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Jorge Luis Borges en el blog "Borges en el Museo de la Novela de la Eterna" |
Esta es la cuarta de seis conferencias sobre la poesía, pronunciada en inglés, en la Universidad de Harvard, durante el curso que impartiera Borges, en el otoño de 1967 y la primavera de 1968, y que la Editorial Crítica recopilara en 2001, con el nombre de "Arte Poética". La traducción es del escritor español´Justo Navarro.
En aras de la claridad, me limitaré ahora al problema
de la traducción poética. Un problema menor pero también muy pertinente. Esta
discusión debería allanarnos el camino hacia el tema de la música de las
palabras (o quizá la magia de las palabras), del sentido y el sonido en la
poesía.
Según una superstición ampliamente arraigada, toda
traducción traiciona a sus originales incomparables. Lo expresa muy bien el
conocidísimo juego de palabras italiano «Traduttore, traditore», que se supone
irrebatible. Puesto que este juego de palabras es muy popular, debe ocultar un
grano de verdad, un núcleo de verdad.
Discutiremos las posibilidades (o la imposibilidad) y
el éxito (o lo contrario) de la traducción poética. Según mi costumbre,
partiremos de algunos ejemplos, pues no creo que se pueda mantener una
discusión sin ejemplos. Dado que mi memoria a veces se parece demasiado al
olvido, elegiré ejemplos breves. Analizar estrofas o poemas completos excedería
nuestro tiempo y mi capacidad.
Empezaremos con la Oda de Brunanburh y
la traducción que de ella hizo Tennyson. Esta oda (mis fechas siempre son
bastante inseguras) fue compuesta a principios del siglo x para celebrar la
victoria de los hombres de Wessex sobre los vikingos de Dublín, los escoceses y
los galeses. Pasemos a examinar algún verso. En el original, encontramos algo
que reza más o menos así: «sunne up zet morgentid mzere tungol». Es decir, «el
sol en el curso de la mañana» o «el sol en las horas de la mañana», y luego
«esa famosa estrella» o «esa imponente estrella», aunque aquí «famosa» sería
una traducción mejor (maere tungol»). El poeta, a continuación, llama al sol
«godes candel beorht»: «brillante candela de Dios».
Esta oda fue traducida al inglés en prosa por el de
Tennyson y publicada en una revista. El hijo probablemente le explicó a su
padre algunas reglas esenciales del verso inglés antiguo: el ritmo, el uso de
la aliteración en lugar de la rima y cosas parecidas. Luego Tennyson, que era
muy aficionado a los experimentos, intentó escribir antiguos versos ingleses en
inglés moderno. Es importante señalar que, aunque el experimento fue un éxito
notable, nunca lo repitió. De modo que, si buscamos antiguos versos ingleses en
las obras de Lord Alfred Tennyson, tendremos que contentarnos con ese único y
excepcional ejemplo, la Oda de Brunanburh.
Estos dos ejemplos –«el sol, esa famosa estrella» y
«el sol, brillante candela de Dios»– fueron traducidos por Tennyson así: «when
first the great / Sun–star of morning–tide» («Cuando la gran / estrella solar
del curso de la mañana»). Ahora bien, «sun–star of morning–tide» es, a mi
juicio, una traducción verdaderamente impresionante. Es, incluso, más sajona
que el original, puesto que nos ofrece dos palabras compuestas germánicas:
«sun–star» y –morning–tide». y, evidentemente, aunque «morning–tide» puede ser
entendida como «morning–time» («horas de la mañana»), podemos también pensar
que quería sugerirnos la imagen del amanecer como desbordándose en el cielo. Y
así lo que tenemos es una frase verdaderamente extraña: «when first the great /
Sunstar of morning–tide». E inmediatamente, un verso después, cuando Tennyson
llega a la «brillante candela de Dios», lo traduce como «Lamp of Lord God»
(«Lámpara del Señor»).
Tomemos ahora otro ejemplo, una traducción que no sólo
es intachable, sino también hermosa. En esta ocasión consideraremos una
traducción del español. Se trata del maravilloso poema Noche oscura del
alma, escrito en el siglo XVI por uno de los más grandes –podríamos
decir sin temor el más grande–de los poetas españoles, de todos los hombres que
han usado la lengua española para los fines de la poesía. Estoy hablando, por
supuesto, de San Juan de la Cruz. La primera estrofa dice así:
En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.
