24/24 Borges. Día 13 . Resignificación de la Lectura y la Escritura, un tributo a Jorge Luis Borges en su natalicio.
Esta es la primera de seis conferencias sobre la poesía, pronunciada en inglés, en la Universidad de Harvard, durante el curso que impartiera Borges, en el otoño de 1967 y la primavera de 1968, y que la Editorial Crítica recopilara en 2001, con el nombre de "Arte Poética". La traducción es del escritor español´Justo Navarro.
Me gustaría, en principio, avisarles con claridad de
lo que cabe esperar -o, mejor, de lo que no han de esperar- de mí. Me doy
cuenta de que incluso he cometido un error al titular mi primera conferencia.
El título es, si no nos equivocamos, «El enigma de la poesía", y el
énfasis recae, evidentemente, en la primera palabra, «enigma". Así que
ustedes podrían pensar que el enigma es lo más importante. O, lo que aún sería
peor, podrían pensar que me he engañado a mí mismo al creer que, en alguna medida,
he descubierto el verdadero sentido del enigma. La verdad es que no tengo
ninguna revelación que ofrecer. He pasado la vida leyendo, analizando,
escribiendo (o intentándolo) y disfrutando. He descubierto que esto último es
lo más importante. Embebido en la poesía, he llegado a una conclusión final
sobre el asunto. Es verdad que, cada vez que me he enfrentado a la página en
blanco, he sabido que debía volver a descubrir la literatura por mí mismo. Pero
de nada me vale el pasado. Así que, como he dicho, sólo puedo ofrecerles mis
perplejidades. Tengo cerca de setenta años. He dedicado la mayor parte de mi
vida a la literatura, y sólo puedo ofrecerles dudas.
El gran escritor y sonador inglés Thomas de Quincey
escribió -en alguna de las miles de páginas de sus catorce volúmenes- que
descubrir un problema nuevo era tan importante como descubrir la solución de
uno antiguo. Pero yo ni siquiera puedo ofrecerles esto; sólo puedo ofrecerles
perplejidades clásicas. Y, sin embargo, ¿por qué tendría que preocuparme? ¿Qué
es la historia de la filosofía sino la historia de las perplejidades de los
hindúes, los chinos, los griegos, los escolásticos, el obispo Berkeley, Hume, Schopenhauer
y otros muchos? Sólo quiero compartir estas perplejidades con ustedes.
Siempre que he hojeado libros de estética, he tenido
la incómoda sensación de estar leyendo obras de astrónomos que jamás hubieran
mirado a las estrellas. Quiero decir que sus autores escribían sobre poesía
como si la poesía fuera un deber, y no lo que es en realidad: una pasión y un
placer. Por ejemplo, he leído con mucho respeto el libro de Benedetto Croce
sobre estética, y he encontrado la definición de que la poesía y el lenguaje
son una «expresión».
Ahora bien, si pensamos en la expresión de algo,
desembocamos en el viejo problema de la forma y el contenido; y si no pensamos
en la expresión de nada en particular, entonces no llegamos a nada en absoluto.
Así que respetuosamente admitimos esa definición, y buscamos algo más. Buscamos
la poesía; buscamos la vida. Y la vida está, estoy seguro, hecha de poesía. La
poesía no es algo extraño: está acechando, como veremos, a la vuelta de la
esquina. Puede surgir ante nosotros en cualquier momento.
Ahora bien, es fácil que incurramos en un error muy
común. Pensamos, por ejemplo, que, si estudiamos a Homero, la Divina comedia,
Fray Luis de León o Macbeth, estudiamos la poesía. Pero los libros son sólo
ocasiones para la poesía.
Creo que Emerson escribió en alguna parte que una
biblioteca es una especie de caverna mágica llena de difuntos. Yesos difuntos
pueden renacer, pueden ser devueltos a la vida cuando abrimos sus páginas.
Hablando del obispo Berkeley (que, permítanme
recordárselo, profetizó la grandeza de América), me acuerdo de que escribió que
el sabor de la manzana no está en la manzana misma -la manzana no posee sabor
en sí misma- ni en la boca del que se la come. Exige un contacto entre ambas.
