplicar al acto de Droctulft; la mía es la más económica; si no es verdadera como hecho, lo será corno símbolo.
Cuando leí en el libro de Croce la historia del guerrero, ésta me conmovió de manera insólita y tuve la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido mío. Fugazmente pensé en los jinetes mogoles que querían hacer de la China un infinito campo de pastoreo y luego envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir; no era ésa la memoria que yo buscaba. La encontré al fin; era un relato que le oí alguna vez a mi abuela inglesa, que ha muerto.
En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín; más allá, a cuatro o cinco leguas uno de otro, la cadena de los fortines; más allá, lo que se denominaba entonces la Pampa y también Tierra Adentro. Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi abuela comentó su destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo; le dijeron que no era la única y le señalaron, meses después, una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza. Vestía dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo que otra inglesa quería hablar con ella. La mujer asintió; entró en la comandancia sin temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de cierva; las manos, fuertes y huesudas. Venía del desierto, de Tierra Adentro, y todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles.
Quizá las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas; estaban lejos de su isla querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor. Haría quince años que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después, en la revolución del 74; quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...
Todos los años, la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y «vicios»; no apareció, desde la conversación con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez. Mi abuela había salido a cazar; en un rancho, cerca de los bañados, un hombre degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre caliente. No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo.
Mil trescientos años y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de Droctulft. Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
A Ulrike von Kühlmann.
[1] También Gibbon (Decline and fall, XLV) transcribe estos versos.
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829–1871)
Before the world was made.
Yeats: The winding stair
El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso si, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto; Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada. Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal; noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado; en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carnes a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado ese nombre; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro.
................................................
Emma Zunz
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día el suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el sueldo sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjarnan, de Malmó, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjarnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que la advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer –¡una Gauss, que le trajo una buena dote!–, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídish. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que tenía preparada («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca ni alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
.......................................................
La Casa de Asterión
Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
...............................................
La Otra Muerte
Un par de años hará (he perdido la carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú, anunciando el envío de una versión, acaso la primera española, del poema The past, de Ralph Waldo Emerson, y, agregando en una posdata que don Pedro Damián, de quien yo guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas, de una congestión pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la sangrienta jornada de Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta convencional, porque don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido las banderas de Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomó en una estancia de Río Negro o de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última; repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últimos treinta años los pasó en un puesto muy solo, a una o dos leguas del Ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas luces. El sonido y la furia de Masoller agotaban su historia; no me sorprendió que los reviviera, en la hora de su muerte... Supe que no vería más a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo recordé una fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo episodio se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del entrerriano me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de Masoller; Emir Rodríguez Monegal, a quien referí el argumento, me dio unas líneas para el coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, «porque el gaucho le teme a la ciudad», de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián.
–¿Damián? ¿Pedro Damián? –dijo el coronel–. Ese sirvió conmigo. Un tapecito que le decían Daymán los muchachos. –Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que, antes de entrar en batalla, nadie sabía quién era. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían coaligado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada...
Absurdamente, la versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado, sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de Damián; no las había dictado la modestia, sino el bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un hombre meramente animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos memorable que Lord Jim y que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martín Fierro – sobre todo, ante gauchos orientales. En lo que Tabares dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llamaba artiguismo: la conciencia (tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo... Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada efusión.
En el invierno, la falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico (que torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la casa del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también había militado en la revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de Masoller. Amaro refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como quien está pensando en voz alta:
–Hicimos noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un mozo esquilador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí con acritud.
–Ya sé le dije–. El argentino que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos me miraban perplejos.
–Usted se equivoca, señor –dijo, al fin, Amaro –. Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. Serían las cuatro de la tarde. En la cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la infantería colorada; los nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en pleno pecho. Se paró en los estribos, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos. Estaba muerto y la última carga de Masoller le pasó por encima. Tan valiente y no había cumplido veinte años.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí.
–Malas palabras –dijo el coronel–, que es lo que se grita en las cargas.
–Puede ser –dijo Amaro–, pero también gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos callados. Al final, el coronel murmuró:
–No como si peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con sincera perplejidad:
–Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Damián .
No pudimos lograr que lo recordara.
En Buenos Aires, el estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante los once deleitables volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería inglesa de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. Le pregunté por su traducción de The past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le recordé que me había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de Damián. Preguntó quién era Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que me oía con extrañeza, y busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más diestro y sin duda más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más debo registrar. En abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares; éste ya no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualeguaychú; no di con el rancho de Damián, de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de Damián; meses después, hojeando unos álbumes, comprobé que el rostro sombrío que yo había conseguido evocar era el del célebre tenor Tamberlick, en el papel de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más fácil, pero también la menos satisfactoria, postula dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904. Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes de la memoria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar, una conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero.) Más curiosa es la conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kühlmann. Pedro Damián, decía Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; «murió», y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos del canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de identidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino así: Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos lás sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Asf, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales. En la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Esta es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso de puestero Abaroa; éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián.
En cuanto a mí, entiendo no correr un peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a los hombres, una suerte de escándalo de la razón; pero algunas circunstancias mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo ese nombre para creer algún día que su historia me fue sugerida por los argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencioné en el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a los veinte años en una triste guerra ignorada y en una batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades.
...........................................
Deutsches Requiem
Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich Forkel, fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses, en los últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur Linde, mi padre, se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio.[1] En cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún modo soy ellos.
..........................................
El Zahir
En Buenos Aires el Zahír es una moneda común, de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones del Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada, llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar, y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efígies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciado el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar un aire grave y, al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora y los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada... La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Esta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta; conviene que sea la última; ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionado su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tomado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se llama oxímoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oximoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Efeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el Luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las 33 baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos «pensamientos» eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de un demoníaco influjo.) Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.
Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterrarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé, impensadamente, en Urquiza; me dirigí al oeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Este encierra dos o tres perífrasis enigmáticas –en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente– y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración. porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultabas más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos... Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso «reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original del informe de Philip Meadows Taylor». La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras mulsulmanas, lo dice de «los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente». El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, «construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo». Más dilatado es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución «Haber visto al Tigre» (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la figura del tigre. Años después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nittur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al–Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer [1], pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamó Yaúq y después un profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro [2]. También dijo que Dios es inescrutable.
Muchas veces leí la monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: «Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo».
La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
–Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes, yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; mas bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios.
A Rally Zenner.
-----
[1] Así escribe Taylor esa palabra.
[2]Barlach observa que Yaúq figura en el Corán (71, 23) y que el profeta es Al–Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal de Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.
.................................................
La Busca de Averroes
S`imaginant que la tragédie n`est autre chose que l'art de louer...
Ernest Renan: Averroès, 48 (1861)
La pluma corría sobre la hoja, los argumentos se enlazaban, irrefutables, pero una leve preocupación empañó la felicidad de Averroes. No la causaba el Tahafut, trabajo fortuito, sino un problema de índole filológica vinculado a la obra monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de Aristóteles. Este griego, manantial de toda filosofía, había sido otorgado a los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber; interpretar sus libros como los ulemas interpretan el Alcorán era el arduo propósito de Averroes. Pocas cosas más bellas y más patéticas registrará la historia que esa consagración de un médico árabe a los pensamientos de un hombre de quien lo separaban catorce siglos; a las dificultades intrínsecas debemos añadir que Averroes, ignorante del siríaco y del griego, trabajaba sobre la traducción de una traducción. La víspera, dos palabras dudosas lo habían detenido en el principio de la Poética. Esas palabras eran tragedia y comedia. Las había encontrado años atrás, en el libro tercero de la Retórica; nadie, en el ámbito del Islam, barruntaba lo que querían decir. Vanamente había fatigado las páginas de Alejandro de Afrodisia, vanamente había compulsado las versiones del nestoriano Hunáin ibn–Ishaq y de Abu–Bashar Mata. Esas dos palabras arcanas pululaban en el texto de la Poética; imposible eludirlas.
Averroes dejó la pluma. Se dijo (sin demasiada fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos, guardó el manuscrito del Tahafut y se dirigió al anaquel donde se alineaban, copiados por calígrafos persas, los muchos volúmenes del Mohkam del ciego Abensida. Era irrisorio imaginar que no los había consultado, pero lo tentó el ocioso placer de volver sus páginas. De esa estudiosa distracción lo distrajo una suerte de melodía. Miró por el balcón enrejado; abajo, en el estrecho patio de tierra, jugaban unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en los hombros de otro, hacía notoriamente de almuédano; bien cerrados los ojos, salmodiaba No hay otro dios que el Dios. El que lo sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado, de congregación de los fieles. El juego duró poco; todos querían ser el almuédano, nadie la congregación o la torre. Averroes los oyó disputar en dialecto grosero, vale decir en el incipiente español de la plebe musulmana de la Península. Abrió el Quitah ul ain de Jalil y pensó con orgullo que en toda Córdoba (acaso en todo Al–Andalus) no había otra copia de la obra perfecta que esta que el emir Yacub Almansur le había remitido de Tánger. El nombre de ese puerto le recordó que el viajero Abulcásim Al–Asharí, que había regresado de Marruecos, cenaría con él esa noche en casa del alcoranista Farach. Abulcásim decía haber alcanzado los reinos del imperio de Sin (de la China); sus detractores, con esa lógica peculiar que da el odio, juraban que nunca había pisado la China y que en los templos de ese país había blasfemado de Alá. Inevitablemente, la reunión duraría unas horas; Averroes, presuroso, retomó la escritura del Tahafut. Trabajó hasta el crepúsculo de la noche.
El diálogo, en la casa de Farach, pasó de las incomparables virtudes del gobernador a las de su hermano el emir; después, en el jardín, hablaron de rosas. Abulcásim, que no las había mirado, juró que no había rosas como las rosas que decoran los cármenes andaluces. Farach no se dejó sobornar; observó que el docto Ibn Qutaiba describe una excelente variedad de la rosa perpetua, que se da en los jardines del Indostán y cuyos pétalos, de un rojo encarnado, presentan caracteres que dicen: No hay otro dios como el Dios. Muhámmad es el Apóstol de Dios. Agregó que Abulcásim, seguramente, conocería esas rosas. Abulcásim lo miró con alarma. Si respondía que sí, todos lo juzgarían, con razón, el más disponible y casual de los impostores; si respondía que no, lo juzgarían un infiel. Optó por musitar que con el Señor están las llaves de las cosas ocultas y que no hay en la tierra una cosa verde o una cosa marchita que no esté registrada en Su Libro. Esas palabras pertenecen a una de las primeras azoras; las acogió un murmullo reverencial. Envanecido por esa victoria dialéctica, Abulcásim iba a pronunciar que el Señor es perfecto en sus obras e inescrutable. Entonces Averroes declaró, prefigurando las remotas razones de un todavía problemático Hume:
–Me cuesta menos admitir un error en el docto Ibn Qutaiba, o en los copistas, que admitir que la tierra da rosas con la profesión de la fe.