Es una estrofa maravillosa. Pero si consideramos el
último verso extraído de su contexto y aislado (seguramente es inadmisible
hacer una cosa así), resulta un verso más bien mediocre: «estando ya mi casa
sosegada». Tenemos el sonido siseante de las tres eses de «casa sosegada». y
sosegada no es precisamente una palabra excepcional. No intento menospreciar el
texto. Sólo señalo (y muy pronto verán por qué lo hago) que el verso, aislado,
extraído de su contexto, es bastante trivial.
Este poema fue traducido al inglés por Arthur Symons a
finales del siglo XIX. La traducción no es buena, pero si quieren examinarla,
pueden encontrarla en el Oxford Book of Modern Verse de Yeats.
Hace algunos años, un gran poeta escocés y también sudafricano, Roy Campbell,
emprendió una traducción de la Noche oscura del alma. Me
gustaría tener el libro aquí, pero nos limitaremos al verso que acabo de citar,
«estando ya mi casa sosegada», y veremos qué hizo con él Roy Campbell. Lo
tradujo así: «When all the house was hushed» («cuando toda la casa estaba
callada»). Encontramos la palabra «all», que da sensación de espacio, sensación
de inmensidad, al verso. y enseguida la hermosa, la preciosa palabra inglesa
«hushed». «Hushed» parece ofrecernos la verdadera música del silencio.
Añadiré a estos dos ejemplos muy favorables del arte
de la traducción un tercero. Éste no lo comentaré, dado que no es el caso de un
verso traducido a verso, sino más bien de prosa elevada a verso, a poesía.
Tenemos el lugar común latino (tomado de los griegos, por supuesto) «Ars longa,
vita brevis», o, como creo que deberíamos pronunciarlo, «uita breuis». (Resulta
verdaderamente feo. Volvamos a «vita brevis», a Virgilio y no a «Uerguilius».)
Se trata de una simple afirmación, de una opinión. Es elemental, transparente.
Su tono superficial es un acierto. De hecho, es una especie de profecía del
telegrama y de la literatura nacida de los telegramas. «El arte es largo, la
vida es breve». Este lugar común ha sido repetido muchísimas veces. Y en el
siglo XIV, «un grand translateur», un gran traductor –el maestro Geoffrey
Chaucer– necesitó esa frase. Evidentemente, no pensaba en la medicina; quizá
pensaba en la poesía. Pero quizá (no tengo el texto a mano, así que podemos
elegir), quizá pensaba en el amor y quería deslizar esa frase. Escribió: «The life so short, the craft so long to learn. («La vida tan breve, el arte tan largo
de aprender»): o, como ustedes habrán imaginado, lo pronunciaría: «The Iyf so
short, the craft so long to lerne». Aquí no sólo encontramos la afirmación,
sino también la verdadera música de la melancolía. Podemos ver cómo el poeta no
piensa Únicamente en el difícil arte y en la brevedad de la vida; también lo
está sintiendo. Es lo que añade la aparentemente invisible e inaudible palabra
clave «so». «The Iyf so short, the
craft so long to lerne».
Volvamos a los dos primeros ejemplos: la famosa Oda
de Brunanburh y Tennyson, y la Noche oscura del alma de
San Juan de la Cruz. Si consideramos las dos traducciones que he citado, no son
inferiores al original, pero percibimos una diferencia. La diferencia está más
allá de las posibilidades del traductor; depende, más bien, de la manera en que
leemos poesía. Pues, si recordamos la Oda de Brunanburh, sabemos
que nace de una profunda emoción. Sabemos que los sajones han sido derrotados
muchas veces por los daneses, y cómo los sajones detestaban esa circunstancia.
Y hemos de pensar en la alegría que los sajones occidentales sentirían cuando,
después de un largo día de lucha –la batalla de Brunanburh, una de las más
grandes batallas de la historia medieval de Inglaterra–, derrotaron a Olaf, rey
de los vikingos de Dublín, y a los odiados escoceses y galeses. Pensamos en lo
que sentirían. En el hombre que escribió la oda. Quizá fuera un monje. Pero la
verdad es que, en lugar de dar gracias a Dios (a la manera ortodoxa), agradeció
la victoria a la espada de su rey y a la espada del príncipe Edmund. No dice
que Dios les concediera la victoria; dice que ellos la obtuvieron «swordda
edgiou», «con el filo de las espadas». Todo el poema está lleno de una alegría
salvaje, despiadada. Se burla de los que han sido derrotados. Es una alegría
que hayan sido derrotados. Cuenta cómo el rey y su hermano vuelven a su Wessex,
su «West Saxonland», como Tennyson lo llama («fueron a su West–Saxonland,
satisfechos de la guerra»). Después de eso, se remonta a la historia de
Inglaterra; piensa en los hombres que llegaron de Jutlandia, en Hengist y
Horsa. Es algo muy raro: no creo que muchos tuvieran tal sentido de la historia
en la Edad Media. Así que tenemos que considerar el poema como fruto de una
profunda emoción. Tenemos que considerarlo como un alud de gran poesía.
