24/24 Borges. Día 19. Resignificación de la Lectura y la Escritura, un tributo a Jorge Luis Borges en su natalicio.
Esta es la sexta y última conferencia sobre la poesía, pronunciada en inglés, en la Universidad de Harvard, durante el curso que impartiera Borges, en el otoño de 1967 y la primavera de 1968, y que la Editorial Crítica recopilara en 2001, con el nombre de "Arte Poética". La traducción es del escritor español´Justo Navarro.
Mi propósito era
hablar del credo del poeta, pero, al examinarme, me he dado cuenta de yo sólo
tengo un credo vacilante. Este credo quizá me sea útil a mí, pero difícilmente
servirá a otros.
De hecho, considero
todas las teorías poéticas meras herramientas para escribir un poema. Supongo
que deben de existir muchos credos, tantos como religiones o poetas. Aunque al
final diré algo sobre mis aversiones a la hora de escribir poesía, creo que
empezaré con algunos recuerdos personales, los recuerdos no sólo de un escritor
sino también de un lector.
Me considero
esencialmente un lector. Como saben ustedes, me he atrevido a escribir; pero
creo que lo que he leído es mucho más importante que lo que he escrito. Pues
uno lee lo que quiere, pero no escribe lo que quisiera, sino lo que
puede.
Mi memoria me devuelve
a una tarde de hace sesenta años, a la biblioteca de mi padre en Buenos Aires.
Estoy viendo a mi padre; veo la luz de gas; podría tocar los anaqueles. Sé
exactamente dónde encontrar Las mil y una noches de Burton
y La conquista del Perú de Prescott, aunque la biblioteca ya
no exista. Vuelvo a aquella vieja tarde suramericana y veo a mi padre. Lo estoy
viendo ahora mismo y oigo su voz, que pronuncia palabras que yo no entendía,
pero que sentía. Esas palabras procedían de Keats, de su Oda a
ruiseñor. Las he vuelto a leer muchas veces, como ustedes, pero me
gustaría repasarlas de nuevo. Creo que le gustará al fantasma de mi padre, si
está cerca.
Los versos que recuerdo son los que en
este momento les vienen a ustedes a la memoria:
Thou wast not born for
death, immortal Bird!
No hungry generations
tread thee down;
The voice 1 hear this
passing night was heard
In ancient days by
emperor and clown:
Perhaps the self-same
song that found a path
Through the sad heart
of Ruth, when, sick for home,
She stood in tears
amid the alien corn
(Tú
no has nacido para la muerte, ¡inmortal pájaro!
No
han de pisotearte otras gentes hambrientas;
la
voz que oigo esta noche fugaz es la que oyeron
en
los días antiguos el labriego y el rey;
quizá
este mismo canto se abrió camino al triste
corazón
de Ruth, cuando, con nostalgia de hogar,
llorando
se detuvo en el trigal ajeno.)
Yo creía saberlo todo
sobre las palabras, sobre el lenguaje (cuando uno es niño, tiene la sensación
de que sabe muchas cosas), pero aquellas palabras fueron para mí una especie de
revelación. Evidentemente, no las entendía. ¿Cómo podía entender aquellos
versos que consideraban los pájaros -a los animales- como algo eterno,
atemporal, porque vivían en el presente? Somos mortales porque vivimos en el
pasado y el futuro: porque recordamos un tiempo en el que no existíamos y
prevemos un tiempo en el que estaremos muertos. Esos versos me llegaban gracias
a su música. Yo había considerado el lenguaje como una manera de decir cosas,
de quejarse, o de decir que uno estaba alegre, o triste. Pero cuando oí
aquellos versos (y, en cierto sentido, llevo oyéndolos desde entonces) supe que
el lenguaje también podía ser una música y una pasión. Y así me fue revelada la
poesía.
Le doy vueltas a una
idea: la idea de que, a pesar de que la vida de un hombre se componga de miles
y miles de momentos y días, esos muchos instantes y esos muchos días pueden ser
reducidos a uno: el momento en que un hombre averigua quién es, cuando se ve
cara a cara consigo mismo. Imagino que cuando Judas besó a Jesús (si es verdad
que lo besó) sentiría en ese momento que era un traidor, que
ser un traidor era su destino y que le era leal a ese destino aciago. Todos
recordamos La roja insignia del valor, la historia de un
hombre que no sabía si era un cobarde o un valiente. Entonces llega el momento
y averigua quién es. Cuando yo, oí aquellos versos de Keats, inmediatamente me
di cuenta de que aquello era una experiencia importante. y no he dejado de
darme cuenta desde entonces. Y quizá desde aquel momento (debo exagerar por el
bien de la conferencia) me consideré un «literato».
