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Jorge Luis Borges [Foto A. Fernández F.] |
[24/24 Borges. Día 9. Agosto mes de Borges]
A partir del Renacimiento, las defensas
de la poesía constituyen un género literario, que obedece a tácitas leyes. El
lector espera, no en vano textos que notoriamente aspiran a ser piezas de
antología, un estilo dogmático y efusivo, la exhortación patética y no la
persuasión razonable. Tan hondas e instintivas son esas leyes que no estoy
demasiado seguro de poder eludirlas y tal vez ya estoy observándolas.
Durante el curso de una vida ya larga,
he creído notar que la poesía suscita indiferencia, recelo y una secreta
hostilidad. Se la venera, se intercala en el diálogo habitual una que otra
cita, se articulan los nombres de Virgilio o de Shakespeare, pero muy pocos la
frecuentan. La convención cortés de que en un pasado impreciso todos hemos
leído a los clásicos nos exime de leerlos. En este momento ¿cuántos de los
amigos de mi lector están leyendo la Odisea? Parejamente, los
editores aseguran que nadie compra libros de versos, salvo en el caso de
ejemplares de lujo o de obras completas, que son formas ostensibles de vanidad.
Mi sencillo propósito es recordar, con
un gasto mínimo de retórica, las virtudes del verso y las insospechadas y
accesibles felicidades que puede depararnos. Penetrar en una novela, género
preferido de nuestra época, que se dice atareada, es como penetrar en un salón
lleno de personas desconocidas. Oímos y aprendemos sus nombres y gradualmente
vamos distinguiendo sus rostros y las almas que los habitan. Hay novelistas que
enriquecen esas inherentes molestias con otras que les son peculiares: el caos
cronológico, la ardua ambigüedad de los pronombres y aun de los nombres, la
confusión, en una misma página o párrafo, del presente y de la memoria.
Prescindiendo de tales novedades, o perversiones, felizmente no inevitables,
queda un hecho esencial: el más o menos largo aprendizaje o, si el neologismo
es perdonable, aclimatación, que la novela nos exige. Lo mismo cabe decir del
relato, si bien las ceremonias de iniciación duran menos tiempo. En ambos casos
—en La guerra y la paz, digamos, o en La humillación de los
Northmore— nos hallamos ante otros y tardamos un tiempo en averiguar
quiénes son, y finalmente, si no somos indignos de la obra, en comprender que
somos esos otros, mejor dicho, que no hay una diferencia fundamental entre
nosotros y ellos. En cambio, la poesía (como la música) es el inmediato
lenguaje del Espíritu. Consideremos, para mayor imparcialidad, un ejemplo que
no es de mi preferencia y que está muy lejos de mis hábitos literarios. El
sujeto es el cisne:
Boga y boga en el lago sonoro
donde el sueño a los tristes espera,
donde aguarda una góndola de oro
a la novia de Luis de Baviera.
La repetición del verbo inicial no es
afortunada, la palabra sueño es impropia, la semejanza de
aguardar y esperar puede ser incómoda, la usura de los años ha gastado los
lagos y las góndolas, pero la estrofa sigue siendo, en 1968, un símbolo preciso
de nuestra soledad y de nuestras tardes. Más allá de la mera inteligencia, más
allá de sus meras operaciones, laudatorias u hostiles, la estrofa de Darío nos
confiesa y misteriosamente nos place.
He alegado un ejemplo casi al azar;
pude haber alegado otros de Shakespeare, de Verlaine o de Whitman, y acaso de
cualquier otro autor, porque a todo poeta le ha sido dado, siquiera una vez en
la vida, escribir el mejor verso del mundo. Ese insondable privilegio nos insta
a proseguir. El Espíritu sopla donde quiere.
Mi fácil argumento es, como se ve, de carácter hedónico. ¿A qué abstenernos de los placeres de la poesía, tan accesibles y tan íntimos? Empecemos por los contemporáneos; pronto mereceremos la exploración de las regiones ultraterrenas de la Comedia y el sonido y la furia de Macbeth.
Mi fácil argumento es, como se ve, de carácter hedónico. ¿A qué abstenernos de los placeres de la poesía, tan accesibles y tan íntimos? Empecemos por los contemporáneos; pronto mereceremos la exploración de las regiones ultraterrenas de la Comedia y el sonido y la furia de Macbeth.
Eludamos, al principio, el estudio de
los clásicos españoles, cuyo lenguaje tiene connotaciones que no son ya las
nuestras; eludamos también a los profesionalmente modernos, que no han pasado
por la prueba del tiempo y que pueden ser, apenas, actualidad.
De Quincey dividió la literatura en dos
categorías: la del conocimiento, cuyo tema es intelectual, ya que aporta
noticias y razones; la del poder, cuyo fin es ennoblecer y exaltar la capacidad
de las almas. El arquetipo de esta última es la poesía; desoírla es
empobrecernos. Que cada cual la busque donde le plazca; en algún sitio está
esperándolo.
En el diario La Nación, Buenos Aires,
17 de noviembre de 1968
y en “Textos recobrados 1956-1986” (1987)
y en “Textos recobrados 1956-1986” (1987)
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