–Así es. Grandes y verdaderas palabras –dijo Abulcásim.
–Algún viajero –recordó el poeta Abdalmálik– habla de un árbol cuyo fruto son verdes pájaros. Menos me duele creer en él que en rosas con letras.
–El color de los pájaros –dijo Averroes– parece facilitar el portento. Además, los frutos y los pájaros pertenecen al mundo natural, pero la escritura es un arte. Pasar de hojas a pájaros es más fácil que de rosas a letras.
Otro huésped negó con indignación que la escritura fuese un arte, ya que el original del Qurán –la madre del Libro¬– es anterior a la Creación y se guarda en el cielo. Otro habló de Cháhiz de Basra, que dijo que el Qurán es una sustancia que puede tomar la forma de un hombre o la de un animal, opinión que parece convenir con la de quienes le atribuyen dos caras. Farach expuso largamente la doctrina ortodoxa. El Qurán (dijo) es uno de los atributos de Dios, como Su piedad; se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón, y el idioma y los signos y la escritura son obra de los hombres, pero el Qurán es irrevocable y eterno. Averroes, que había comentado la República, pudo haber dicho que la madre del Libro es algo así como su modelo platónico, pero notó que la teología era un tema del todo inaccesible a Abulcásim.
Otros, que también lo advirtieron, instaron a Abulcásim a referir alguna maravilla. Entonces como ahora, el mundo era atroz; los audaces podían recorrerlo, pero también los miserables, los que se allanaban a todo. La memoria de Abulcásim era un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué podía referir? Además, le exigían maravillas y la maravilla es acaso incomunicable; la luna de Bengala no es igual a la luna del Yemen, pero se deja describir con las mismas voces. Abulcásim vaciló; luego, habló:
–Quien recorre los climas y las ciudades –proclamó con unción– ve muchas cosas que son dignas de crédito. Esta, digamos, que sólo he referido una vez, al rey de los turcos. Ocurrió en Sin Kalán (Cantón), donde el río del Agua de la Vida se derrama en el mar.
Farach preguntó si la ciudad quedaba a muchas leguas de la muralla que Iskandar Zul Qarnain (Alejandro Bicorne de Macedonia) levantó para detener a Gog y a Magog.
–Desiertos la separan –dijo Abulcásim, con involuntaria soberbia–. Cuarenta días tardaría una cáfila (caravana) en divisar sus torres y dicen que otros tantos en alcanzarla. En Sin Kalán no sé de ningún hombre que la haya visto o que haya visto a quien la vio.
El temor de lo crasamente infinito, del mero espacio, de la mera materia, tocó por un instante a Averroes. Miró el simétrico jardín; se supo envejecido, inútil, irreal. Decía Abulcásim:
–Una tarde, los mercaderes musulmanes de Sin Kalán me condujeron a una casa de madera pintada, en la que vivían muchas personas. No se puede contar cómo era esa casa, que más bien era un solo cuarto, con filas de alacenas o de balcones, unas encima de otras. En esas cavidades había gente que comía y bebía; y asimismo en el suelo, y asimismo en una terraza. Las personas de esa terraza tocaban el tambor y el laúd, salvo unas quince o veinte (con máscaras de color carmesí) que rezaban, cantaban y dialogaban. Padecían prisiones, y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero las espadas eran de caña; morían y después estaban de pie.
–Los actos de los locos –dijo Farach– exceden las previsiones del hombre cuerdo.
–No estaban locos –tuvo que explicar Abulcásim–. Estaban figurando, me dijo un mercader, una historia.
Nadie comprendió, nadie pareció querer comprender. Abulcásim, confuso, pasó de la escuchada narración a las desairadas razones. Dijo, ayudándose con las manos:
–Imaginemos que alguien muestra una historia en vez de referirla. Sea esa historia la de los durmientes de Efeso. Los vemos retirarse a la caverna, los vemos orar y dormir, los vemos dormir con los ojos abiertos, los vemos crecer mientras duermen, los vemos despertar a la vuelta de trescientos nueve años, los vemos entregar al vendedor una antigua moneda, los vemos despertar en el paraíso, los vemos despertar con el perro. Algo así nos mostraron aquella tarde las personas de la terraza.
–¿Hablaban esas personas? –interrogó Farach.
–Por supuesto que hablaban –dijo Abulcásim, convertido en apologista de una función que apenas recordaba y que lo había fastidiado bastante–. ¡Hablaban y cantaban y peroraban!
–En tal caso –dijo Farach– no se requerían veinte personas. Un solo hablista puede referir cualquier cosa, por compleja que sea.
Todos aprobaron ese dictamen. Se encarecieron las virtudes del árabe, que es el idioma que usa Dios para dirigir a los ángeles; luego, de la poesía de los árabes. Abdalmálik, después de ponderarla debidamente, motejó de anticuados a los poetas que en Damasco o en Córdoba se aferraban a imágenes pastoriles y a un vocabulario beduino. Dijo que era absurdo que un hombre ante cuyos ojos se dilataba el Guadalquivir celebrara el agua de un pozo. Urgió la conveniencia de renovar las antiguas metáforas; dijo que cuando Zuhair comparó al destino con un camello ciego, esa figura pudo suspender a la gente, pero que cinco siglos de admiración la habían gastado. Todos aprobaron ese dictamen, que ya habían escuchado muchas veces, de muchas bocas. Averroes callaba. Al fin habló, menos para los otros que para él mismo.
–Con menos elocuencia –dijo Averroes– pero con argumentos congéneres, he defendido alguna vez la proposición que mantiene Abdalmálik. En Alejandría se ha dicho que sólo es incapaz de una culpa quien ya la cometió y ya se arrepintió; para estar libre de un error, agreguemos, conviene haberlo profesado. Zuhair, en su mohalaca, dice que en el decurso de ochenta años de dolor y de gloria, ha visto muchas veces al destino atropellar de golpe a los hombres, como un camello ciego; Abdalmálik entiende que esa figura ya no puede maravillar. A ese reparo cabría contestar muchas cosas. La primera, que si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos. La segunda, que un famoso poeta es menos inventor que descubridor. Para alabar a Ibn–Sháraf de Berja, se ha repetido que sólo él pudo imaginar que las estrellas en el alba caen lentamente, como las hojas de los árboles; ello, si fuera cierto, evidenciaría que la imagen es baladí. La imagen que un solo hombre puede formar es la que no toca a ninguno. Infinitas cosas hay en la tierra; cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros. En cambio, nadie no sintió alguna vez que el destino es fuerte y es torpe, que es inocente y es también inhumano. Para esa convicción, que puede ser pasajera o continua, pero que nadie elude, fue escrito el verso de Zuhair. No se dirá mejor lo que allí se dijo. Además (y esto es acaso lo esencial de mis reflexiones), el tiempo, que despoja los alcázares, enriquece los versos. El de Zuhair, cuando éste lo compuso en Arabia, sirvió para confrontar dos imágenes, la del viejo camello y la del destino; repetido ahora, sirve para memoria de Zuhair y para confundir nuestros pesares con los de aquel árabe muerto. Dos términos tenía la figura y hoy tiene cuatro. El tiempo agranda el ámbito de los versos y sé de algunos que a la par de la música, son todo para todos los hombres. Así, atormentado hace años en Marrakesh por memorias de Córdoba, me complacía en repetir el apóstrofe que Abdurrahmán dirigió en los jardines de Ruzafa a una palma africana:
Tú también eres, oh palma!,
En este suelo extranjera...
Singular beneficio de la poesía; palabras redactadas por un rey que anhelaba el Oriente me sirvieron a mí, desterrado en África, para mi nostalgia de España.
Averroes, después, habló de los primeros poetas, de aquellos que en el Tiempo de la Ignorancia, antes del Islam, ya dijeron todas las cosas, en el infinito lenguaje de los desiertos. Alarmado, no sin razón, por las fruslerías de lbn–Sháraf, dijo que en los antiguos y en el Qurán estaba cifrada toda poesía y condenó por analfabeta y por vana la ambición de innovar. Los demás lo escucharon con placer, porque vindicaba lo antiguo.
Los muecines llamaban a la oración de la primera luz cuando Averroes volvió a entrar en la biblioteca. (En el harén, las esclavas de pelo negro habían torturado a una esclava de pelo rojo, pero él no lo sabría sino a la tarde.) Algo le había revelado el sentido de las dos palabras oscuras. Con firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al manuscrito: Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario.
Sintió sueño, sintió un poco de frío. Desceñido el turbante, se miró en un espejo de metal. No sé lo que vieron sus ojos, porque ningún historiador ha descrito las formas de su cara. Sé que desapareció bruscamente, como si lo fulminara un fuego sin luz, y que con él desaparecieron la casa y el invisible surtidor y los libros y los manuscritos y las palomas y las muchas esclavas de pelo negro y la trémula esclava de pelo rojo y Farach y Abulcásim y los rosales y tal vez el Guadalquivir.
En la historia anterior quise narrar el proceso de una derrota. Pensé, primero, en aquel arzobispo de Canterbury que se propuso demostrar que hay un Dios; luego, en los alquimistas que buscaron la piedra filosofal; luego, en los vanos trisectores del ángulo y rectificadores del círculo. Reflexioné, después, que más poético es el caso de un hombre que se propone un fin que no está vedado a los otros, pero sí a él. Recordé a Averroes, que encerrado en el ámbito del Islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia. Referí el caso; a medida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel dios mencionado por Burton que se propuso crear un toro y creó un búfalo. Sentí que la obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, «Averroes» desaparece.)
La Escritura del Dios
La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja, en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía ca¬minar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la Pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios, pero éste no me abandonó y me mantuve silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui debelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después, empecé a avistar el recuerdo; era una de las tradiciones del dios. Este, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más vulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda la palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo universo.
Un día o una noche –entre mis días y mis noches, ¿qué diferencia cabe?– soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que despertaba y que había dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando; con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil; la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente.