Cuando nos referimos a la versión de Tennyson, por
mucho que la admiremos (y la conocí antes de conocer el original sajón), la
consideramos un logrado experimento con el antiguo verso inglés, acometido por
un maestro del verso inglés moderno; es decir, el contexto es diferente.
Evidentemente, el traductor no tiene la culpa de ello. Sucede lo mismo en el
caso de San Juan de la Cruz y Roy Campbell: podemos pensar (supongo que no es
inadmisible pensarlo) que «when all the house was hushed» es verbalmente –desde
el punto de vista de la pura literatura superior a «estando ya mi casa
sosegada». Pero eso cuenta poco en lo que se refiere a nuestro juicio sobre las
dos piezas, el original español y la traducción inglesa. En el primer caso,
pensamos que San Juan de la Cruz alcanzó la experiencia más elevada de la que
es capaz el alma de un hombre: la experiencia del éxtasis, el encuentro de un
alma humana con el alma de la divinidad, con el alma divina, de Dios. Después
de haber tenido esa experiencia inefable, tenía que comunicarla de alguna
manera, por medio de metáforas. Entonces encontró a mano el Cantar de los
cantares y tomó (muchos místicos lo han hecho) la imagen del amor sexual como
imagen de la unión mística entre el hombre y su dios, y escribió el poema. Así,
estamos oyendo –estamos oyendo por casualidad, podríamos decir, como en el caso
del sajón– las palabras exactas que pronunció San Juan de la Cruz.
Veamos ahora la traducción de Roy Campbell. Nos parece
buena, pero quizá nos inclinemos a pensar: «Sí, está bien el trabajo del
escocés, después de todo». Lo cual es, evidentemente, distinto. Es decir, la
diferencia entre una traducción y el original no es una diferencia entre los
textos mismos. Supongo que si no supiéramos cuál es el original y cuál la
traducción, los podríamos juzgar con imparcialidad. Pero, desgraciadamente, no
puede ser así. y, en consecuencia, el trabajo del traductor siempre lo
suponemos inferior –o, lo que es peor, lo sentimos inferior–
aunque, verbalmente, la traducción pueda ser tan buena como el texto.
Llegamos ahora a otro problema: el problema de la
traducción literal. Cuando hablo de traducción estoy usando una metáfora muy
extendida, puesto que si una traducción no puede ser fiel al original palabra por palabra, aun puede ser menos fiel
letra por letra. En el siglo XIX, un especialista en griego prácticamente
olvidado, Newman, acometió una traducción literal y en hexámetros de Homero. Su
propósito era publicar una traducción «en contra» del Homero de Pope. Usaba
frases del tipo «húmedas olas», «mar de oscuro vino» y otras por el estilo.
Pero Matthew Arnold tenía sus propias teorías sobre cómo traducir a Homero.
Cuando apareció el libro del señor Newman, Arnold lo reseñó. Newman le
contestó; Matthew Arnold volvió a contestarle. Podemos leer esa vivísima e
inteligentísima discusión en los ensayos de Matthew Arnold.
Uno y otro tenían mucho que decir sobre los dos
aspectos de la cuestión. Newman suponía que la traducción literal era la más
fiel. Matthew Arnold empezó con una teoría sobre Homero. Dijo que en Homero
habían coincidido diversas cualidades: claridad, nobleza, sencillez, y cosas
parecidas. Pensaba que un traductor siempre debería transmitir la impresión de
esas cualidades, incluso cuando no las corroborara el texto. Matthew Arnold
señaló que una traducción literal conducía a la extravagancia y la
zafiedad.