Lo mismo pasa con un libro o una colección de libros, con una biblioteca. Pues
¿qué es un libro en sí mismo? Un libro es un objeto físico en un mundo de
objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Y entonces llega el lector
adecuado, y las palabras -o, mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues
las palabras solas son meros símbolos-surgen a la vida, y asistimos a una resurrección
del mundo.
Me acuerdo ahora de un poema que todos ustedes saben
de memoria, aunque quizá nunca se hayan fijado en lo extraño que es. Pues la
perfección en poesía no parece extraña: parece inevitable. Así que pocas veces
le agradecemos al escritor sus desvelos. Estoy pensando en un soneto escrito
hace más de cien años por un joven de Londres (de Hampstead, creo), un joven
que murió de una enfermedad pulmonar, John Keats, y en su famoso y quizá
trillado soneto «On First Looking into Chapmans Homer» («Al asomarse por
primera vez al Homero de Chapman»). Lo que extraña del poema -y sólo caí en la
cuenta hace tres o cuatro días, cuando preparaba esta conferencia- es el hecho
de que se trata de un poema sobre la propia experiencia poética. Ustedes se lo
saben de memoria, pero me gustaría que oyeran una vez más el oleaje y el trueno
de los versos finales:
Then
felt like some watcher of the skies
When a
new planet swims into his ken;
Or' like
stout Cortez when with eagle eyes
He
stared at the Pacific -and all his men
look'd at each other with a wild surmise-
Silent,
upon a peak in Darien.
(Sentí entonces lo mismo que el vigía que observa
el firmamento v ve de pronto un nuevo astro;
o lo que el gran Cortés, cuando con ojos de águila
por vez primera divisó el Pacífico -y todos sus
soldados
entre sí se
miraron sin dar crédito a aquello-
callado, allá en lo alto de un monte del Darién.)
Aquí encontramos la propia experiencia poética.
Encontramos a George Chapman, amigo y rival de Shakespeare, que estaba muerto y
de repente volvió a la vida cuando John Keats leyó su Iliada o su Odisea. Creo
que era George Chapman (aunque no estoy seguro, pues no soy especialista en
Shakespeare) en quien pensaba Shakespeare cuando escribió: «Was it the proud
full sail of his great verse, / Bound for the prize of all too precious you?»
«¿Fue el velamen hinchado de su verso ampuloso / que navega a la busca de su
presa riquísima?»).
Hay una palabra que me parece muy importante: «Al
asomarse por primera vez al Homero de Chapman». Creo que este «primera» puede
resultarnos muy provechoso. En el preciso momento en que repasaba los poderosos
versos de Keats, pensaba que quizá sólo estaba siendo leal a mi memoria. Quizá
la verdadera emoción que yo extraía de los versos de Keats radicaba en aquel
lejano instante de mi niñez en Buenos Aires cuando por primera vez oí a mi
padre leerlos en voz alta. Y cuando la poesía, el lenguaje, no era sólo un
medio para la comunicación sino que también podía ser una pasión y un placer:
cuando tuve esa revelación, no creo que comprendiera las palabras, pero sentí
que algo me sucedía. Y no sólo afectaba a mi inteligencia sino a todo mi ser, a
mi carne y a mi sangre.
Volviendo a las palabras «Al asomarse por primera vez
al Homero de Chapman», me pregunto si John Keats sintió esa emoción después de
fatigar los muchos libros de la Iliada y la Odisea. Creo que la primera lectura
es la verdadera, y que en las siguientes nos engañamos a nosotros mismos con la
creencia de que se repite la sensación, la impresión. Pero, como digo, podría
tratarse de mera lealtad, de una mera trampa de mi memoria, una mera confusión
entre nuestra pasión y la pasión que una vez sentimos. Así, podría decirse que
la poesía es, cada vez, una experiencia nueva. Cada vez que leo un poema, la
experiencia sucede. Y eso es la poesía.