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: Ni una arena soñada puede matarme ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la rodaja, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales) y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
A Ema Risso Platero
.......................................
Abenjacán el Bojarí, Muerto en su laberinto
... son comparables a la araña, que edifica una casa.
Alcorán, XXIX, 40
Unwin, su compañero, se sacó la pipa de la boca y emitió sonidos modestos y aprobatorios. Era la primera tarde del verano de 1914; hartos de un mundo sin la dignidad del peligro, los amigos apreciaban la soledad de ese confín de Cornwall. Dunraven fomentaba una barba oscura y se sabía autor de una considerable epopeya que sus contemporáneos casi no podrían escandir y cuyo tema no le había sido aún revelado; Unwin había publicado un estudio sobre el teorema que Fermat no escribió al margen de una página de Diofanto. Ambos –¿será preciso que lo diga?– eran jóvenes, distraídos y apasionados.
–Hará un cuarto de siglo –dijo Dunraven– que Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé qué tribu nilótica, murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras.
Unwin preguntó por qué, dócilmente.
–Por diversas razones –fue la respuesta–. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En segundo lugar, la vigilaban un esclavo y un león. En tercer lugar, se desvaneció un tesoro secreto. En cuarto lugar, el asesino estaba muerto cuando el asesinato ocurrió. En quinto lugar...
Unwin, cansado, lo detuvo.
–No multipliques los misterios –le dijo––. Estos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill.
–O complejos –replicó Dunraven–. Recuerda el universo.
Repechando colinas arenosas, habían llegado al laberinto. Este, de cerca, les pareció una derecha y casi interminable pared, de ladrillos sin revocar, apenas más alta que un hombre. Dunraven dijo que tenía la forma de un círculo, pero tan dilatada era su área que no se percibía la curvatura. Unwin recordó a Nicolás de Cusa, para quien toda línea recta es el arco de un círculo infinito... Hacia la medianoche descubrieron una ruinosa puerta, que daba a un ciego y arriesgado zaguán. Dunraven dijo que en el interior de la casa había muchas encrucijadas, pero que doblando siempre a la izquierda, llegarían en poco más de una hora al centro de la red. Unwin asintió. Los pasos cautelosos resonaron en el suelo de piedra; el corredor se bifurcó en otros más angostos. La casa parecía querer ahogarlos, el techo era muy bajo. Debieron avanzar uno tras otro por la complicada tiniebla. Unwin iba delante. Entorpecido de asperezas y de ángulos, fluía sin fin contra su mano el invisible muro. Unwin, lento en la sombra, oyó de boca de su amigo la historia de la muerte de Abenjacán.
–Acaso el más antiguo de mis recuerdos –contó Dunraven– es el de Abenjacán el Bojarí en el puerto de Pentreath. Lo seguía un hombre negro con un león; sin duda el primer negro y el primer león que miraron mis ojos, fuera de los grabados de la Escritura. Entonces yo era niño, pero la fiera del color del sol y el hombre del color de la noche me impresionaron menos que Abenjacán. Me pareció muy alto; era un hombre de piel cetrina, de entrecerrados ojos negros, de insolente nariz, de carnosos labios, de barba azafranada, de pecho fuerte, de andar seguro y silencioso. En casa dije: «Ha venido un rey en un buque». Después, cuando trabajaron los albañiles, amplié ese título y le puse el Rey de Babel.
La noticia de que el forastero se fijaría en Pentreath fue recibida con agrado; la extensión y la forma de su casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una casa constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores. «Entre los moros se usarán tales casas, pero no entre cristianos», decía la gente. Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura, exhumó la historia de un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un laberinto y la divulgó desde el púlpito. El lunes, Abenjacán visitó la rectoría; las circunstancias de la breve entrevista no se conocieron entonces, pero ningún sermón ulterior aludió a la soberbia, y el moro pudo contratar albañiles. Años después, cuando pereció Abenjacán, Allaby, declaró a las autoridades la substancia del diálogo.
Abenjacán le dijo, de pie, estas o parecidas palabras: «Ya nadie puede censurar lo que yo hago. Las culpas que me infaman son tales que aunque yo repitiera durante siglos el Ultimo Nombre de Dios, ello no bastaría para mitigar uno solo de mis tormentos; las culpas que me infaman son tales que aunque yo lo matara con estas manos, ello no agravaría los tormentos que me destina la infinita Justicia. En tierra alguna es desconocido mi nombre; soy Abenjacán el Bojarí y he regido las tribus del desierto con un cetro de hierro. Durante muchos años las despojé, con asistencia de mi primo Zaid, pero Dios oyó mi clamor y sufrió que se rebelaran. Mis gentes fueron rotas y acuchilladas; yo alcancé a huir con el tesoro recaudado en mis años de expoliación. Zaid me guió al sepulcro de un santo, al pie de una montaña de piedra. Le ordené a mi esclavo que vigilara la cara del desierto;
Zaid y yo dormimos, rendidos. Esa noche creí que me aprisionaba una red de serpientes. Desperté con horror; a mi lado, en el alba, dormía Zaid; el roce de una telaraña en mi carne me había hecho soñar aquel sueño. Me dolió que Zaid, que era cobarde, durmiera con tanto reposo. Consideré que el tesoro no era infinito y que él podía reclamar una parte. En mi cinto estaba la daga con empuñadura de plata; la desnudé y le atravesé la garganta. En su agonía balbuceó unas palabras que no pude entender. Lo miré; estaba muerto, pero yo temí que se levantara y le ordené al esclavo que le deshiciera la cara con una roca. Después erramos bajo el cielo y un día divisamos un mar. Lo surcaban buques muy altos; pensé que un muerto no podría andar por el agua y decidí buscar otras tierras. La. primera noche que navegamos soñé que yo mataba a Zaid. Todo se repitió, pero yo entendí sus palabras. Decía: Como ahora me borras te borraré, dondequiera que estés. He jurado frustrar esa amenaza; me ocultaré en el centro de un laberinto para que su fantasma se pierda».
Dicho lo cual, se fue. Allaby trató de pensar que el moro estaba loco y que el absurdo laberinto era un símbolo y un claro testimonio de su locura. Luego reflexionó que esa explicación condecía con el extravagante edificio y con el extravagante relato, no con la enérgica impresión que dejaba el hombre Abenjacán. Quizá tales historias fueran comunes en los arenales egipcios, quizá tales rarezas correspondieran (como los dragones de Plinio) menos a una persona que a una cultura...
Allaby, en Londres, revisó números atrasados del Times; comprobó la verdad de la rebelión y de una subsiguiente derrota del Bojarí y de su visir, que tenía fama de cobarde.
Aquél, apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto. No lo vieron más en el pueblo; a veces Allaby temió que Zaid ya lo hubiera alcanzado y aniquilado. En las noches el viento nos traía el rugido del león, y las ovejas del redil se apretaban con un antiguo miedo.
Solían anclar en la pequeña bahía, rumbo a Cardiff o a Bristol, naves de puertos orientales. El esclavo descendía del laberinto (que entonces, lo recuerdo, no era rosado, sino de color carmesí) y cambiaba palabras africanas con las tripulaciones y parecía buscar entre los hombres el fantasma del rey. Era fama que tales embarcaciones traían contrabando, y si de alcoholes o marfiles prohibidos, ¿por qué no, también, de hombres muertos?
A los tres años de erigida la casa, ancló al pie de los cerros el Rose o f Sharon. No fui de los que vieron ese velero y tal vez en la imagen que tengo de él influyen olvidadas litografías de Aboukir o de Trafalgar, pero entiendo que era de esos barcos muy trabajados que no parecen obra de naviero, sino de carpintero y menos de carpintero que de ebanista. Era (si no en la realidad, en mis sueños) bruñido, oscuro, silencioso y veloz, y lo tripulaban árabes y malayos.
Ancló en el alba de uno de los días de octubre. Hacia el atardecer, Abenjacán irrumpió en casa de Allaby. Lo dominaba la pasión del terror; apenas pudo articular que Zaid ya había entrado en el laberinto y que su esclavo y su león habían perecido. Seriamente preguntó si las autoridades podrían ampararlo. Antes que Allaby respondiera, se fue, como si lo arrebatara el mismo terror que lo había traído a esa casa, por segunda y última vez. Allaby, solo en su biblioteca, pensó con estupor que ese temeroso había oprimido en el Sudán a tribus de hierro y sabía qué cosa es una batalla y qué cosa es matar. Advirtió, al otro día, que ya había zarpado el velero (rumbo a Suakin en el Mar Rojo, se averiguó después). Reflexionó que su deber era comprobar la muerte del esclavo v se dirigió al laberinto. El jadeante relato del Bojarí le pareció fantástico, pero en un recodo de las galerías dio con el león, y el león estaba muerto, y en otro, con el esclavo, que estaba muerto, y en la cámara central con el Bojarí, a quien le habían destrozado la cara. A los pies del hombre había un arca taraceada de nácar; alguien había forzado la cerradura y no quedaba ni una sola moneda.
Los períodos finales, agravados de pausas oratorias, querían ser elocuentes; Unwin adivinó que Dunraven los había emitido muchas veces, con idéntico aplomo y con idéntica ineficacia. Preguntó, para simular interés
–¿Cómo murieron el león y el esclavo?
La incorregible voz contestó con sombría satisfacción:
–También les habían destrozado la cara.
Al ruido de los pasos se agregó el ruido de la lluvia. Unwin pensó que tendrían que dormir en el laberinto, en la «cámara central» del relato, y que en el recuerdo de esa larga incomodidad sería una aventura. Guardó silencio: Dunraven no pudo contenerse y le preguntó, como quien no perdona una deuda:
–¿No es inexplicable esta historia?
Unwin le respondió, como si pensara en voz alta
–No sé si es explicable o inexplicable. Sé que es mentira.
Dunraven prorrumpió en malas palabras e invocó el testimonio del hijo mayor del rector (Allaby, parece, había muerto) y de todos los vecinos de Pentreath. No menos atónito que Dunraven, Unwin se disculpó. El tiempo, en la oscuridad, parecía más largo; los dos temieron haber extraviado el camino y estaban muy cansados cuando una tenue claridad superior les mostró los peldaños iniciales de una angosta escalera. Subieron y llegaron a una ruinosa habitación redonda. Dos signos perduraban del temor del malhadado rey: una estrecha ventana que dominaba los páramos y el mar y en el suelo una trampa que se abría sobre la curva de la escalera. La habitación, aunque espaciosa, tenía mucho de celda carcelaria.