Por ejemplo, en las lenguas románicas no decimos «Está
frío». Decimos «Hace frío»: «Il fait froid», «Fa freddo», etcétera. Pero no
creo que nadie traduzca «fait froid» por «It makes cold» en lugar de «It is
cold», Otro ejemplo: en inglés decimos «Good Morning», y en español decimos
«Buenos días» («Good days»). Si «Good morning» se tradujera por «Buena mañana»,
nos parecería una traducción literal, pero difícilmente una traducción
fiel.
Matthew Arnold señaló que, cuando traducimos
literalmente un texto, se crean falsos énfasis. No sé si tuvo en cuenta la
traducción de Las mil y una noches del capitán Burton; quizá
le llegó demasiado tarde. Burton traduce Quitab
alif laila wa laila por Book of the Thousand Nights and a
Night («Libro de las mil noches y una noche») en lugar de Book
of the Thousand and One Nights. Esa traducción es literal. Es fiel al
árabe palabra por palabra. Pero es inexacta en el sentido de que las palabras
«libro de las mil noches y una noche» son una forma común en árabe, mientras
que a nosotros nos provocan una ligera impresión de sorpresa. Y esto,
evidentemente, no lo pretendía el original.
Matthew Arnold aconsejaba al traductor de Homero que
tuviera una Biblia al alcance de la mano. Decía que la Biblia en inglés podía
ser una especie de modelo para una traducción de Homero. Pero, si Matthew
Arnold hubiera estudiado con detenimiento su Biblia, habría advertido que la
Biblia inglesa está llena de traducciones literales, que parte de la
extraordinaria belleza de la Biblia inglesa radica en esas traducciones
literales.
Por ejemplo, encontramos «a tower of strength» «una
torre de fortaleza»). Ésta es la frase que Lutero tradujo como «ein feste
Burg», «una poderosa (o firme) plaza fuerte». Y tenemos «the song of songs»,
«el cantar de los cantares». He leído en Fray Luis de León que los hebreos no
tienen superlativos, así que no podían decir «la mayor canción» o «el mejor
cantar». Dicen «el cantar de los cantares», como podrían haber dicho «el rey de
reyes» en lugar de «el emperador» o «el rey más excelso»; o «la luna de lunas»
por «la luna más grande»; o «la noche de las noches» por «la noche más
sagrada». Si comparamos la traducción inglesa «Song of Songs» con la alemana de
Lutero, vemos que Lutero, a quien no le preocupaba la belleza, que sólo quería
que los alemanes entendieran el texto, tradujo las mismas palabras por «das
hohe Lied». «el buen cantar». Descubrimos así que esas dos traducciones
literales contribuyen a la belleza.
De hecho, podría decirse que las traducciones
literales no sólo conducen, como señalaba Matthew Arnold, a la zafiedad y la
extravagancia, sino también a la novedad y la belleza. Creo que esto lo
advertimos todos, puesto que, si examinamos una versión literal de algún poema
extravagante, esperamos algo exótico. y si no lo encontramos, nos sentimos
defraudados en cierta medida.
Llegamos ahora a una de las mejores y más famosas
traducciones inglesas. Estoy hablando> por supuesto, de la traducción que hizo
FitzGerald de los Rubaiyat de Omar Hayyam. La primera estrofa dice así:
Awake! For morning in the
bowl of night
Has flung the stone that
puts the stars to flight:
And, lo! the hunter of
the East has caught
The Sultan's turret in a
daze oflight.
(Despertad! Pues la mariana en el cuenco de la
noche
ha echado la piedra que pone las estrellas a
volar;
y, ay, el cazador de Oriente ha capturado
el torreón del Sultán en una confusión de luz.)
Como sabemos, el libro lo descubrieron en una librería
Swinburne y Rossetti. Su belleza les impresionó. No sabían absolutamente nada
de Edward FitzGerald, casi desconocido hombre de letras. Había intentado
traducir a Calderón y el Coloquio de los pájaros de Farid
al–Din Attar; no fueron demasiado buenos esos libros. Y luego apareció su obra
famosa, hoy un clásico.
Rossetti y Swinburne captaron la belleza de la
traducción, pero nosotros nos preguntamos si habrían captado esa belleza en el
caso de que FitzGerald hubiera presentado los Rubáiyát como un
original (en parte era original) más que como una traducción. ¿Habrían considerado que FitzGerald tenía licencia para decir:
«Awake! For morning in the bowl of night / Has flung the stone that puts the
stars to flight»? (El
segundo verso nos envía a una nota a pie de página, que explica que echar una
piedra en un cuenco es la señal para la partida de la caravana.) Y me pregunto
si a FitzGerald se le hubiera consentido el «lazo de luz» («noose of light») y
el «torreón del Sultán» en un poema suyo.