Es decir, me han
sucedido muchas cosas, como a todos los hombres. He encontrado placer en muchas
cosas: nadar, escribir, contemplar un amanecer o un atardecer, estar enamorado.
Pero el hecho central de mi vida ha sido la existencia de las palabras y la
posibilidad de entretejer y transformar esas palabras en poesía. Al principio,
ciertamente, yo sólo era un lector. Pero pienso que la felicidad del lector es
mayor que la del escritor, pues el lector no tiene por qué sentir
preocupaciones ni angustia: sólo aspira a la felicidad. Y la felicidad, cuando
eres lector, es frecuente. Así, antes de pasar a hablar de mi obra literaria,
me gustaría decir unas palabras sobre los libros que han sido importantes para
mí. Sé que esa lista abundará en omisiones, como todas las listas. De hecho, el
peligro de hacer listas es que las omisiones prevalecen y hay quien piensa que
uno carece de sensibilidad.
Hablaba hace un
momento de Las mil y una noches de Burton. Cuando pienso
estrictamente en Las mil y una noches, no pienso en los
múltiples, pesados y pedantes (o, mejor, afectados) volúmenes, sino en lo que
yo llamaría las verdaderas Mil una noches: las de Galland y,
quizá, las de Edward William Lane. La mayoría de mis lecturas ha sido en la
mayoría de los libros me ha llegado en inglesa, y estoy profundamente
agradecido por ese privilegio.
Cuando pienso en Las
mil y una noches, lo primero que tengo es una sensación de inmensa
libertad. Pero, a la vez, sé que el libro. aunque inmenso y libre, obedece a un
número limitado de esquemas. Por ejemplo, el número tres aparece con mucha
frecuencia. Y no encontramos personajes; o, mejor, encontramos personajes
planos (con excepción, quizá, del barbero silencioso). Encontramos hombres
perversos y hombres buenos, recompensas y castigos, anillos mágicos y
talismanes.
Aunque somos propensos
a pensar que el tamaño, en sí mismo, puede ser algo brutal, creo que abundan
los libros cuya esencia radica en su gran extensión. Por ejemplo, en el caso
de Las mil)' noches, cabe pensar que el libro es voluminoso,
que la historia no termina nunca, que jamás llegaremos al fin. Puede que nunca
recorramos las mil y una noches, pero el hecho de que estén ahí añade, en
cierta medida, grandeza al asunto. Sabemos que podemos ahondar más, que podemos
seguir recorriendo las páginas, y que las maravillas, los magos, las tres
bellas hermanas siempre estarán ahí, esperándonos.
Hay otros libros que
me gustaría recordar: Huckleberry Finn, por ejemplo, que fue
uno de los primeros que leí. He vuelto a leerlo muchas veces desde entonces, y
también Roughing lt (los primeros días en California), Lije
on the Mississippi, y otros. Si yo analizara Huckleberrv
Finn, diría que, para crear un gran libro, quizá lo único necesario,
fundamental y sencillísimo, sea esto: debe haber algo grato a la imaginación en
la estructura del libro. En el caso de Huckleberry Finn, sentimos
que la idea del negro, del chico, de la balsa, del Mississippi, de las largas
noches, son ideas gratas a la imaginación, y la imaginación las acepta.
También me gustaría
decir algo sobre el Quijote. Fue uno de los primeros libros
que leí de principio a fin. Recuerdo los grabados. Uno sabe tan poco sobre sí
mismo' que, cuando leí el Quijote, pensaba que lo leía por el
placer que encontraba en el estilo arcaico yen las aventuras del caballero y el
escudero. Ahora pienso que mi placer tenía otra raíz: que procedía de la
personalidad del caballero. Ya no estoy seguro de que me crea las aventuras ni
las conversaciones entre el caballero y el escudero, pero sé que creo en el
personaje del caballero, y supongo que las aventuras fueron inventadas por
Cervantes para mostrarnos el carácter del héroe.