Menos instados por la lluvia que por el afán de vivir para la rememoración y la anécdota, los amigos hicieron noche en el laberinto. El matemático durmió con tranquilidad; no así el poeta, acosado por versos que su razón juzgaba detestables:
Faceless the sultry and overpowering lion,
Faceless the stricken slave, faceless the king.
Unwin creía que no le había interesado la historia de la muerte del Bojarí, pero se despertó con la convicción de haberla descifrado. Todo aquel día estuvo preocupado y huraño, ajustando y reajustando las piezas, y tres o cuatro noches después, citó a Dunraven en una cervecería de Londres y le dijo estas o parecidas palabras:
–En Cornwall dije que era mentira la historia que te oí. Los hechos eran ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo manifiesto, mentira. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el laberinto increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberinto. No erige un laberinto sobre un alto lugar de la costa, un laberinto carmesí que avistan desde lejos los marineros. No preciso erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es. Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un edificio. La sabia reflexión que ahora te someto me fue deparada anteanoche, mientras oíamos llover sobre el laberinto y esperábamos que el sueño nos visitara; amonestado y mejorado por ella, opté por olvidar tus absurdidades y pensar en algo sensato.
–En la teoría de los conjuntos, digamos, o en una cuarta dimensión del espacio –observó Dunraven.
–No –dijo Unwin con seriedad–. Pensé en el laberinto de Creta. El laberinto cuyo centro era un hombre con cabeza de toro.
Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos. Dijo, para aplazar lo inevitable:
–Cabeza de toro tiene en medallas y esculturas el minotauro. Dante lo imaginó con cuerpo de toro y cabeza de hombre.
–También esa versión me conviene –Unwin asintió–. Lo que importa es la correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso. El minotauro justifica con creces la existencia del laberinto: Nadie dirá lo mismo de una amenaza percibida en un sueño. Evocada la imagen del minotauro (evocación fatal en un caso en que hay un laberinto), el problema, virtualmente, estaba resuelto. Sin embargo, confieso que no entendí que esa antigua imagen era la clave y así fue necesario que tu relato me suministrara un símbolo más preciso: la telaraña.
–¿La telaraña? –repitió, perplejo, Dunraven.
–Sí. Nada me asombraría que la telaraña (la forma universal de la telaraña, entendamos bien, la telaraña de Platón) hubiera sugerido al asesino (porque hay un asesino) su crimen. Recordarás que el Bojarí, en una tumba, soñó con una red de serpientes y que al despertar descubrió que una telaraña le había sugerido aquel sueño. Volvamos a esa noche en que el Bojarí soñó con una red. El rey vencido y el visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro. Se refugian en una tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un cobarde; no duerme el rey, de quien sabemos que es un valiente. El rey, para no compartir el tesoro con el visir, lo mata de una cuchillada; su sombra lo amenaza en un sueño, noches después. Todo esto es increíble; yo entiendo que los hechos ocurrieron de otra manera. Esa noche durmió el rey, el valiente, y veló Zaid, el cobarde. Dormir es distraerse del universo, y la distracción es difícil para quien sabe que lo persiguen con espadas desnudas. Zaid, ávido, se inclinó sobre el sueño de su rey. Pensó en matarlo (quizá jugó con el puñal), pero no se atrevió. Llamó al esclavo, ocultaron parte del tesoro en la tumba, huyeron a Suakin y a Inglaterra. No para ocultarse del Bojarí, sino para atraerlo y matarlo, construyó a la vista del mar el alto laberinto de muros rojos. Sabía que las naves llevarían a los puertos de Nubia la fama del hombre bermejo, del esclavo y del león, y que, tarde o temprano, el Bojarí lo vendría a buscar en su laberinto. En el último corredor de la red esperaba la trampa. El Bojarí lo despreciaba infinitamente; no se rebajaría a tomar la menor precaución. El día codiciado llegó; Abenjacán desembarcó en Inglaterra, caminó hasta la puerta del laberinto, barajó los ciegos corredores y ya había pisado, tal vez, los primeros peldaños cuando su visir lo mató, no sé si de un balazo, desde la trampa. El esclavo mataría al león y otro balazo mataría al esclavo. Luego Zaid deshizo las tres caras con una piedra. Tuvo que obrar así; un solo muerto con la cara deshecha hubiera sugerido un problema de identidad, pero la fiera, el negro y el rey formaban una serie y, dados los dos términos iniciales, todos postularían el último. No es raro que lo dominara el temor cuando habló con Allaby; acababa de ejecutar la horrible faena y se disponía a huir de Inglaterra para recuperar el tesoro.
Un silencio pensativo, o incrédulo, siguió a las palabras de Unwin. Dunraven pidió otro jarro de cerveza antes de opinar.
–Acepto ––dijo– que mi Abenjacán sea Zaid. Tales metamorfosis, me dirás, son clásicos artificios del género, son verdaderas convenciones cuya observación exige el lector. Lo que me resisto a admitir es la conjetura de que una porción del tesoro quedara en el Sudán. Recuerda que Zaid huía del rey y de los enemigos del rey; más fácil es imaginarlo robándose todo el tesoro que demorándose a enterrar una parte. Quizá no se encontraron monedas porque no quedaban monedas; los albañiles habrían agotado un caudal que, a diferencia del oro rojo de los Nibelungos, no era infinito. Tendríamos así a Abenjacán atravesando el mar para reclamar un tesoro dilapidado.
–Dilapidado, no –dijo Unwin–. Invertido en armar en tierra de infieles una gran trampa circular de ladrillo destinada a apresarlo y aniquilarlo. Zaid, si tu conjetura es correcta, procedió urgido por el odio y por el temor y no por la codicia. Robó el tesoro y luego comprendió que el tesoro no era lo esencial para él. Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacín y finalmente fue Abenjacán.
–Sí –confirmó Dunraven–. Fue un vagabundo que, antes de ser nadie en la muerte, recordaría haber sido un rey o haber fingido ser un rey, algún día.
...................................................
Los dos reyes y los dos laberintos
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso».
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.
......................................................
La Espera
El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reververaba, más lejos, en unos invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares... En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: «Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación».
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no los advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término –salvo que el diario, una mañana trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer, ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.
Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo, donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricables pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villari entraban con revólveres en la pieza o lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño el ataque se repetía y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños del temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o –y esto es quizá lo más verosímil– para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.
.........................................................
El Hombre en el Umbral
Bioy Casares trajo de Londres un curioso puñal de hoja triangular y empuñadura en forma de H; nuestro amigo Christopher Dewey, del Concejo Británico, dijo que tales armas eran de uso común en el Indostán. Ese dictamen lo alentó a mencionar que había trabajado en aquel país, entre las dos guerras. (Ultra Auroram et Gangen, recuerdo que dijo en latín, equivocando un verso de Juvenal.) De las historias que esa noche contó, me atrevo a reconstruir la que sigue. Mi texto será fiel: líbreme Alá de la tentación de añadir breves rasgos circunstanciales o de agravar, con interpolaciones de Kipling, el cariz exótico del relato. Este, por lo demás, tiene un antiguo y simple sabor que sería una lástima perder, acaso el de las Mil y una noches.
«La exacta geografía de los hechos que voy a referir importa muy poco. Además, ¿qué precisión guardan en Buenos Aires los nombres de Amritsar o de Udh? Básteme, pues, decir que en aquellos años hubo disturbios en una ciudad musulmana y que el gobierno central envió a un hombre fuerte para imponer el orden. Ese hombre era escocés, de un ilustre clan de guerreros, y en la sangre llevaba una tradición de violencia. Una sola vez lo vieron mis ojos, pero no olvidaré el cabello muy negro, los pómulos salientes, la ávida nariz y la boca, los anchos hombros, la fuerte osatura de viking. David Alexander Glencairn se llamará esta noche en mi historia; los dos nombres convienen, porque fueron de reyes que gobernaron con un cetro de hierro. David Alexander Glencairn (me tendré que habituar a llamarlo así) era, lo sospecho, un hombre temido; el mero anuncio de su advenimiento bastó para apaciguar la ciudad. Ello no impidió que decretara diversas medidas enérgicas. Unos años pasaron. La ciudad y el distrito estaban en paz: sikhs y musulmanes habían depuesto las antiguas discordias y de pronto Glencairn desapareció. Naturalmente, no faltaron rumores de que lo habían secuestrado o matado.
Estas cosas las supe por mi jefe, porque la censura era rígida y los diarios no comentaron (ni siquiera registraron, que yo recuerde) la desaparición de Glencairn. Un refrán dice que la India es más grande que el mundo; Glencairn, tal vez omnipotente en la ciudad que una firma al pie de un decreto le destinó, era una mera cifra en los engranajes de la administración del Imperio. Las pesquisas de la policía local fueron del todo vanas; mi jefe pensó que un particular podría infundir menos recelo y alcanzar mejor éxito. Tres o cuatro días después (las distancias en la India son generosas) yo fatigaba sin mayor esperanza las calles de la opaca ciudad que había escamoteado a un hombre.
Sentí, casi inmediatamente, la infinita presencia de una conjuración para ocultar la suerte de Glencairn. No hay un alma en esta ciudad (pude sospechar) que no sepa el secreto y que no haya jurado guardarlo. Los más, interrogados, profesaban una ilimitada ignorancia; no sabían quién era Glencairn, no lo habían visto nunca, jamás oyeron hablar de él. Otros, en cambio, lo habían divisado hace un cuarto de hora hablando con Fulano de Tal, y hasta me acompañaban a la casa en que entraron los dos, y en la que nada sabían de ellos, o que acababan de dejar en ese momento. A alguno de esos mentirosos precisos le di con el puño en la cara. Los testigos aprobaron mi desahogo, y fabricaron otras mentiras. No las creí, pero no me atreví a desoírlas. Una tarde me dejaron un sobre con una tira de papel en la que había unas señas...
El sol había declinado cuando llegué. El barrio era popular y humilde; la casa era muy baja; desde la acera entreví una sucesión de patios de tierra y hacia el fondo una claridad. En el último patio se celebraba no sé qué fiesta musulmana; un ciego entró con un laúd de madera rojiza.