Leí una vez que el pintor americano Whistler estaba en
un café de París y la gente discutía el modo en que la herencia, el ambiente,
la situación política del momento y cosas por el estilo influían en el artista.
y entonces Whistler dijo: «El arte sucede». Es decir, hay algo misterioso en el
arte. Me gustaría tomar sus palabras en un sentido nuevo. Yo diré: El arte
sucede cada vez que leemos un poema. Ahora bien, quizá, al menos en apariencia,
esto suprima la venerable noción de los clásicos, la idea de los libros
perdurables, de los libros en los que siempre hallaremos belleza. Pero espero
equivocarme en este punto.
Quizá debería dedicar unas palabras a la historia de
los libros. Hasta donde puedo recordar, los griegos no hicieron demasiado uso
de los libros. Es un hecho evidente que la mayoría de los grandes maestros de
la humanidad no fueron escritores sino oradores. Pienso en Pitágoras, Cristo,
Sócrates, el Buda y otros. Y, puesto que he hablado de Sócrates, me gustaría
decir algo sobre Platón. Me acuerdo de que Bernard Shaw decía que Platón fue el
dramaturgo que inventó a Sócrates, así como los cuatro evangelistas fueron los
dramaturgos que inventaron a Jesús. Esto podría resultar excesivo, pero
encierra cierta verdad. En uno de sus diálogos, Platón habla sobre los libros
de una manera un tanto despectiva: «¿Qué es un libro? Un libro parece, como una
pintura, un ser vivo; pero, si le hacemos una pregunta, no responde. Entonces
vemos que está muerto». Para convertir al libro en algo vivo, Platón inventó
-felizmente para nosotros- el diálogo platónico, que se anticipa a las dudas y
preguntas del lector.
Pero podríamos decir también que Platón estaba triste
por Sócrates. Después de la muerte de Sócrates, se diría a sí mismo: «¿Qué
hubiera dicho Sócrates a propósito de esta duda mía?». Y entonces, para volver
a oír la voz de su querido maestro, escribió los diálogos. En algunos de esos
diálogos, Sócrates representa la verdad. En otros, Platón ha dramatizado sus
distintos estados de ánimo. Y algunos de esos diálogos no llegan a ninguna
conclusión, porque Platón pensaba conforme los iba escribiendo; no conocía la
Última página cuando escribía la primera. Dejaba a su inteligencia vagar y, a
la vez, dramatizaba aquella inteligencia, convirtiéndola en muchas personas. Me
imagino que su principal propósito era la ilusión de que, a pesar de que
Sócrates hubiera bebido la cicuta, seguía acompañándolo. Esto me parece verdad
porque he tenido muchos maestros en mi vida. Estoy orgulloso de ser un
discípulo: un buen discípulo, espero y, cuando pienso en mi padre, cuando
pienso en el gran escritor judeoespañol Rafael Cansinos-Asséns, cuando pienso
en Macedonio Fernández, también me gustaría oír sus voces. Y alguna vez intento
imitar con mi voz sus voces para intentar pensar lo que ellos hubieran pensado.
Siempre los tengo cerca.
Hay otra frase, en uno de los Padres de la Iglesia.
Dijo que era tan peligroso poner un libro en las manos de un ignorante como
poner una espada en las manos de un niño. Así que los libros, para los
antiguos, eran meros artilugios. En una de sus muchas cartas, Séneca escribió
contra las bibliotecas grandes; y, mucho después, Schopenhauer escribió que
muchos confunden la compra de un libro con la compra de los contenidos del
libro. Alguna vez, cuando miro los muchos libros que tengo en casa, siento que
moriré antes de terminarlos, pero no puedo resistir la tentación de comprar
nuevos libros. Siempre que voy a una librería y encuentro un libro sobre una de
mis aficiones -por ejemplo, la antigua poesía inglesa o escandinava-; me digo:
«Qué lástima que no pueda comprarme este libro, pues tengo ya un ejemplar en
casa».