Lo mismo cabría decir
de otro libro, que podríamos llamar un clásico menor. Lo mismo podría decirse
del señor Sherlock Holmes y el doctor Watson. No estoy seguro de si creo en el
sabueso de los Baskerville. Estoy seguro de que no creo que me aterrorice un
perro pintado de pintura luminosa. Pero estoy seguro de que creo en el señor
Sherlock Holmes y en la extraña amistad entre éste y el doctor Watson.
Evidentemente, uno
nunca sabe lo que traerá el futuro. Supongo que el futuro, a la larga, traerá
todas las cosas, así que podemos imaginar un día en el que don Quijote y
Sancho, Sherlock Holmes y el doctor Watson seguirán existiendo, aunque todas
sus aventuras hayan sido olvidadas. Pero los hombres, en otros idiomas,
seguirán inventando historias para atribuírselas esos personajes: historias que
serán espejos de los personajes. Es algo, a mi entender, posible.
Ahora saltaré por
encima de los años e iré a Ginebra. Yo era entonces un joven muy desdichado.
Supongo que los jóvenes son aficionados a la infelicidad: ponen lo mejor de sí
mismos en ser infelices, y generalmente lo consiguen. Entonces descubrí a un
autor que, sin duda, era un hombre muy feliz. Debió de ser en cuando accedí a
Walt Whitman, y entonces sentí vergüenza de mi infelicidad. Sentí vergüenza,
pues había intentado ser aun más infeliz gracias a la lectura de Dostoievski.
Ahora, cuando he vuelto a leer a Walt Whitman, y también algunas biografías
suyas, supongo que quizá cuando Walt Whitman leía sus Hojas de
hierba se decía a sí mismo:
«Oh! if only I were Walt Whitman, a kosmos, of Manhattan the
son!» («Ah, ¡si yo fuera Walt Whitman, un
cosmos, el hijo de Manhattan!»). Porque indudablemente extrajo a «Walt Whitman»
de sí mismo: una especie de proyección fantástica.
Al mismo tiempo, descubrí
también a un escritor muy distinto. Descubrí también -y también me impresionó
mucho- a Thomas Carlyle. Leí Sartor Resartus y puedo recordar
muchas de sus páginas: me las sé de memoria. Carlyle me empujó a estudiar
alemán. Me acuerdo de que compré el Lyrisches Intermezzo de
Heine y un diccionario alemán-inglés. Al poco tiempo, me di cuenta de que podía
prescindir del diccionario y continuar la lectura sobre sus ruiseñores, sus
lunas, sus pinos, su amor.
Pero lo que yo
realmente buscaba y no encontré en aquel tiempo fue la idea de germanismo. La
idea, a mi parecer, no había sido desarrollada por los propios germanos, sino
por un caballero romano, Tácito. Carlyle me indujo a pensar que podría
encontrarla en la literatura alemana. Encontré otras muchas cosas; le estoy muy
agradecido a Carlyle por haberme remitido a Schopenhauer, a Hólderlin, a
Lessing, y otros. Pero la idea que yo tenía -la idea de unos hombres que no
tenían nada de intelectuales, sino que vivían entregados a la lealtad, al valor
y a una varonil sumisión al destino-no la encontré, por ejemplo, en el Cantar
de los nibelungos. Aquello me parecía demasiado romántico. Muchos años
después encontré lo que buscaba en las sagas escandinavas y en el estudio de la
antigua poesía inglesa.
Allí encontré por fin
lo que había buscado cuando era joven. En el inglés antiguo descubrí una lengua
áspera, pero cuya aspereza producía cierta belleza y cierta emoción profunda
(aunque, quizá, careciera de un pensamiento profundo). Creo que, en poesía, la
emoción es suficiente. Si hay emoción, ya es bastante. Me llevó a estudiar
inglés antiguo mi inclinación por la metáfora. Había leído en Lugones que la
metáfora era el elemento esencial de la literatura, y acepté aquel aforismo.
Lugones escribió que todas las palabras eran originariamente metáforas. Es
cierto, pero también es verdad que, para comprender la mayoría de las palabras,
hemos de olvidar el hecho de que sean metáforas. Por ejemplo, si digo «El
estilo debe ser llano», no creo que debamos recordar que «estilo» («stylus»)
significaba 'pluma', y que «llano» significa 'plano', porque en ese caso nunca
lo entenderíamos.