A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así me pareció, y el turbante que le rodeaba la cabeza era un jirón más. En el crepúsculo alzó hacia mí una cara oscura y una barba muy blanca. Le hablé sin preámbulos, porque ya había perdido toda esperanza, de David Alexander Glencairn. No me entendió (tal vez no me oyó) y hube de explicar que era un juez y que yo lo buscaba. Sentí, al decir estas palabras, lo irrisorio de interrogar a aquel hombre antiguo, para quien el presente era apenas un indefinido rumor. Nuevas de la Rebelión o de Akbar podría dar este hombre (pensé) pero no de Glencairn. Lo que me dijo confirmó esta sospecha.
–¡Un juez! –artículo con débil asombro–. Un juez que se ha perdido y lo buscan. El hecho aconteció cuando yo era niño. No sé de fechas, pero no había muerto aún Nikal Seyn (Nicholson) ante la muralla de Delhi. El tiempo que se fue queda en la memoria; sin duda soy capaz de recuperar lo que entonces pasó. Dios había permitido, en su cólera, que la gente se corrompiera; llenas de maldición estaban las bocas y de engaños y fraude. Sin embargo, no todos eran perversos, y cuando se pregonó que la reina iba a mandar un hombre que ejecutaría en este país la ley de Inglaterra, los menos malos se alegraron, porque sintieron que la ley es mejor que el desorden. Llegó el cristiano y no tardó en prevaricar y oprimir, en paliar delitos abominables y en vender decisiones. No lo culpamos, al principio; la justicia inglesa que administraba no era conocida de nadie y los aparentes atropellos del nuevo juez correspondían acaso a válidas y arcanas razones. Todo tendrá justificación en su libro, queríamos pensar, pero su afinidad con todos los malos jueces del mundo era demasiado notoria, y al fin hubimos de admitir que era simplemente un malvado. Llegó a ser un tirano y la pobre gente (para vengarse de la errónea esperanza que alguna vez pusieron en él) dio en jugar con la idea de secuestrarlo y someterlo a juicio. Hablar no basta; de los designios tuvieron que pasar a las obras. Nadie, quizá, fuera de los muy simples o los muy jóvenes, creyó qué ese propósito temerario podría llevarse a cabo, pero miles de sikhs y de musulmanes cumplieron su palabra y un día ejecutaron, incrédulos, lo que a cada uno de ellos había parecido imposible. Secuestraron al juez y le dieron por cárcel una alquería en un apartado arrabal. Después, apalabraron a los sujetos agraviados por él o (en algún caso) a los huérfanos y a las viudas, porque la espada del verdugo no había descansado en aquellos años. Por fin –esto fue quizá lo más arduo– buscaron y nombraron un juez para juzgar al juez.
Aquí lo interrumpieron unas mujeres que entraban en la casa.
Luego prosiguió, lentamente:
–Es fama que no hay generación que no incluya cuatro hombres rectos que secretamente apuntalan el universo y lo justifican ante el Señor: uno de esos varones hubiera sido el juez más cabal. ¿Pero dónde encontrarlos, si andan perdidos por el mundo y anónimos y no se reconocen cuando se ven y ni ellos mismos saben el alto ministerio que cumplen? Alguien entonces discurrió que si el destino nos vedaba los sabios, había que buscar a los insensatos. Esta opinión prevaleció. Alcoranistas, doctores de la ley, sikhs que llevan el nombre de leones y que adoran a un Dios, hindúes que adoran muchedumbres de dioses, monjes de Mahavira que enseñan que la forma del universo es la de un hombre con las piernas abiertas, adoradores del fuego y judíos negros, integraron el tribunal, pero el último fallo fue encomendado al arbitrio de un loco.
Aquí lo interrumpieron unas personas que se iban de la fiesta.
–De un loco –repitió– para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y avergonzara las soberbias humanas. Su nombre se ha perdido o nunca se supo, pero andaba desnudo por estas calles, o cubierto de harapos, contándose los dedos con el pulgar y haciendo mofa de los árboles.
Mi buen sentido se rebeló. Dije que entregar a un loco la decisión era invalidar el proceso.
–El acusado aceptó al juez –fue la contestación–. Acaso comprendió que dado el peligro que los conjurados corrían si lo dejaban en libertad, sólo de un loco podía no esperar sentencia de muerte. He oído que se rió cuando le dijeron quién era el juez. Muchos días y noches duró el proceso, por lo crecido del número de testigos.
Se calló. Una preocupación lo trabajaba. Por decir algo pregunté cuántos días.
–Por lo menos, diecinueve –replicó. Gente que se iba de la fiesta lo volvió a interrumpir; el vino está vedado a los musulmanes, pero las caras y las voces parecían de borrachos. Uno le gritó algo, al pasar.
–Diecinueve días, precisamente –rectificó–. El perro infiel oyó la sentencia, y el cuchillo se cebó en su garganta.
Hablaba con alegre ferocidad. Con otra voz dio fin a la historia:
–Murió sin miedo; en los más viles hay alguna virtud.
–¿Dónde ocurrió lo que has contado? –le pregunté–. ¿En una alquería?
Por primera vez me miró en los ojos. Luego aclaró con lentitud, midiendo las palabras:
–Dije que en una alquería le dieron cárcel, no que lo juzgaron ahí. En esta ciudad lo juzgaron: en una casa como todas, como ésta. Una casa no puede diferir de otra: lo que importa es saber si está edificada en el infierno o en el cielo.
Le pregunté por el destino de los conjurados.
–No sé –me dijo con paciencia–. Estas cosas ocurrieron y se olvidaron hace ya muchos años. Quizá los condenaron los hombres, pero no Dios.
Dicho lo cual, se levantó. Sentí que sus palabras me despedían y que yo había cesado para él, desde aquel momento. Una turba hecha de hombres y mujeres de todas las naciones del Punjab se desbordó, rezando y cantando, sobre nosotros y casi nos barrió: me azoró que de patios tan angostos, que eran poco más que largos zaguanes, pudiera salir tanta gente. Otros salían de las casas del vecindario; sin duda habían saltado las tapias... A fuerza de empujones e imprecaciones me abrí camino. En el último patio me crucé con un hombre desnudo, coronado de flores, amarillas, a quien todos besaban y agasajaban, y con una espada en la mano: La espada estaba sucia, porque había dado muerte a Glencairn, cuyo cadáver mutilado encontré en las caballerizas del fondo.»
...........................................
El Aleph
O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space.
Hamlet, II, 2
But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present. Time, a Nunc–stans (ast the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic–stans for an Infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo, pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del di¬vorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. «Es el Príncipe de los poetas de Francia», repetía con fatuidad. «En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas.»
El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.
–Lo evoco– dijo con una animación algo inexplicable– en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto–Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero, abría las compuertas a la imaginación; luego, hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
–Estrofa a todas luces interesante –dictaminó–. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero –¿barroquismo, decadentismo; culto depurado y fanático de la forma?¬– consta, de dos hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadado envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano... Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso. Nada memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, trasmitir esa extravagancia al poema.[1]
Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Este se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941, ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa
Sepan. A manderecha del poste rutinario
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta –¿Color? Blanquiceleste–
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
–Dos audacias –grító con exultación–, rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito. Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente, denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector; se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, «para tomar juntos la leche, en el contiguo salónbar que el progresismo de Zunino y de Zungri –los propietarios de mi casa, recordarás– inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer». Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el «salónbar», inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad
–Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, «que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro». Acto continuo censuró la prologomanía, «de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios». Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso., el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Alvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, «porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad». Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Alvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Alvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo, describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irígoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Alvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Alvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió –salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
–¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! –repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
–Está en el sótano del comedor –explicó, aligerada su dicción por la angustia–. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
–¿El Aleph? –repetí.
–Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
–Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
–La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
–Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña, de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
–Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con seque¬dad; comprendí que no era capaz de otro pensa¬miento que de la perdición del Aleph.
–Una copita del seudo coñac –ordenó– y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó
–Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
–La almohada es humildosa –explicó–,pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repan¬tiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?
Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años, vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
–Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman –dijo una voz aborrecida y jovial–. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
–Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
–¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.
Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de «trozos argentinos». Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura.[2[ El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti; increíblemente, mi obra Los naipes del tahur no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Este, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables, que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu alKarnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artifícios congéneres –la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, «redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio» (The Faerie Queene, 111, 2, 19)–, y añade estas curiosas palabras: «Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable, el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería».
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto.
-----
[1] Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira que fustigó con rigor a los malos poetas:Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudición; estotro le da pompas y galas.
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron, cuidados, el factor HERMOSURA!
Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.
[2] «Recibí tu apenada congratulación», me escribió. «Bufas, mi lamentable amigo, de envidia, pero confesarás –¡aunque te ahogue!– que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más califa de los rubíes.»
.......................................
La Intrusa
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
–Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicar nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las tres de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
–De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande –quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!– y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
–Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo. Ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
–A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.
...................................................
Epílogo (de El Aleph)
J. L. Borges
Buenos Aires, 3 de mayo de 1949.
Posdata de 1952. Cuatro piezas he incorporado a esta reedición. Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto no es (me aseguran) memorable a pesar de su título tremebundo. Una suerte de Los dos reyes y los dos laberintos que los copistas intercalaron en las 1001 Noches y que omitió el prudente Galland. De La Espera diré que la sugirió una crónica policial que Alfredo Doblas me leyó, hará diez años, mientras clasificábamos libros según el manual del Instituto Bibliográfico de Bruselas, código del que todo he olvidado, salvo que a Dios le corresponde la cifra 231. El sujeto de la crónica era turco; lo hice italiano para intuirlo con más facilidad. La momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me deparó la historia que se titula El hombre en el umbral; la situé en la India para que su inverosimilitud fuera tolerable.
J. L. B.
........................................................................
........................................................................
"Ficciones"
Prólogo (de El jardín de senderos que se bifurcan)
Las ocho piezas de este libro no requieren mayor elucidación. La octava (El jardín de senderos que se bifurcan) es policial; sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo. Las otras son fantásticas; una –La lotería en Babilonia– no es del todo inocente de simbolismo. No soy el primer autor de la narración La biblioteca de Babel; los curiosos de su historia y de su prehistoria pueden interrogar cierta página del número 59 de Sur, que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y de Lasswitz, de Lewis Carroll y de Aristóteles. En Las ruinas circulares todo es irreal: en Pierre Menard autor del «Quijote» lo es el destino que su protagonista se impone. La nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado divertida pero no es arbitraria; es un diagrama de su historia mental...
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea. cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios. Éstas son Tlön, Uqbar; Orbis Tertius; el Examen de la obra de Herbert Quain; El acercamiento a Almotásim, La última es de 1935; he leído hace poco The Sarred Fount (1901), cuyo argumento general es tal vez análogo. El narrador, en la delicada novela de James, indaga si en B influyen A o C; en El acercamiento a Almotásim, presiente o adivina a través de B la remotísima existencia de la Z, quien B no conoce.