Después de los antiguos, llegó de Oriente una nueva
concepción del libro. Llegó la idea de la Sagrada Escritura, de libros escritos
por el Espíritu Santo; llegaron los Coranes, las Biblias y demás. Siguiendo el
ejemplo de Spengler en su Untergang des Abendlandes -La decadencia de
Occidente-, me gustaría tomar el Corán como ejemplo. Si no me equivoco, los
teólogos musulmanes lo consideran anterior a la creación del mundo. El Corán
está escrito en árabe, pero los musulmanes lo creen anterior al lenguaje. En
efecto, he leído que no consideran el Corán una obra de Dios sino un atributo
de Dios, como lo son Su justicia, Su misericordia y Su infinita sabiduría.
Y así penetró en Europa la idea de Sagrada Escritura,
una idea que, según creo, no es absolutamente errónea. A Bernard Shaw (a quien
siempre vuelvo) le preguntaron una vez si pensaba de verdad que la Biblia era
obra del Espíritu Santo. y Shaw dijo: "Creo que el Espíritu Santo no sólo
ha escrito la Biblia, sino todos los libros». Es un tanto cruel, evidentemente,
con el Espíritu Santo, pero supongo que todos los libros merecen ser leídos.
Esto es, creo, lo que Homero quería decir cuando hablaba a la musa. Y esto es
lo que los judíos y Milton querían decir cuando se referían al Espíritu Santo
cuyo templo es el recto y puro corazón de los hombres. Yen nuestra mitología,
menos hermosa, nosotros hablamos del "yo subliminal», del
"subconsciente». Estas palabras, evidentemente, son un tanto groseras
cuando las comparamos con las musas o con el Espíritu Santo. Tenemos, sin
embargo, que conformarnos con la mitología de nuestro tiempo. Pero las palabras
significan esencialmente lo mismo.
Llegamos ahora a la noción de los «clásicos». Debo
confesar que no creo que un libro sea verdaderamente un objeto inmortal, que
hay que asimilar y venerar como es debido, sino más bien una ocasión para la
belleza. y ha de ser así, pues el lenguaje cambia sin cesar. Soy muy aficionado
a las etimologías y quisiera recordarles (pues estoy seguro de que ustedes saben
de estas cosas mucho más que yo) algunas etimologías bastante curiosas.
Por ejemplo, tenemos en inglés el verbo «to tease»
('jorobar, fastidiar, tomar el pelo'), una palabra maliciosa. Significa una
especie de broma. Pero en el antiguo inglés «tesan» significaba 'herir con la
espada', tal como en francés «navrer» quería decir 'atravesar a alguien con la
espada'. Y, para tomar otra palabra del inglés antiguo, «pbreat», podrán
deducir de los primeros versos del Beowulf que significa 'multitud airada'; es decir,
la causa de la amenaza (threat», en inglés). y así podríamos seguir
indefinidamente.
Pero consideremos ahora en concreto algunos versos.
Tomo mis ejemplos del inglés, ya que le tengo especial afecto a la literatura
inglesa, aunque mi conocimiento de ella sea, evidentemente, limitado. Hay casos
en los que la poesía se crea a sí misma. Por ejemplo, no creo que las palabras
«quietus-('descanso') y «bodkin» ('puñal') sean especialmente hermosas; yo
diría, en efecto, que son más bien groseras; pero si pensamos en «When he
himself might his quietus make / With a bare bodkin» («Cuando uno mismo tiene a
su alcance el descanso / en el filo desnudo del puñal»), recordamos el gran
parlamento de Hamlet. Y así el contexto crea poesía con esas palabras: palabras
que nadie se atrevería a usar hoy, porque sólo serían citas.