Permítanme volver de
nuevo a los días de mi juventud y recordar a otros autores que me
impresionaron. Me pregunto si se ha destacado muchas veces que Poe y Wilde son
en realidad escritores para jóvenes. Por lo menos, los cuentos de Poe me
impresionaron cuando yo era un muchacho, pero apenas si soy capaz de volver a
leerlos ahora sin una sensación de incomodidad por el estilo del autor. De
hecho, casi puedo entender lo que Emerson quería decir cuando llamó a Edgar
Allan Poe el hombre ripio. Supongo que el hecho de ser un escritor para jóvenes
puede ser aplicado a otros muchos. En algunos casos, tal descripción es
injusta: en Stevenson, por ejemplo, o Kipling; pues, aunque escriben para
jóvenes, también escriben para hombres. Pero hay otros escritores a los que uno
debe leer cuando es joven, porque si uno se acerca a ellos cuando es viejo y
canoso, cargado de años, entonces su lectura difícilmente será un placer. Quizá
sea una blasfemia decir que para disfrutar a Baudelaire y Poe tenemos que ser
jóvenes. Después es difícil. Uno tiene que aguantar demasiado; uno tiene que
pensar en la historia.
En cuanto a la
metáfora, debo añadir que ahora sé que la metáfora es mucho más complicada de
lo que yo creía. No es simplemente una comparación entre dos cosas: decir «la
luna es como...». No. Exige un método más sutil. Pensemos en Robert Frost. Ustedes, por supuesto,
recuerdan los versos:
For I have promises to
keep,
And miles to go before
I sleep,
And miles to go before
I sleep.
(Pues
tengo promesas que cumplir
millas
por hacer antes de dormir,
y
millas por hacer antes de dormir.)
Si tomamos los dos
últimos versos, el primero -«Y millas por hacer antes de dormir»- es una
afirmación: el poeta piensa en las millas Y el sueño. Pero, cuando lo repite,
«Y millas por hacer antes de dormir,» el verso se convierte en una metáfora;
pues «millas» significa 'días', mientras presumiblemente signifique 'morir'.
Quizá yo no debería señalarles esto. Quizá el placer no radique en que
traduzcamos «millas» por 'años' Y «sueno» por 'muerte', sino, más bien, en
intuir la implicación.
Lo mismo podríamos
decir de otro excelente poema de Frost, «Acquainted with the Night». Al principio,
«I have been one acquainted with the night» quizá signifique literalmente lo
que dice. Pero el verso se repite al final:
One luminary dock
against the sky,
the time was neither
wrong nor right.
I have been one
acquainted with the night.
(Un
reloj luminaria en el cielo
proclamaba
que el tiempo no era falso ni verdadero.
He
sido uno de los que conocido noche.)
Y entonces nos
inclinamos a considerar la noche como una imagen del mal (del mal sexual, me
parece).
He hablado hace un
momento de don Quijote y Sherlock Holmes; he dicho que puedo creer en los
personajes pero no en sus aventuras, y difícilmente en las que los autores
ponen en sus labios. Ahora nos preguntamos si es posible encontrar un libro
donde ocurriera exactamente lo contrario. ¿Podríamos encontrar un libro cuyos
personajes nos parecieran inverosímiles, pero en el que la historia nos
pareciera creíble? Recuerdo, en este punto, otro libro que me impresionó: Moby
Dick, de Melville. No estoy seguro de si creo en el capitán Ahab, no estoy
seguro de creer en su pugna con la ballena blanca; apenas si puedo distinguir a
los personajes. Pero me creo la historia: es decir, creo en ella como en una
especie de parábola (aunque no sé exactamente sobre qué: quizá sea una parábola
sobre la lucha contra el mal, sobre la manera errada de combatir el mal). Me
pregunto si hay otros libros sobre los que se pueda decir lo mismo. En The
Progress, pienso que creo tanto en la alegoría como en los personajes.
Pero habría que mirarlo.
Recuerden que los gnósticos
decían que la Única manera de librarse de un pecado era cometerlo, que después
uno se arrepentía. En lo que se refiere a la literatura, esencialmente tenían
razón. Si he alcanzado la felicidad de escribir cuatro o cinco páginas
tolerables después de escribir quince volúmenes intolerables, logré esa proeza
no sólo a través de muchos años sino también gracias al método de la tentativa
y el error. Creo que no he cometido todos los errores posibles -porque los
errores son innumerables-, pero sí muchos de ellos.