J. L. Borges
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo–American Cyclopaedia (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo–American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVIl, con uno sobre Ural–Altaic lenguajes(xxx), pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las (xxx) lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque—tal vez—literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosos índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo–American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor–Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres—Jorasán, Armenia, Erzerum—, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Miejnas y de Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero —Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874—figura en los catálogos de librería de Bernard Quarirch. (1) El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen uber das Land Ukkbar in KleinAsien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andrea. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo xvii describió la imaginaria comunidad de la Rosa Cruz—que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo–American Cyclopaedia... Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.
II
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región... Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gancho) y nada más se dijo —Dios me perdone—de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde—meses después—lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. Xl. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.
En el "onceno tomo" de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martinez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor—de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia—ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son—congénitamente—idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje —la religión, las letras, la metafísica—presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas "actuales" y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero–fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming itmooned.)
Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo–claro sobre oscuro–redondo o anaranjado–tenue–del cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas —y otros muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo —que es un sinónimo perfecto del cosmos—. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo—id est, de clasificarlo—importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön—ni siquiera razonamientos.
La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase "todos los aspectos" es rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural "los pretéritos", porque supone otra operación imposible... Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente. Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo—y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas—es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese "razonamiento especioso" hay muchas versiones que igualan el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad—id est la continuidad—de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido—siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres—en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo—interrogaron—pretender que ese dolor, es el mismo? Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <. Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La critica suele inventar autores: elige dos obras disimiles —el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos—, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de leltres...
También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto.
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hronir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandi, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron—o produjeron—una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefieren los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado—los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön—exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de lineas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más raro que todo hrön es a veces el ur, la cosa producida por sugestión, el objeto producido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.
Salto Oriental, 1940.
POSDATA DE 1947. Reproduzco el articulo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940 sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré a recordarlas.
En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Guanar Erflord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre teñía el sello postal de Ouro Preto, la carta comentaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martinez Estrada. A principios del siglo xvII, en una noche de Lucema o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a Dalgamo y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los "estudios herméticos", la filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de Andrea. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén—y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo: la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyciopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: "La obra no pactará con el impostor Jesucristo. Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Fancigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas—con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido—latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas —más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente... A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del arador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de dejar el cono, la opresión perduró. También recuerdo el circulo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo que venía de la "frontera". Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbis Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan... El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el "hallazgo". Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el jansenismo, el nazismo—para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), «idioma primitivo" de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre— ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar... Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Um Bunal de Browne.
(1) Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.
.............................................
El Acercamiento a Almotásim
La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City: En pocos meses, el público agotó cuatro impresiones de mil ejemplares cada una. La Bombay Quarterly Review, la Bombay Gazette, la Calcutta Review, la Hindustan Review (de Alahabad) y el Calcutta Englishman, dispensaron su ditirambo. Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que tituló The conversation with the man called Al–Mu'tasim y que subtituló hermosamente: A game with shifting mimorrs (Un juego con espejos que se desplazan). Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Victor Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con omisión –quizá misericordiosa– de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de 1932 y la de 1934.
Antes de examinarla –y de discutirla– conviene que yo indique rápidamente el curso general de la obra. Su protagonista visible –no se nos dice nunca su nombre– es estudiante de derecho en Bombay. Blasfematoriamente, descree de la fe islámica de sus padres, pero al declinar la décima noche de la luna de muharram, se halla en el centro de un tumulto civil entre musulmanes e hindúes. Es noche de tambores e invocaciones: entre la muchedumbre adversa, los grandes palios de papel de la procesión musulmana se abren camino. Un ladrillo hindú vuela de una azotea; alguien hunde un puñal en un vientre; alguien ¿musulmán, hindú? muere y es pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra revólver, obscenidad contra imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito, el estudiante librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata (o piensa haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la policía del Sirkar interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante, casi bajo las patas de los caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos vías ferroviarias, o dos veces la misma vía. Escala el muro de un desordenado jardín, con una torre circular en el fondo. Una chusma de perros color de luna (a lean and evil mob of mooncoloured hounds) emerge de los rosales negros. Acosado, busca amparo en la torre. Sube por una escalera de fierro –faltan algunos tramos– y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro, da con un hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz de la luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro de los cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras cosas viles y menciona que hace catorce noches que no se purifica con bosta de búfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat, «comedores de perros y de lagartos, hombres al cabo tan infames como nosotros dos». Está clareando: en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de Trichinópoli y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha mostrado capaz de matar un idólatra, pero no de saber con certidumbre si el musulmán tiene más razón que el idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el de una malka–sansi (mujer de casta de ladrones) de Palanpur, muy preferida por las imprecaciones y el odio del despojador de cadáveres. Arguye que el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio. Resuelve –sin mayor esperanza– buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo camino. Así acaba el segundo capítulo de la obra.
Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una vertiginosa pululación de dramatis personae –para no hablar de una biografía que parece agotar los movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta la especulación matemática) y de la peregrinación que comprende la vasta geografía del Indostán–. La historia comenzada en Bombay sigue en las tierras bajas de Palanpur, se demora una tarde y una noche en la puerta de piedra de Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un albañal de Benarés, conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el hedor pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar desde una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón en el estado de Travancor, vacila v mata en Indaptir y cierra su órbita de leguas y de años en el mismo Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros color de luna. El argumento es éste: Un hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe –con el milagroso espanto de Robinsón ante la huella de un pie humano en la arena–– percibe alguna mitigación de esa infamia: tina ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres aborrecibles. «Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo.» Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste tia reflejado a un amigo, o arraigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa: En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.
Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos. El tecnicismo matemático es aplicable: la cargada novela de Bahadur es una progresión ascendente, cuyo término final es el presentido «hombre que se llama Almotásim». El inmediato antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que precede a ese librero es un santo... Al cabo de los años, el estudiante llega a una galería «en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor». El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre –la increíble voz de Almotásim– lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye.
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma. Bahadur satisface la primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no mirado Almotásim debería dejarnos la impresión de un carácter real, no de un desorden de superlativos insípidos. En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: «el hombre llamado Almotásim» tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró. En la versión de 1934 –la que tengo a la vista– la novela decae en alegoría: Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico. Hay pormenores afligentes: un judío negro de Kochín que habla de Almotásim, dice que su piel es oscura; un cristiano lo describe sobre una torre con los brazos abiertos; un lama rojo lo recuerda sentado «como esa imagen de manteca de yak que yo modelé y adoré en el monasterio de Tashilhunpo». Esas declaraciones quieren insinuar un Dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin –o mejor, el Sinfín– del Tiempo, o en forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendró ocho varones y ocho mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante un espacio de ocho años, de ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente «El buscador de amparo». En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré. Mir Bahadur Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la de ser un genio.
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro. Hay rasgos muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve en la que se presiente que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate los sofismas del otro, «para no tener razón de un modo triunfal».
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo: ya que a nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odisea homérica, siguen escuchando –nunca sabré por qué– la atolondrada admiración de la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado Coloquio de los pájaros de Farid ud–din Attar, conocen el no menos misterioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan. Algún inquisidor ha enumerado ciertas analogías de la primera escena de la novela con el relato de Kipling On the City Vallxxx,; Bahadur las admite, pero alega que sería muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran... Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría The Faërie Queene, en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana –como lo hace notar una censura de Richard William Church (Spenser, 1879). Yo, con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: el cabalista de Jerusalén, Isaac Luria, que en el siglo xvi propaló que el alma de un antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para confortarlo o instruirlo. Ibbürxxx se llama esa variedad de la metempsicosis. [1]
-----
[1] En el decurso de esta noticia, me he referido al Mantiq al–Tayr (Coloquio de los pájaros) del místico persa Farid al–Din Abú Talib Muhámmad ben lbrahim Attar a quien mataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue expoliada. Quizá no huelgue resumir el poema. El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles, o mares; el nombre del penúltimo es «Vértigo»; el último se llama «Aniquilación». Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos. (También Plotino–Enéodas,V 8, 4 –declara una extensión paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las es-trellas y el sol.) El Mantiq al–Tayr ha sido vertido al francés por Garcín de Tassy; al inglés por Edward FitzGerald; para esta nota, he consultado el décimo tomo de Las mil y uno noches de Burton y la monografa The Persion mystics: Attar (1932) de Margaret Smith.
Los contactos de ese poema con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el vigésimo capítulo, unas palabras atribuidas por un librero persa a Almotásim son, quizá, la magnificación de otras que ha dicho el héroe; ésa y otras ambiguas analogías pueden significar la identidad del buscado y del buscador; pueden también significar que éste influye en aquél. Otro capítulo insinúa que Almotásim es el «hindú» que el estudiante cree haber matado.
.......................................................................
Pierre Menard, aAutor del Quijote
A Silvina Ocampo
La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia «protestante» no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores –si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos–. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole..
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint–Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard –recuerdo– declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F., enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» –la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio– que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación. [1]
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Ba– a chelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota. [2]
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis –el que lleva el número 2.005 en la edición de Dresden– que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos –decía– para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino «el» Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes.
«Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica –el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales– no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.» En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo –por consiguiente, menos interesante– que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje –Cervantes– pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil, esencialmente –leo en otro lugar de la carta–. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.» ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote –todo el Quijote– como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI –no ensayado nunca por él– reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. «El Quijote –aclara Menard– me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this Barden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, La Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»
A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.
No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras». Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard –hombre contemporáneo de La Trahison des clercs y de Bertrand Russell– reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, «madre» de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –«ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir»– son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al fin– adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo –cuando no un párrafo o un nombre– de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote –me dijo Menard– fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros –tenues pero no indescifrables– de la «previa» escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
«Pensar, analizar, inventar –me escribió también– no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.»
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure a madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?
Nîmes, 1939
-----
[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de ¡aversión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.
[2} Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?
[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.
...............................................................................
