A
riesgo de cometer un anacronismo, delito no previsto por el código penal, pero
condenado por el cálculo de probabilidades y por el uso, transcribiremos una
nota de la Enciclopedia Sudamericana, que se publicará en Santiago de Chile, el
año 2074. Hemos omitido algún párrafo que puede resultar ofensivo y hemos
anticuado la ortografía, que no se ajusta siempre a las exigencias del moderno
lector. Reza así el texto:
BORGES,
JOSÉ FRANCISCO ISIDORO LUIS: autor autodidacta, nació en la ciudad de Buenos
Aires, a la sazón capital de la Argentina, en 1899. La fecha de su muerte se
ignora, ya que los periódicos, género literario de la época, desaparecieron
durante los magnos conflictos que los historiadores locales ahora compendian.
Su padre era profesor de psicología. Fue hermano de Norah Borges (q.v.). Sus
preferencias fueron la literatura, la filosofía y la ética. Prueba de lo
primero es lo que nos ha llegado de su labor, que sin embargo deja entrever
ciertas incurables limitaciones. Por ejemplo, no acabó nunca de gustar de las
letras hispánicas, pese al hábito de Quevedo. Fue partidario de la tesis de su
amigo Luis Rosales, que argüía que el autor de los inexplicables Trabajos de
Persiles y Segismunda no pudo haber escrito El Quijote. Esta novela, por lo
demás, fue una de las pocas que merecieron la indulgencia de Borges; otras
fueron las de Voltaire, las de Stevenson, las de Conrad y las de Eça de
Queiroz. Se complacía en los cuentos, rasgo que nos recuerda el fallo de Poe,
There is no such thing as a long poem que confirman los usos de la poesía de
ciertas naciones orientales. En lo que se refiere a la metafísica, bástenos
recordar cierta Clave de Baruch Spinoza, 1975. Dictó cátedras en las
universidades de Buenos Aires, de Texas y de Harvard, sin otro título oficial
que un vago bachillerato ginebrino que la crítica sigue pesquisando.
[...]
No hay que olvidar, en primer término,
que los años de Borges correspondieron a una declinación del país. Era de
estirpe militar y sintió la nostalgia del destino épico de sus mayores. Pensaba
que el valor es una de las pocas virtudes de que son capaces los hombres, pero
su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los
hombres del hampa. Así, el más leído de sus cuentos fue El hombre de la esquina
rosada, cuyo narrador es un asesino. Compuso letras de milonga, que conmemoran
a homicidas congéneres. Sus estrofas de corte popular, que son un eco de Ascasubi,
exhuman la memoria de cuchilleros de cierto poeta menor, cuya única proeza fue
descubrir las posibilidades retóricas del conventillo. Los saineteros ya habían
armado un mundo que era esencialmente de Borges, pero la gente culta no podía
gozar de sus espectáculos con la conciencia tranquila. Es imperdonable que
aplaudieran a quien les autorizaba ese gusto. Su secreto y acaso inconsciente
afán fue tramar la mitología de un Buenos Aires, que jamás existió. Así, a lo
largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de
la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas.
[...]
¿Sintió
Borges alguna vez la discordia íntima de su suerte? Sospechamos que sí.
Descreyó del libre albedrío y le complacía repetir esta sentencia de Carlyle:
La historia universal es un texto que estamos obligados a leer y a escribir
incesantemente y en el cual también nos escriben [...].
J. L. Borges
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