Por ejemplo, yo
empecé, como la mayoría de los jóvenes, creyendo que el verso libre era más
fácil que las formas sujetas a reglas. Hoy estoy casi seguro de que el verso
libre es mucho más difícil que las formas medidas y clásicas. La prueba -si es
necesaria- es que la literatura comienza con el verso. Supongo que la
explicación podría ser que una vez que se desarrolla un modelo -un modelo de
rimas, de asonancias, de aliteraciones, de sílabas largas y breves-sólo hay que
repetirlo. Mientras que, si se ensaya la prosa (y la prosa, evidentemente,
aparece después del verso), entonces se necesita, como señaló Stevenson, un
modelo más sutil. Pues el oído, por inducción, espera algo, pero no llega a
obtener lo que espera. Recibe otra cosa; y esa otra cosa puede ser, en cierto
sentido, una decepción y también una satisfacción. Así que, a menos que tomen
ustedes la precaución de ser Walt Whitman o Carl Sandburg, el verso libre es
más difícil. Al menos, yo he llegado a saber, ahora que estoy cerca del final del
viaje, que las formas poéticas clásicas son más fáciles. Otra ventaja, otra
comodidad, puede radicar en el hecho de que, una vez que se escribe cierto
verso, una vez que uno se conforma con cierto verso, ya se ha sometido a cierta
rima. Y, dado que las rimas no son infinitas, el trabajo será más fácil.
Evidentemente, lo
importante es lo que hay detrás del verso. Empecé intentando -como todos los
jóvenes-disfrazarme. Al principio estaba tan despistado que, en la época en que
leía a Carlyle y Whitman, creía que la forma de escribir en prosa de Carlyle
era la única posible, y que la forma de escribir poesía de Whitman era la única
posible. No hice nada en absoluto por conciliar el hecho verdaderamente extraño
de que esos dos hombres antagónicos hubieran alcanzado la perfección de la
prosa y el verso.
Cuando empecé a
escribir, siempre me decía que mis ideas eran muy superficiales, que si las
conociera el lector, me despreciaría. Así que me disfrazaba. Al principio,
intenté ser un escritor español del siglo XVII con cierto conocimiento del
latín. Mi conocimiento del latín era más bien escaso. Ya no me considero un
escritor español del siglo XVII, y mi intento de ser Sir Thomas Browne en
español fracasó por completo. O quizá estos personajes produjeron una docena de
líneas sonoras. Evidentemente, yo aspiraba al estilo artificioso, a los pasajes
decorativos. Ahora pienso que el estilo artificioso es un error, porque es un
signo de vanidad, y el lector lo considera un signo de vanidad. Si el lector
piensa que tienes un defecto moral, no existe la más mínima razón para que te
admire o te soporte.
Entonces incurrí en un
error muy común: hice cuanto pude por ser -entre todas las cosas- moderno. Hay
un personaje en los Wilhelm Meisters Lehrjahre de Goethe que
dice: «Sí, puedes decir de mí lo que te parezca, pero nadie negará que soy un
contemporáneo». No veo diferencia entre ese personaje absurdo de la novela de
Goethe y el deseo de ser moderno. Porque somos modernos; no
tenemos que afanarnos en ser modernos. No es un caso de contenidos ni de
estilo.
Si consideramos Ivanhoe de
Sir Walter Scott, o (por poner otro ejemplo muy distinto) Salammbô de
Flaubert, podríamos decir la fecha en que esos libros fueron escritos. Aunque
Flaubert llamó a Salammbô un «roman cartaginois» «novela
cartaginesa») , cualquier lector que se precie sabrá después de leer la primera
página que el libro no fue escrito en Cartago, sino que lo escribió un francés
muy inteligente del siglo XIX. En cuanto a Ivanhoe, no nos
engañan los castillos ni los caballeros ni los porqueros sajones, ni nada por
el estilo. En todo momento, sabemos que estamos leyendo a un escritor de los
siglos XVIII o XIX.
Además, somos modernos
por el simple hecho de que vivimos en el presente. Nadie ha descubierto todavía
el arte de vivir en el pasado, y ni siquiera los futuristas han descubierto el
secreto de vivir en el futuro. Somos modernos, lo queramos o no. Quizá el hecho
mismo de mi modernidad galopante sea una forma de ser moderno.