Las Ruinas Circulares
Through the Looking–Glass, VI
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada días las horas dedicadas al sueño. También rehïzo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido. . . En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer—y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas
las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
La lotería de Babilonia
He repetido una modestia de Herbert Quain; naturalmente, esa modestia no agota su pensamiento. Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo XVI (recordemos el Viaje del Paraíso, recordemos el destino de Shakespeare) no compartía esa desconsolada opinión. Herbert Quain, tampoco. Le parecía que la buena literatura es harto común y que apenas hay diálogo callejero que no la logre. También le parecía que el hecho estético no puede prescindir de algún elemento de asombro y que asombrarse de memoria es difícil. Deploraba con sonriente sinceridad «la servil y obstinada, conservación» de libros pretéritos... Ignoro si su vaga teoría es justificable; sé que sus libros anhelan demasiado el asombro.
Deploro haber prestado a una dama, irreversiblemente, el primero que publicó. He declarado que se trata de una novela policial: The God of the Labyrinth; puedo agregar que el editor la propuso a la venta en los últimos días de noviembre de 1933. En los primeros de diciembre, las agradables y arduas involuciones del Siamese Twin Mystery atacaron a Londres y a Nueva York; yo prefiero atribuir a esa coincidencia ruinosa el fracaso de la novela de nuestro amigo. También (quiero ser del todo sincero) a su ejecución deficiente y a la vana y frígida pompa de ciertas descripciones del mar. Al cabo de siete años, me es imposible recuperar los pormenores de la acción; he aquí su plan; tal como ahora lo empobrece (tal como ahora lo purifica) mi olvido. Hay un indescifrable asesinato en las p iniciales, una lenta discusión en las intermedias, una solución en las últimas. Ya aclarado el enigma, hay un párrafo largo y retrospectivo que contiene esta frase: «Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de ajedrez había sido casual». Esa frase deja entender que la solución es errónea. El lector, inquieto, revisa los capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es la verdadera. El lector de ese libro singular es más perspicaz que el detective.
Aún más heterodoxa es la «novela regresiva, ramificada» April March, cuya tercera (y única) parte es de 1936. Nadie, al juzgar esa novela, se niega a descubrir que es un juego; es lícito recordar que el autor no la consideró nunca otra cosa. «Yo reivindico para esa obra –le oí decir– los rasgos esenciales de todo juego: la simetría, las leyes arbitrarias, el tedio.» Hasta el nombre es un débil calembour: no significa «Marcha de abril» sino literalmente «Abril marzo». Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las doctrinas de Dunne; el prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso mundo de Bradley, en que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe (Appearance and reality, 1897, página 215).[1] Los mundos que propone April March no son regresivos, lo es la manera de historiarlos. Regresiva y ramificada, como ya dije. Trece capítulos integran la obra. El primero refiere el ambiguo diálogo de unos desconocidos en un andén. El segundo refiere los sucesos de la víspera del primero. El tercero, también retrógrado, refiere los sucesos de otra posible víspera del primero; el cuarto, los de otra. Cada una de esas tres vísperas (que rigurosamente se excluyen) se ramifica en otras tres vísperas, de índole muy diversa. La obra total consta, pues, de nueve novelas; cada novela, de tres largos capítulos. (El primero es común a todas ellas, naturalmente.) De esas novelas, una es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial; otra, psicológica; otra, comunista; otra, anticomunista, etcétera. Quizá un esquema ayude a comprender la estructura.
De esta estructura cabe repetir lo que declaró Schopenhauer de las doce categorías kantianas: todo lo sacrifica a un furor simétrico. Previsiblemente, alguno de los nueve relatos es indigno de Quain; el mejor no es el que originariamente ideó, el x4; es el de naturaleza fantástica, el x 9. Otros están afectados por bromas lánguidas y por pseudoprecisiones inútiles. Quienes los leen en orden cronológico (verbigracia: x3, y1, z) pierden el sabor peculiar del extraño libro. Dos relatos –el x7, el x8– carecen de valor individual; la yuxtaposición les presta eficacia... No sé si debo recordar que ya publicado April March, Quain se arrepintió del orden ternario y predijo que los hombres que lo imitaran optarían por el binario y los demiurgos y los dioses por el infinito: infinitas historias, infinitamente ramificadas.
Muy diversa, pero retrospectiva también, es la comedia heroica en dos actos The Secret Mirror. En las obras ya reseñadas, la complejidad formal había entorpecido la imaginación del autor; aquí, su evolución es más libre. El primer acto (el más extenso) ocurre en la casa de campo del general Thrale, C.I.E., cerca de Melton Mowbray. El invisible centro de la trama es miss Ulrica Thrale, la hija mayor del general. A través de algún diálogo la entrevemos, amazona y altiva; sospechamos que no suele visitar la literatura; los periódicos anuncian su compromiso con el duque de Rutland; los periódicos desmienten el compromiso. La venera un autor dramático, Wilfred Quarles; ella le ha deparado alguna vez un distraído beso. Los personajes son de vasta fortuna y de antigua sangre; los afectos, nobles aunque vehementes; el diálogo parece vacilar entre la mera vanilocuencia de Bulwer–Lytton y los epigramas de Wilde o de Mr. Philip Guedalla. Hay un ruiseñor y una noche; hay un duelo secreto en una terraza. (Casi del todo imperceptibles, hay alguna curiosa contradicción, hay pormenores sórdidos.) Los personajes del primer acto reaparecen en el segundo –con otros nombres–. El «autor dramático» Wilfred Quarles es un comisionista de Liverpool; su verdadero nombre, John William Quigley. Miss Thrale existe; Quigley nunca la ha visto, pero morbosamente colecciona retratos suyos del Tatler o del Sketch. Quigley es autor del primer acto. La inverosímil o improbable «casa de campo» es la pensión judeo–irlandesa en que vive, trasfigurada y magnificada por él... La trama de los actos es paralela, pero en el segundo todo es ligeramente horrible, todo se posterga o se frustra. Cuando The secret mirror se estrenó, la crítica pronunció los nombres de Freud y de Julian Green. La mención del primero me parece del todo injustificada.
La fama divulgó que The Secret Mirror era una comedia freudiana; esa interpretación propicia (y falaz) determinó su éxito. Desgraciadamente, ya Quain había cumplido los cuarenta años; estaba aclimatado en el fracaso y no se resignaba con dulzura a un cambio de régimen. Resolvió desquitarse. A fines de 1939 publicó Statements: acaso el más original de sus libros, sin duda el menos alabado y el más secreto. Quain solía argumentar que los lectores eran una especie ya extinta. «No hay europeo –razonaba–que no sea un escritor, en potencia o en acto.» Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la invención. Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros. Para esos «imperfectos escritores», cuyo nombre es legión, Quain redactó los ocho relatos del libro Statements. Cada uno de ellos prefigura o promete un buen argumento, voluntariamente frustrado por el autor. Alguno –no el mejor– insinúa dos argumentos. El lector, distraído por la vanidad, cree haberlos inventado. Del tercero, The Rose of Yesterday, yo cometí la ingenuidad de extraer Las ruinas circulares, que es una de las narraciones del libro El jardín de senderos que se bifurcan.
-----
[1] Ay de la erudición de Herbert Quain, ay de la página 215 de un libro de 1897. Un interlocutor del Político, de Platón, ya había descrito una regresión parecida: la de los Hijos de la Tierra o Autóctonos que, sometidos al influjo de una rotación inversa del cosmos, pasaron de la vejez a la madurez, de la madurez a la niñez, de la niñez a la desaparición y la nada También Teopompo, en su Filípica, habla de ciertas frutas boreales que originan en quien las come, el mismo proceso retrógrado... Más interesante es imaginar una inversión del Tiempo: un estado en el que recordáramos el porvenir e ignoráramos, o apenas presintiéramos, el pasado. Cf. el canto décimo del Infierno, versos 97–102, donde se comparan la visión profética y la presbicia.
La Biblioteca de Babel
[2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: A veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
[3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
[4]Letizia Álvarez Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nuevo o cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri, a principios del siglo xvii, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecun sedoso no sería cómodo: cada hoja aparentemente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
...........................................................
El Jardín de los Senderos que se Bifurcan
«... y colgué el tubo.[1] Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y –pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo– también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la, muerte, de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) Pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: «Debo huir». Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo –tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos– me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar: el reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), una corona, dos chelines y unos Peniques, el lápiz rojo–azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente Pênsé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren. »Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra –un hombre modesto– que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el jefe temía un poco a los de mi raza –a los innumerables antepasados que confluyen en mí–. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi Penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
»De esta aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: "El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado". Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. "¿Ashgrove?", les pregunté a unos chicos en el andén. "Ashgrove", contestaron. Bajé. »Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó: "¿Usted va a. casa del doctor Stephen Albert?" Sin aguardar contestación, otro dijo: "La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.
»Por un instante, Pensé que Richard Madden había Penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos; no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pênsé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
»–Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
»–¿El jardín?
»–El jardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
»–El jardín de mi antepasado Ts'ui Pén.
»–¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
»El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia...
» Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin "antes de aspirar a sinólogo". »Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
»–Asombroso destino el de Ts'ui Pên –dijo Stephen Albert–. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición, y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea (un monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
»–Los de la sangre de Ts'ui Pên –repliqué– seguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
»–Aquí está el Laberinto –dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
»–¡Un laberinto de marfil! –exclamé–. Un laberinto mínimo...
»–Un laberinto de símbolos –corrigió–. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: "Me retiro a escribir un libro". Y otra: "Me retiro a construir un laberinto". Todos imaginaron dos obras; nadie Pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
» Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
»–Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las mil y una noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts'ui Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Casi en el acto comprendí; El jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase "varios porvenires (no a todos)" me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta –simultáneamente– por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
»Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: "Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir".
»Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más intima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
»–No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclamaba –y harto lo confirma su vida– sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
»Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
»–En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
»Reflexioné un momento y repuse:
»–La palabra ajedrez.
»–Precisamente –dijo Albert–, El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
»–En todos –articulé no sin un temblor– yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
»–No en todos –murmuró con una sonrisa–. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
»Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
»–El porvenir ya existe –respondí–, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
»Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
» Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.»
-----
[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
.................................................
.................................................
"Artificios"
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944
POSDATA DE 1956. Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La secta del Fénix, El Fin. Fuera de un personaje –Recabarren– cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía en el decurso breve del último; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo. En la alegoría del Fénix me impuse el problema de sugerir un hecho común –el Secreto– de una manera vacilante y gradual que resultara, al fin, inequívoca; no sé hasta dónde la fortuna me ha acompañado. De El Sur, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo. Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw, Chesterton, Léon Bloy, forman el censo heterogéneo de los,autores que continuamente releo. En la fantasía cristológica titulada Tres versiones de Judas, creo percibir el remoto influjo del último.