Pero creo que podemos demorarnos en un solo verso, un
verso que encontramos en una de las restantes estrofas:
Dreaming when dawns left
hand was in the sky
1 heard a voice within
the tavern cry:
«Awake my little ones,
and fill the cup
Before life's liquor in
its cup be dry».
(En sueños cuando la mano izquierda del alba estaba en
el cielo
oí una voz entre el griterío de la
taberna:
«Despertad, mis pequeños, y llenad la copa
antes de que el licor de la vida en su copa se
seque.)
Detengámonos en el primer verso: «En sueños cuando la
mano izquierda del alba estaba en el cielo». Evidentemente, la clave de este
verso es la palabra «izquierda». Si se hubiera usado cualquier otro adjetivo,
el verso no tendría sentido. Pero «mano izquierda» nos hace pensar en algo
extraño, en algo siniestro. Sabemos que la mano derecha se asocia a lo «recto»
–en otras palabras, a la rectitud, a lo franco–, pero aquí encontramos la
ominosa palabra «izquierda». Recordemos la frase española «lanzada de modo izquierdo
que atraviese el corazón»: la idea de algo siniestro. Percibimos que hay algo
sutilmente torcido, malo, en esa «mano
izquierda de! alba». Si el persa soñaba cuando la mano izquierda del alba
estaba en el cielo, instantáneamente su sueño se hubiera convertido en una
pesadilla. Y apenas si somos conscientes de ello; no tenemos por qué detenernos
en la palabra «izquierda». Pero la palabra «izquierda» marca toda la
diferencia: tan delicado y misterioso es el arte del verso. Aceptamos «En
sueños cuando la mano izquierda del alba estaba en el cielo» porque suponemos
que lo avala un original persa. Por lo que yo sé, Omar Hayyam no corrobora a
FitzGerald. Esto nos plantea un interesante problema: una traducción literal ha
creado una belleza propia, sólo suya.
Siempre me he preguntado sobre el origen de las
traducciones literales. Hoy día somos partidarios de esas traducciones; de
hecho, muchos de nosotros sólo aceptamos las traducciones literales, porque
queremos dar a cada uno lo suyo. Esto les hubiera parecido un crimen a los
traductores del pasado, que pensaban en algo de muchísimo más mérito. Querían
demostrar que la lengua vernácula estaba tan capacitada para un gran poema como
la original. y supongo que don Juan de Jáuregui, cuando traducía a Lucano al
español, pensaba lo mismo. No creo que ningún contemporáneo de Pope pensara en
Homero y Pope. Supongo que los lectores, los mejores lectores
por lo menos, pensarían en el poema mismo. Les interesaban la Iliada y
la Odisea, y les traían sin cuidado las fruslerías verbales.
Durante toda la Edad Media, la gente no consideraba la traducción en términos
de una transposición literal, sino como algo que era recreado: como la labor de
un poeta que, habiendo leído una obra, la desarrollaba luego a su ser, según sus
fuerzas y las posibilidades hasta entonces conocidas de su lengua.
¿Cuál fue el origen de las traducciones literales? No
creo que surgieran de la erudición; no creo que surgieran del escrúpulo. Creo
que tuvieron un origen teológico. Pues, aunque la gente juzgara a Homero el más
grande de los poetas, no olvidaba que Homero era humano (quandoque dormitat
bonus Homerus»), de modo que sus palabras podían ser alteradas. Pero cuando
tocó traducir la Biblia se planteó un asunto muy diferente, porque se suponía que
la Biblia había sido escrita por el Espíritu Santo. Cuando pensamos en el
Espíritu Santo, cuando pensamos en la infinita inteligencia de Dios
comprometida en una tarea literaria, no podemos concebir elementos casuales
–elementos azarosos–en su obra. No. Si Dios escribe un libro, si Dios
condesciende a la literatura, entonces cada palabra, cada letra, como dicen los
cabalistas, debe haber sido meditada a do. y podría ser una blasfemia manipular
el texto escrito por una inteligencia infinita y eterna.