Cuando empecé a
escribir relatos, hice lo posible por adornarlos. Trabajé el estilo, y alguna
vez aquellos relatos quedaron ocultos bajo múltiples capas. Por ejemplo,
imaginé un argumento bastante bueno, y escribí el cuento «El inmortal» La idea
que subyace al relato -y la idea podría sorprender a cualquiera de ustedes que
lo haya leído- es que, si un hombre fuera inmortal, con el correr de los años
(y, evidentemente, el correr duraría muchos años), lo habría
dicho todo, hecho todo, escrito todo. Tomé como ejemplo a Homero; me lo
imaginaba (si realmente existió) en el trabajo de escribir su Iliada. Luego
Homero seguiría viviendo y cambiaría conforme cambiaran las generaciones. Con
el tiempo, evidentemente, olvidaría el griego, y un día olvidaría que había
sido Homero. Llegaría un momento en que no sólo consideraríamos -la traducción
de Homero que hizo Pope como una obra de arte admirable (cosa que,
evidentemente, es), sino como fiel al original. La idea de Homero que olvida
que fue Homero se esconde bajo las múltiples estructuras que yo entretejo alrededor
del libro. De hecho, cuando volví a leer ese cuento hace un par de años, me
pareció pesado, y tuve que remontarme a mi antiguo proyecto para ver que
hubiera sido un buen relato si yo me hubiera limitado a escribirlo con
sencillez y no hubiera consentido tantos pasajes decorativos ni tantas
metáforas ni adjetivos tan extraños.
Creo que he alcanzado,
si no cierta sabiduría, quizá cierto sentido común. Me considero un escritor.
¿Qué significa para mí ser escritor? Significa simplemente ser fiel a mi
imaginación. Cuando escribo algo no me lo planteo como objetivamente verdadero
(lo. puramente objetivo es una trama de circunstancias y accidentes), sino como
verdadero porque es fiel a algo más profundo. Cuando escribo un relato, lo
escribo porque creo en él: no como uno cree en algo meramente histórico, sino,
más bien, como uno cree en un sueño o en una idea.
Creo que quizá nos
despiste uno de los estudios que más valoro: el estudio de la historia de la
literatura. Me pregunto (espero que no sea una blasfemia) si no le prestamos
demasiada atención a la historia. Atender a la historia de la literatura -o de
cualquiera otra arte, si vamos a eso-es en realidad una forma de incredulidad,
de escepticismo. Si me digo, por ejemplo, que Wordsworth y Verlaine fueron
excelentes poetas del siglo XIX, corro el peligro de pensar que el tiempo los
ha destruido en cierta medida, que ya no son tan buenos como fueron. Creo que
la idea antigua de que podemos reconocer la perfección del arte sin tener en
cuenta las fechas era mejor.
He leído algunas
historias de la filosofía india. Los autores (ingleses, alemanes, franceses,
americanos) siempre se asombran de que en la India la gente no tenga sentido de
la historia, de que traten a todos los pensadores como si fueran contemporáneos.
Traducen las palabras de la filosofía antigua a la moderna jerga de la
filosofía de hoy. Pero esto significa algo magnífico: confirma la idea de que
uno cree en la filosofía o de que uno cree en
la poesía; de que las cosas que fueron bellas pueden ser bellas aún.
Aunque supongo que soy
completamente antihistórico cuando digo esto (puesto que, evidentemente, los
significados y connotaciones de las palabras cambian), sigo pensando que hay
versos -por ejemplo, cuando Virgilio escribió «Ibant obscuri sola sub nocte per
umbram- (me pregunto si habré escandido el verso como debiera: mi latín está
bastante oxidado), o cuando un antiguo
poeta inglés escribió «Norpan sniwde...o cuando leemos «Music to hear, why
hear'st thou music sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy»-
en los que, en cierta medida, estamos más allá del tiempo. Pienso que hay
eternidad en la belleza; y esto, por supuesto, es lo que Keats tenía en mente
cuando escribió «A thing of beauty is a joy forever» («Lo bello es gozo para
siempre»). Aceptamos este verso, y lo aceptamos como una especie de verdad,
como una especie de fórmula. Alguna vez tengo el coraje y la esperanza
suficientes para pensar que puede ser verdad: que, aunque todos los hombres
escriben en el tiempo, envueltos en circunstancias y accidentes y frustraciones
temporales, es posible alcanzar, de algún modo, un poco de belleza
eterna.
