El jardín de senderos que se bifurcan
He aquí un gran ejemplo, sobre el
tema del Poeta, como postulador y traductor de su universo; y más aún como
precursor del suscitador tema que tanto nos subyuga a sus contemporáneos, el de
los "mundos paralelos" y los "multiversos". Así, Jorge Luis
Borges, propone sin saberlo (no podría haberlo sabido), dice el físico
argentino Alberto Rojo, una solución a un problema de la física cuántica
todavía no resuelto; y es en este texto, "El jardín de senderos que se
bifurcan", publicado en 1941, donde se anticipa de manera prácticamente
literal a la tesis doctoral de Hugh Everett III publicada en 1957.
Dice Everett
La "trayectoria" de las
configuraciones de la memoria de un observador que realiza una serie de
mediciones no es una secuencia lineal de configuraciones de la memoria sino un
árbol ramificándose (a branching tree), con todos los resultados posibles que
existen simultáneamente.
Y dice Borges :
[...] En todas las ficciones, cada vez
que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las
otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta "simultáneamente"
por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también
proliferan y se bifurcan.[...].
El Jardín de Senderos que se Bifurcan
A Victoria Ocampo
En la página 22 de la Historia de la Guerra
Europea, de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones
británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la
línea Serre Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916
y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias
torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora –nada
significativa, por cierto–. La siguiente declaración, dictada, releída y
firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule
de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos
páginas iniciales.
«... y colgué el tubo.[1] Inmediatamente después, reconocí la voz
que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en
el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y
–pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo– también de nuestras
vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado. Antes que
declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era
implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las
órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no
iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura,
quizá la, muerte, de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto;
absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha
cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado
de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos
fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber
sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir?
Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente,
precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos;
innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente
pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de
Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no
me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que
mi garganta anhela la cuerda) Pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda
feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del
nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo
gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el
cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi
boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que
lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al
oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de
Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba
noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente
periódicos... Dije en voz alta: «Debo huir». Me incorporé sin ruido, en una
inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo
–tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos– me hizo
revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar: el reloj
norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con
las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta,
una carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), una corona,
dos chelines y unos Peniques, el lápiz rojo–azul, el pañuelo, el revólver con
una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente Pensé que
un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La
guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la
noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren. »Soy un
hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie
no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice
por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la
abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra –un hombre
modesto– que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con
él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el jefe
temía un poco a los de mi raza –a los innumerables antepasados que confluyen en
mí–. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además,
yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier
momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé,
escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero
juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser
reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y
vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un
poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi Penosa;
iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana.
El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré;
el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén.
Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía
con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches
arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del
andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra
punta del sillón, lejos del temido cristal.
»De esta aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba
empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera
por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi
adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí
que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes
me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente)
que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen
término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron.
Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no
habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: "El ejecutor de
una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un
porvenir que sea irrevocable como el pasado". Así procedí yo, mientras mis
ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez
el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre
fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la
estación. "¿Ashgrove?", les pregunté a unos chicos en el andén.
"Ashgrove", contestaron. Bajé. »Una lámpara ilustraba el andén, pero
las caras de los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó:
"¿Usted va a. casa del doctor Stephen Albert?" Sin aguardar
contestación, otro dijo: "La casa queda lejos de aquí, pero usted no se
perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino
dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de
piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra
elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía
acompañarme.
»Por un instante, Pensé que Richard Madden había Penetrado de algún modo mi
desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo
de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común
para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de
laberintos; no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan
y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más
populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se
perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas,
pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie
encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto
perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña,
lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya
de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y
reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto
creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo
los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de
perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del
mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí;
asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde
era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas
praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el
vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede
ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un
país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué,
así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una
especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la
segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por
eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si
había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo
de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y
a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los
tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro,
porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
»–Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda
querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
»–¿El jardín?
»–El jardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
»–El jardín de mi antepasado Ts'ui Pén.
»–¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
»El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una
biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda
amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el
Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta.
El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un
jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul
que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia...
» Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos
afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también
de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin "antes
de aspirar a sinólogo". »Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de
espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora
no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía
esperar.
»–Asombroso destino el de Ts'ui Pên –dijo Stephen Albert–. Gobernador de su
provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación
infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo:
todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres
de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de
la erudición, y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida
Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos.
La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su
albacea (un monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
»–Los de la sangre de Ts'ui Pên –repliqué– seguimos execrando a ese monje. Esa
publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores
contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el
héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su
Laberinto...
»–Aquí está el Laberinto –dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
»–¡Un laberinto de marfil! –exclamé–. Un laberinto mínimo...
»–Un laberinto de símbolos –corrigió–. Un invisible laberinto de tiempo. A mí,
bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de
más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil
conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: "Me retiro a escribir
un libro". Y otra: "Me retiro a construir un laberinto". Todos
imaginaron dos obras; nadie Pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El
Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez
intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico.
Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el
laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos
circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa
leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera
estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
» Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del
áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y
tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con
incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un
hombre de mi sangre: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín
de senderos que se bifurcan". Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
»–Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro
puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen
cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera,
con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que
está en el centro de Las mil y una noches, cuando la reina Shahrazad (por una
mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de
Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la
refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica,
hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo
agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores.
Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de
un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts'ui Pên. En esa
perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me
detuve, como es natural, en la frase: "Dejo a los varios porvenires (no a
todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Casi en el acto comprendí;
El jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase
"varios porvenires (no a todos)" me sugirió la imagen de la bifurcación
en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa
teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas
alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable
Ts'ui Pên, opta –simultáneamente– por todas. Crea, así, diversos porvenires,
diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las
contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido
llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces
posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos
pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos
los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.
Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a
esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi
amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
»Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano,
pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos
redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia
una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la
sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la
segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la
resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la
victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos
admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre
de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada
aventura, en una isla occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento
secreto: "Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón,
violenta la espada, resignados a matar y a morir".
»Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible,
intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y
finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más
intima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
»–No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No
juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un
experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel
tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero
también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista.
El testimonio de sus contemporáneos proclamaba –y harto lo confirma su vida–
sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena
parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo
trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único
problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra
que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
»Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin,
Stephen Albert me dijo:
»–En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra
prohibida?
»Reflexioné un momento y repuse:
»–La palabra ajedrez.
»–Precisamente –dijo Albert–, El jardín de senderos que se bifurcan es una
enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le
prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a
metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de
indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su
infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de
manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha
introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído
restablecer el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no
emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de
senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo
tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su
antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series
de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes,
convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan,
se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No
existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en
otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me
depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me
ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un
error, un fantasma.
»–En todos –articulé no sin un temblor– yo agradezco y venero su recreación del
jardín de Ts'ui Pên.
»–No en todos –murmuró con una sonrisa–. El tiempo se bifurca perpetuamente
hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
»Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín
que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas.
Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras
dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el
amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como
una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard
Madden.
»–El porvenir ya existe –respondí–, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de
nuevo la carta?
»Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un
momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado:
Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue
instantánea: una fulminación.
» Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido
condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el
secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en
los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio
sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El jefe
ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del
estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio
que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi
innumerable contrición y cansancio.»
----
[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener
alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la
orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó
heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
J. L. Borges
He aquí un gran ejemplo, sobre el
tema del Poeta, como postulador y traductor de su universo; y más aún como
precursor del suscitador tema que tanto nos subyuga a sus contemporáneos, el de
los "mundos paralelos" y los "multiversos". Así, Jorge Luis
Borges, propone sin saberlo (no podría haberlo sabido), dice el físico
argentino Alberto Rojo, una solución a un problema de la física cuántica
todavía no resuelto; y es en este texto, "El jardín de senderos que se
bifurcan", publicado en 1941, donde se anticipa de manera prácticamente
literal a la tesis doctoral de Hugh Everett III publicada en 1957.
Dice Everett
La "trayectoria" de las
configuraciones de la memoria de un observador que realiza una serie de
mediciones no es una secuencia lineal de configuraciones de la memoria sino un
árbol ramificándose (a branching tree), con todos los resultados posibles que
existen simultáneamente.
Y dice Borges :
[...] En todas las ficciones, cada vez
que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las
otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta "simultáneamente"
por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también
proliferan y se bifurcan.[...].
El Jardín de Senderos que se Bifurcan
A Victoria Ocampo
En la página 22 de la Historia de la Guerra
Europea, de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones
británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la
línea Serre Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916
y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias
torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora –nada
significativa, por cierto–. La siguiente declaración, dictada, releída y
firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule
de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos
páginas iniciales.
«... y colgué el tubo.[1] Inmediatamente después, reconocí la voz
que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en
el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y
–pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo– también de nuestras
vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado. Antes que
declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era
implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las
órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no
iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura,
quizá la, muerte, de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto;
absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha
cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado
de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos
fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber
sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir?
Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente,
precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos;
innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente
pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de
Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no
me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que
mi garganta anhela la cuerda) Pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda
feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del
nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo
gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el
cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi
boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que
lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al
oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de
Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba
noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente
periódicos... Dije en voz alta: «Debo huir». Me incorporé sin ruido, en una
inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo
–tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos– me hizo
revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar: el reloj
norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con
las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta,
una carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), una corona,
dos chelines y unos Peniques, el lápiz rojo–azul, el pañuelo, el revólver con
una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente Pensé que
un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La
guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la
noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren. »Soy un
hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie
no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice
por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la
abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra –un hombre
modesto– que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con
él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el jefe
temía un poco a los de mi raza –a los innumerables antepasados que confluyen en
mí–. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además,
yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier
momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé,
escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero
juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser
reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y
vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un
poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi Penosa;
iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana.