Creo, asi que la idea de una traducción literal surge
con las traducciones de la Biblia. Es una mera suposición mía (imagino que aquí
muchos especialistas que podrían corregirme si me equivoco), pero la considero
altamente probable. Cuando ya habían sido acometidas traducciones admirables de
la Biblia, los hombres empezaron a descubrir, empezaron a pensar que había
belleza en los modos de expresión extranjeros. todo el mundo es partidario de
las traducciones literales porque una traducción literal siempre nos produce
esas leves sacudidas de asombro que esperamos. De hecho, podría decirse que el
original es innecesario. Quizá llegue el momento en que una traducción sea
considerada como algo en sí misma. Pensemos en los Sonetos traducidos
del portugués de Elizabeth Barrett Browning.
Alguna vez he ensayado una metáfora más bien audaz,
pero me he dado cuenta de que resultaría inaceptable por proceder de mí (yo
sólo soy un contemporáneo), así que se la he atribuido a algún remoto persa o a
algún escandinavo. Entonces mis amigos han dicho que era admirable; y, por
supuesto, nunca les he contado que la había inventado yo, pues le tenía aprecio
a la metáfora. Después de todo, los persas o los escandinavos podrían haber
inventado esa metáfora, u otras mucho mejores.
Volvamos, así. a lo que dije al principio: que nunca
se juzga verbalmente una traducción. Podría ser juzgada verbalmente, pero nunca
lo es. Por ejemplo (y espero que no piensen que estoy diciendo una blasfemia),
he estudiado con mucho detenimiento (pero eso fue hace cuarenta arios, y puedo
alegar los errores de la juventud) Les Fleurs du mal de
Baudelaire y Blumen des Bose de Stefan George. Creo que,
evidentemente, Baudelaire es un poeta superior a Stefan George, pero Stefan
George fue un artesano mucho más hábil. Creo que si comparáramos ambos libros
verso a verso, descubriríamos que la Umdichtung de Stefan
George (ésta es una hermosa palabra alemana que no significa un poema traducido
de otro, sino un poema urdido a partir de otro; también tenemos «Nachdichtung»,
un after–poem, una versión; y «Übersetzung», una simple
traducción), creo que la traducción de Stefan George quizá sea mejor que el
libro de Baudelaire. Pero esto, evidentemente, no le vale a Stefan George, pues
las personas interesadas en Baudelaire –y a mí Baudelaire me ha interesado
mucho– entienden que las palabras proceden de Baudelaire; es decir, piensan en
el contexto de la vida entera de Baudelaire. Mientras que en el caso de Stefan
George tenemos a un eficiente pero algo pedante poeta del siglo XX que vierte
las auténticas palabras de Baudelaire a una lengua extranjera, el alemán.
He hablado del presente. Digo que nos pesa, que nos
abruma nuestro sentido histórico. No podemos estudiar un texto antiguo como lo
hicieron los hombres de la Edad Media, el Renacimiento o incluso el siglo
XVIII. Hoy nos preocupan las circunstancias; queremos saber exactamente lo que
Homero pretendía decir cuando escribió aquello del «mar color de vino» (si
color de vino» es la traducción correcta, cosa que no sé). Pero, si nuestra
mentalidad es histórica, creo que quizá podamos imaginar que llegará un día en
el que los hombres ya no tengan tan presente la historia como nosotros. Llegará
un día en el que a los hombres les importen poco los accidentes y las
circunstancias de la belleza; les importará la belleza misma. Puede que ni
siquiera les interesen los nombres ni las biografías de los poetas.
Será para bien, si pensamos que existen naciones
enteras que piensan de esta manera. Por ejemplo, no creo que en la India la
gente tenga sentido histórico. Una de las dificultades de los europeos que
escriben o han escrito historias de la filosofía india es que los indios
consideran contemporánea toda la filosofía. Es decir, les interesan los
problemas mismos, no los hechos biográficos o históricos, los datos
cronológicos. Que Fulano fuera maestro de Mengano, que lo que escribiera bajo
tal influencia, todas esas cosas son naderías para ellos. Les preocupa el
enigma del universo. Imagino que, en un futuro (y espero que ese futuro esté a
la vuelta de la esquina), los hombres se preocuparán por la belleza, no por las
circunstancias de la belleza. Entonces tendremos traducciones no sólo tan
buenas (las tenemos ya) sino tan famosas como el Homero de Chapman, el Rabelais
de Urquhart, la Odisea de Pope. Creo que éste es un punto
culminante digno de ser deseado con devoción.
Jorge Luis Borges
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