Cuando escribo intento
ser leal a los sueños y no a las circunstancias. Evidentemente, en mis relatos
(la gente me dice que debo hablar de ellos) hay circunstancias verdaderas,
pero, por alguna razón, he creído que esas circunstancias deben siempre
contarse con cierta dosis de mentira. No hay placer en contar una historia como
sucedió realmente. Tenemos que cambiar alguna, aunque nos parezca
insignificante; si no es así, no nos consideramos artistas sino, quizá, meros
periodistas o historiadores. Aunque imagino que los verdaderos historiadores
siempre han sabido que pueden ser tan imaginativos corno los novelistas. Por
ejemplo, cuando leemos a Gibbon, el placer que nos causa es equiparable al de
leer a un gran novelista. Después de todo, sabe muy poco sobre sus personajes.
Me figuro que hubo de imaginar las circunstancias. Debió de pensar que había
creado, en cierto sentido, la decadencia y caída del Imperio Romano. y lo hizo
tan maravillosamente que no necesito otra explicación.
Si tuviera que
aconsejar a algún escritor (y no creo que nadie lo necesite, pues cada uno debe
aprender por sí mismo), yo le diría simplemente lo siguiente: lo invitaría a
manosear lo menos posible su propia obra. No creo que retocar y retocar haga
ningún bien. Llega un momento en que uno descubre sus posibilidades: su voz
natural, su ritmo. No creo que ninguna corrección superficial resulte útil
entonces.
Cuando escribo, no
pienso en el lector (porque el lector es un personaje imaginario) ni pienso en
mí (quizá porque yo también soy un personaje imaginario), sino
que pienso en lo que quiero transmitir y hago cuanto puedo para no malograrlo.
Cuando yo era joven creía en la expresión. Había leído a Croce, y la lectura de
Croce no me hizo ningún bien. Yo quería expresarlo todo. Pensaba, por ejemplo,
que, si necesitaba un atardecer, podía encontrar la palabra exacta para un
atardecer; o, mejor, la metáfora más sorprendente. Ahora he llegado a la
conclusión (y esta conclusión puede parecer triste) de que ya no creo en la
expresión. Sólo creo en la alusión. Después de todo, ¿qué son las palabras? Las
palabras son símbolos para recuerdos compartidos. Si yo uso una palabra,
ustedes deben tener alguna experiencia de lo que representa esa palabra. Si no,
la palabra no significará nada para ustedes. Pienso que sólo podemos aludir,
sólo podemos intentar que el lector imagine. Al lector, si es lo bastante
despierto, puede bastarle nuestra simple alusión.
Es algo que favorece
la eficacia, y en mi caso también la pereza. Me han preguntado por qué nunca he
intentado escribir una novela. La pereza, por supuesto, es la primera
explicación. Pero hay otra. Nunca he leído una novela sin cierta sensación de
aburrimiento. Las novelas incluyen material de relleno; creo, por lo que sé,
que el material de relleno puede ser una parte esencial de la novela. Pero he
leído y vuelto a leer una y otra vez muchos relatos breves. Entiendo que en un
relato breve de, por ejemplo, Henry James o Rudyard Kipling podemos encontrar
tanta complejidad -y de un modo más agradable como en una larga novela.
Pienso que mi credo se
reduce a esto. Cuando prometí un «credo de poeta» yo pensaba, demasiado crédulo,
que, después de dar cinco conferencias, desarrollaría en el proceso alguna
especie de credo. Pero entiendo que debo decirles que no tengo ningún do en
particular, excepto las pocas precauciones y dudas sobre las que les he venido
hablando.