J. L. Borges
Funes, El Memorioso
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo –género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.
Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84", ponderaba los gloriosos servicios que don GregoriQ Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.
El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. a del fondo Me dijo que Ireneo estaba en la pieza y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro vil de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.
Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.
Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce,
El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los "números "El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideracíones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo)son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce,más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en suimplacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
....................................................................
La Forma de la Espada
A E. H. M.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto. Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
-Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
-Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
»Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
»Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
»En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su "herida" era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
»-Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
»Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.) »Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los "recursos económicos de nuestro partido revolucionario". Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
»Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. "El arma que prefiero es la artillería", me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. También solía denunciar "nuestra deplorable base económica', profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. "C’est une affaire flambée" murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
»Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
-¿Y Moon? -le interrogué.
-Cobró los dineros de judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina.
-¿Usted no me cree? -balbuceó-. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.
...................................................................
Tema del traidor y del héroe
Sho the Platonic Year
Whirls out new right and wrong
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
W B. YEATS, The Tower
Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la república de Venecia, algún Estado sudamericano o balcánico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas.
Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores; a semejanza de Moisés que, desde la tierra de Moab, divisó y no pudo pisar la tierra prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de la rebelión victoriosa que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas; Ryan, dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre qué el enigma rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la policía británica no dio jamás con el matador; los historiadores declaran que ese fracaso no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma policía. Otras facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico: parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe hallaron una carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traición, con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio en sueños abatida una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos rumores, la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél había nacido en Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da horror a las letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible... Ryan indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más antiguo de los compañeros del héroe, había traducido al gaélico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César. También descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los Festspiele de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran episodios históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, pocos días antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no condice con los piadosos hábitos de Kilpatrick. Ryan investiga el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del argumento) y logra descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba maduro para la rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el cónclave. Fergus Kilpatrick había encomendado a James Nolan el descubrimiento de ese traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en pleno cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a muerte a su presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda idolatraba a Kilpatrick; la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor el instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Kilpatrick juró colaborar en este proyecto, que le daba ocasión de redimirse y que rubricaría su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio César. La pública y secreta representación comprendió varios días. El condenado entró en Dublín, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria, había sido prefijado por Nolan. Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez enriqueció con actos y palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe, que apenas pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso, tal vez, estaba previsto.
....................................................................
La Muerte y la Brújula
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño -tan rigurosamente extraño, diremos- como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lonnröt no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrt se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr.
El primer crimen ocurrió en el Hótel du Nord -ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto-. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día 3 de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hótel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El 4, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
-No hay que buscarle tres pies al gato -decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro-. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
-Posible, pero no interesante -respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
-No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
-No tan desconocido -corrigió Lönnrot-. Aquí están sus obras completas. -Indicó en el placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofia de Robert Flood una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
-Soy un pobre cristiano -repuso-. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
-Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías –murmuró Lönnrot.
-Como el cristianismo -se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.
Lönnrot, se abstuvo de sonreír: Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le
hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia). Su noveno atributo, la eternidad -es decir, el conocimiento inmediato- de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre -el Nombre Absoluto. De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Éste quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del 3 de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y a derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer crimen ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y de Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval) Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon -esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias-. Treviranus habló con el patrón. Éste (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines, eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish -él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas- y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.
Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario, un libro en latín -el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden- con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
-¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: «“Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum die¡ sequentis”. Esto quiere decir -agregó-: “El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer”».
El otro ensayó una ironía.
-¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
-No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó «las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos»; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, «aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio»; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Éste recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el 3 de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hótel du Nord eran «los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico» ; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geométrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot -indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
-Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
-Entonces ¿no planean un cuarto crimen?
-Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
-Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot, echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. «La casa no es tan grande -pensó-. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.»
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
-Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su voz.
-Scharlach ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
-No -dijo Scharlach-. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: «Todos los caminos llevan a Roma». De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo xvtii, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
»El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas -entre ellos, Daniel Azevedo- el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Éste, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras: "La primera letra del Nombre ha sido articulada". Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
»Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
» El tercer "crimen" se produjo el 3 de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar "La última de las letras del Nombre ha sido articulada". Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton -el Nombre de Dios, JHVH- consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot, consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.
-En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
-Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante. Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
1942
.............................................................
El Milagro Secreto
Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo:
—¿Cuánto tiempo has estado aquí?
—Un día o parte de un día, respondió.
Alcorán, II, 261.
La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio—primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón— que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis Padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quito las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados—alguno de uniforme desabrochado—revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.
1943
Tres versiones de Judas
T E. LAWRENCE, Seven Pillars of Wisdom, CIII
En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando Basílides publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación de ángeles deficientes, Nils Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión intelectual, uno de los conventículos gnósticos. Dante le hubiera destinado, tal vez, un sepulcro de fuego; su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas menores, entre Satornilo y Carpócrates; algún fragmento de sus prédicas, exornado de injurias, perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes haereses o habría perecido cuando el incendio de una biblioteca monástica devoró el último ejemplar del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo xx y la ciudad universitaria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la primera edición de Kristus och judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige Frälsaren. (Del último hay versión alemana, ejecutada en 1912 por Emil Schering; se llama Der heimliche Heiland.)
Antes de ensayar un examen de los precitados trabajos, urge repetir que Nils Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente religioso. En un cenáculo de París o aun de Buenos Aires, un literato podría muy bien redescubrir las tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un cenáculo, serán ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfemia. Para Runeberg, fueron la clave que descifra un misterio central de la teología; fueron materia de meditación y de análisis, de controversia histórica y filológica, de soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su vida. Quienes recorran este artículo, deben asimismo considerar que no registra sino las conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus pruebas. Alguien observará que la conclusión precedió sin duda a las «pruebas». ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa?
La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo sentido, años después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: «No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a judas Iscariote son falsas» (De Quincey, 1857). Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la superfluidad del acto de judas. Observa (como Robertson) que para identificar a un maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de miles de hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió. Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos intolerable es admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la muerte; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y a ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De allí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aún más la Reprobación. Así dilucidó Nils Runeberg el enigma de judas.
Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron. Lars Peter Engström lo acusó de ignorar, o de preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de renovar la herejía de los docetas, que negaron la humanidad de Jesús; el acerado obispo de Lund, de contradecir el tercer versículo del capítulo veintidós del evangelio de San Lucas.
Estos variados anatemas influyeron en Runeberg, que parcialmente reescribió el reprobado libro y modificó su doctrina. Abandonó a sus adversarios el terreno teológico y propuso oblicuas razones de orden moral. Admitió que Jesús, «que disponía de los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer», no necesitaba de un hombre para redimir a todos los hombres. Rebatió, luego, a quienes afirman que nada sabemos del inexplicable traidor; sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles, uno de los elegidos para anunciar el reino de los cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para resucitar muertos y para echar fuera demonios (Mateo 10: 7-8; Lucas 9: 1). Un varón a quien ha distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos. Imputar su crimen a la codicia (como lo han hecho algunos, alegando a Juan 12: 6) es resignarse al móvil más torpe. Nils Runeberg propone el móvil contrario: un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de los cielos, como otros, menos heroicamente, al placer.[1] Premeditó con lucidez terrible sus culpas. En el adulterio suelen participar la ternura y la abnegación; en el homicidio, el coraje; en las profanaciones y la blasfemia, cierto fulgor satánico. Judas eligió aquellas culpas no visitadas por ninguna virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y la delación. Obró con gigantesca humildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo ha escrito: « El que se gloria, gloríese en el Señor» (I Corintios 1: 31); Judas buscó el Infierno, porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres. [2]
Muchos han descubierto, post factum, que en los justificables comienzos de Runeberg está su extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es una mera perversión o exasperación de Kristus och_judas. A fines de 1907, Runeberg terminó y revisó el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo entregara a la imprenta. En octubre de 1909, el libro apareció con un prólogo (tibio hasta lo enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord y con este pérfido epígrafe: «En el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció» (Juan 1: 10). El argumento general no es complejo, si bien la conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio.[3] Afirmar que fue hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite que el Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. El famoso texto «Brotará como raíz de tierra sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos» (Isaías 53: 2-3), es para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para algunos (verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad, del Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue judas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund. Los incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico; los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era llegada la hora: Sintió que estaban convergiendo sobre él antiguas maldiciones divinas; recordó a Elías y a Moisés, ,que en la montaña se taparon la cara para no ver a Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya gloria llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino de Damasco; al rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso hechicero Juan de Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secreto Nombre de Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No sería ésa la blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio Sorano murió por haber divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué infinito castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible nombre de Dios?
Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las calles de Malmö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir con el Redentor el Infierno.
Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de marzo de 1912. Los heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía agotado, las complejidades del mal y del infortunio.
1944
-----
[1] Borelius interroga con burla: «¿Por qué no renunció a renunciar? ¿Porqué no a renunciar a renunciar?».
[2]Euclydes da Cunha, en un libro ignorado por Runeberg, anota que para el heresiarca de Canudos, Antonio Conselheiro, la virtud «era una casi impiedad». El lector argentino recordará pasajes análogos en la obra de Almafuerte. Runeberg publicó, en la hoja simbólica Sju insegel, un asiduo poema descriptivo, El agua secreta; las primeras estrofas narran los hechos de un tumultuoso día; las úttimas, el hallazgo de un estanque glacial; el poeta sugiere que la perduración de esa agua silenciosa corrige nuestra inútil violencia y de algún modo la permite y la absuelve. El poema concluye así: «El agua de la selva es feliz; podemos ser malvados y dolorosos».
[2] Maurice Abramowicz observa: «Jésus, d'aprés ce scandinave, a toujours le beau rôle; ses déboires, grâce à la science des typographes, jouissent d'une réputabon polyglotte; sa résidence de trente-trois ans parmi les humains ne fut en somme, qu'une villégiature». Erfjord, en el tercer apéndice de la Christelige Dogmatik refuta ese pasaje. Anota que la crucifixión de Dios no ha cesado, porque lo acontecido una sola vez en el tiempo se repite sin tregua en la eternidad. Judas, ahora, sigue cobrando las monedas de plata; sigue besando a Jesucristo; sigue arrojando las monedas de plata en el templo; sigue anudando el lazo de la cuerda en el campo de sangre. (Erlord, para justificar esa afirmación, invoca el último capítulo del primer tomo de la Vindicación de la eternidad, de Jaromir Hladík.)
El Fin
Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
J. L. BORGES
CONVERSATION