El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré;
el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén.
Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía
con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches
arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del
andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra
punta del sillón, lejos del temido cristal.
»De esta aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba
empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera
por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi
adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí
que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes
me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente)
que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen
término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron.
Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no
habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: "El ejecutor de
una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un
porvenir que sea irrevocable como el pasado". Así procedí yo, mientras mis
ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez
el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre
fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la
estación. "¿Ashgrove?", les pregunté a unos chicos en el andén.
"Ashgrove", contestaron. Bajé. »Una lámpara ilustraba el andén, pero
las caras de los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó:
"¿Usted va a. casa del doctor Stephen Albert?" Sin aguardar
contestación, otro dijo: "La casa queda lejos de aquí, pero usted no se
perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino
dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de
piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra
elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía
acompañarme.
»Por un instante, Pensé que Richard Madden había Penetrado de algún modo mi
desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo
de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común
para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de
laberintos; no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan
y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más
populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se
perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas,
pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie
encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto
perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña,
lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya
de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y
reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto
creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo
los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de
perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del
mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí;
asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde
era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas
praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el
vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede
ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un
país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué,
así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una
especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la
segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por
eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si
había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo
de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y
a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los
tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro,
porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
»–Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda
querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
»–¿El jardín?
»–El jardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
»–El jardín de mi antepasado Ts'ui Pén.
»–¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
»El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una
biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda
amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el
Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta.
El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un
jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul
que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia...
» Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos
afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también
de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin "antes
de aspirar a sinólogo". »Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de
espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora
no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía
esperar.
»–Asombroso destino el de Ts'ui Pên –dijo Stephen Albert–. Gobernador de su
provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación
infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo:
todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres
de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de
la erudición, y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida
Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos.
La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su
albacea (un monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
»–Los de la sangre de Ts'ui Pên –repliqué– seguimos execrando a ese monje. Esa
publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores
contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el
héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su
Laberinto...
»–Aquí está el Laberinto –dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
»–¡Un laberinto de marfil! –exclamé–. Un laberinto mínimo...
»–Un laberinto de símbolos –corrigió–. Un invisible laberinto de tiempo. A mí,
bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de
más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil
conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: "Me retiro a escribir
un libro". Y otra: "Me retiro a construir un laberinto". Todos
imaginaron dos obras; nadie Pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El
Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez
intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico.
Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el
laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos
circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa
leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera
estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
» Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del
áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y
tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con
incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un
hombre de mi sangre: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín
de senderos que se bifurcan". Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
»–Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro
puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen
cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera,
con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que
está en el centro de Las mil y una noches, cuando la reina Shahrazad (por una
mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de
Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la
refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica,
hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo
agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores.
Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de
un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts'ui Pên. En esa
perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me
detuve, como es natural, en la frase: "Dejo a los varios porvenires (no a
todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Casi en el acto comprendí;
El jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase
"varios porvenires (no a todos)" me sugirió la imagen de la bifurcación
en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa
teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas
alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable
Ts'ui Pên, opta –simultáneamente– por todas. Crea, así, diversos porvenires,
diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las
contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido
llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces
posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos
pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos
los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.
Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a
esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi
amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
»Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano,
pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos
redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia
una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la
sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la
segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la
resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la
victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos
admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre
de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada
aventura, en una isla occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento
secreto: "Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón,
violenta la espada, resignados a matar y a morir".
»Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible,
intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y
finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más
intima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
»–No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No
juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un
experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel
tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero
también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista.
El testimonio de sus contemporáneos proclamaba –y harto lo confirma su vida–
sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena
parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo
trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único
problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra
que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
»Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin,
Stephen Albert me dijo:
»–En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra
prohibida?
»Reflexioné un momento y repuse:
»–La palabra ajedrez.
»–Precisamente –dijo Albert–, El jardín de senderos que se bifurcan es una
enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le
prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a
metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de
indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su
infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de
manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha
introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído
restablecer el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no
emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de
senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo
tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su
antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series
de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes,
convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan,
se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No
existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en
otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me
depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me
ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un
error, un fantasma.
»–En todos –articulé no sin un temblor– yo agradezco y venero su recreación del
jardín de Ts'ui Pên.
»–No en todos –murmuró con una sonrisa–. El tiempo se bifurca perpetuamente
hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
»Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín
que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas.
Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras
dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el
amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como
una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard
Madden.
»–El porvenir ya existe –respondí–, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de
nuevo la carta?
»Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un
momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado:
Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue
instantánea: una fulminación.
» Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido
condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el
secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en
los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio
sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El jefe
ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del
estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio
que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi
innumerable contrición y cansancio.»
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[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener
alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la
orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó
heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
J. L. Borges
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