Cuando escribo algo,
procuro no comprenderlo. No creo que la inteligencia tenga demasiada relación
con el trabajo del escritor. Pienso que uno de los pecados de la literatura
moderna es que tiene demasiada conciencia de sí misma. Por ejemplo, considero a
la literatura francesa una de las mayores literaturas del mundo (y supongo que
nadie lo pone en duda). Pero me he visto obligado a pensar que los autores
franceses son, por lo general, demasiado conscientes de sí mismos. Lo primero
que hace un escritor francés es definirse a sí mismo, antes, incluso, de saber
lo que va a escribir. Dice: «¿Qué escribiría, por ejemplo, un católico en tal o
cual provincia, y socialista hasta cierto punto?». O: «¿Cómo deberíamos
escribir después de la Segunda Guerra Mundial?». Supongo que hay mucha gente en
el mundo que se agobia con estos problemas ilusorios:
Cuando escribo (pero
quizá yo no sea un buen ejemplo, sino sólo una terrible advertencia), intento
olvidarlo todo sobre mí. Me olvido de mis circunstancias personales. No
intento, como alguna vez lo intenté, ser un «escritor suramericano». Sólo
intento transmitir el sueño. Y si el sueño es confuso (en mi caso, suele
serlo), no intento embellecerlo, ni siquiera comprenderlo. Quizá haya hecho
bien, pues cada vez que leo un artículo sobre mí -y, no sé por qué, parece
haber muchísima gente dedicándose precisamente a eso-, generalmente quedo
sorprendido y muy agradecido por los profundos significados que descifran en
esos más bien azarosos apuntes míos. Evidentemente, les estoy agradecido, pues
considero la literatura como una especie de colaboración. Es decir, el lector
contribuye a la obra, enriquece el libro. y sucede lo mismo cuando se da una
conferencia.
Quizá piensen ustedes
que han oído una buena conferencia. En ese caso, debo darles las gracias,
porque, después de todo, ustedes han trabajado conmigo. Si no hubiera sido por
ustedes, no creo que las conferencias hubieran sido especialmente buenas, ni
siquiera tolerables. Espero que hayan colaborado conmigo esta noche. y puesto
que esta noche es distinta de otras noches, me gustaría decirles algo sobre mí
mismo.
Llegué a Estados
Unidos hace seis meses. En mi país soy prácticamente (para repetir el título de
un famoso libro de Wells) el Hombre Invisible. Aquí soy, en cierta medida,
visible. Aquí la gente me ha leído; me han leído hasta tal punto que me
interrogan severamente sobre relatos que yo he olvidado por completo. Me
preguntan por qué Fulano guardaba silencio antes de contestar, y yo me pregunto
de qué Fulano se trataba, por qué guardaba silencio, qué contestó. Dudo si
decirles la verdad. Digo que Fulano guardaba silencio antes de contestar porque
generalmente uno guarda silencio antes de contestar. y, sin embargo, todas
estas cosas me han hecho feliz. Creo que ustedes se equivocan totalmente si
admiran (me pregunto si es así) mi literatura. Pero lo considero un error muy
generoso. Creo que uno debería tratar de creer en las cosas, aunque las cosas
acaben defraudándonos.
Si ahora bromeo, lo
hago porque siento algo en mi interior. Estoy bromeando porque siento lo que
esto significa para mí. Sé qué recordaré esta noche. y me preguntaré: «¿Por qué
no dije lo que tenía que decir? ¿Por qué no dije lo que han significado para mí
estos meses en Estados Unidos, lo que tantos amigos conocidos y desconocidos
han significado para mí?». Pero supongo que, en cierta medida, les llega mi
emoción.
Me han pedido que diga
algunos versos míos, así que voy a recordar un soneto, el soneto sobre Spinoza.
El hecho de que muchos de ustedes no sepan español mejorará el soneto. Como he
dicho, el significado no es importante: lo que importa es cierta música, cierta
manera de decir las cosas. Quizá, incluso si la música falta, ustedes la
sientan. O, mejor, puesto que sé que son tan amables, la inventen por mí.
Y ahora pasemos al
soneto, «Spinoza»:
Las
traslúcidas manos del judío
labran
la penumbra los cristales
y
la tarde que muere miedo y frío.
(Las
tardes a las tardes son iguales.)
Las
manos y espacio de jacinto
que
palidece en el confín del Ghetto
casi
no existen para el hombre quieto
que
está soñando un claro laberinto.
No
lo turba la fama, ese reflejo
de
sueños en el sueño de otro espejo,
ni
el temeroso amor de las doncellas.
Libre
de la metáfora y del mito,
labra
un arduo cristal: el infinito
mapa
de Aquél que es todas Sus estrellas.
Jorge Luis Borges
Para escuchar la conferencia en inglés:
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