Hay otros ejemplos, y quizá más sencillos. Tomemos el
título de uno de los más famosos libros del mundo, El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha. La palabra «hidalgo» tiene hoy una peculiar dignidad por
sí misma, pero, cuando Cervantes la escribió, la palabra «hidalgo» significaba
'un señor del campo'. En cuanto al nombre «Quijote», era considerada más bien
una palabra ridícula, como los nombres de muchos de los personajes de Dickens
("Pickwick», «Swiveller», «Chuzzlewit», «Twist», «Squears», "Quilp» y
otros por el estilo). y además tienen ustedes "de la Mancha», que ahora
nos suena noble en castellano, pero que Cervantes, cuando lo escribía, quizá
pretendió que sonara (y pido disculpas a cualquier vecino de esa ciudad que se
encuentre aquí) como si hubiera escrito "don Quijote de Kansas City». Ya
ven ustedes cómo han cambiado esas palabras, cómo han sido ennoblecidas. Ven un
hecho extraño: que porque el viejo soldado Miguel de Cervantes ridiculizó un
poco a La Mancha, ahora «La Mancha» forma parte de las palabras imperecederas
de la literatura.
Tomemos otro ejemplo de versos que han cambiado. Estoy
pensando en un soneto de Rossetti, un soneto que se desarrolla premiosamente
bajo el no demasiado hermoso nombre de «Inclusiveness» («Totalidad»). El
soneto dice:
What man
has bent o’er his son’s sleep to brood,
How that
face shall watch his when cold it lies?–
Or
thought. at his own mother kissed his eyes,
Of what
her kiss was, when his father wooed?
(¿Qué hombre se ha inclinado sobre el rostro de su
hijo para pensar
cómo esa cara, ese rostro se inclinará sobre él cuando
esté muerto?
¿o pensó, cuando su propia madre le besaba los ojos,
lo que habrá sido su beso cuando su padre la
cortejaba?)
Creo que estos versos quizá resulten hoy más intensos
que cuando fueron escritos, hace unos ochenta años, porque el cine nos ha
enseñado a seguir rápidas secuencias de imágenes visuales. En el primer verso,
«What man has bent o'er his son's sleep to brood», encontramos al padre
inclinándose sobre la cara del niño dormido. E, inmediatamente, en el segundo
verso, como en una buena película, hallamos la misma imagen invertida: vemos al
hijo inclinándose sobre la cara de ese hombre muerto, su padre. y quizá nuestro
reciente estudio de la psicología nos haya hecho más sensibles a estos versos:
«Or thought, as his own mother kissed his eyes, / Of what her kiss was, when
his father wooed?». Encontramos aquí, desde luego, la belleza de las vocales
suaves inglesas en «brood» y «wooed». Y la belleza añadida de ese solitario
«wooed»: no «wooed her», sino simplemente «wooed», La palabra sigue resonando.
También existe una clase distinta de belleza.
Consideremos un adjetivo que una vez fue un lugar común. No sé griego, pero
creo que en griego es «oinopa pontos». y la versión inglesa más corriente es
«the wine-dark sea» («el mar de oscuro vino»). Me figuro que la palabra «dark»
ha sido sutilmente intercalada para facilitarle las cosas al lector. Puede que
sólo sea «the winy sea» («el vinoso mar»}, o algo por el estilo. Estoy seguro
de que, cuando Homero (o los muchos griegos que designa la palabra Homero) lo
escribía, sólo pensaba en el mar; el adjetivo era normal. Pero hoy, si alguno
de nosotros, después de probar con muchos adjetivos estrafalarios, escribiera
en un poema «the wine-dark sea», no sería una simple repetición de lo que los
griegos escribieron. Sería, más bien, una referencia a la tradición. Cuando
hablamos del «mar color de vino», pensamos en Homero y en los treinta siglos
que se extienden entre él y nosotros. Así, aunque las palabras puedan ser las
mismas, cuando escribimos «el mar color de vino» en realidad estamos
escribiendo algo muy diferente de lo que Homero escribió.
Pues el lenguaje cambia; los latinos lo sabían
perfectamente. Y el lector también está cambiando. Esto nos recuerda la vieja
metáfora de los griegos: la metáfora, o más bien la verdad, de que ningún
hombre baja dos veces al mismo río. Creo que aquí existe un cierto miedo. En
principio solemos pensar en el fluir del río. Pensamos: «Sí, el río permanece,
pero el agua cambia». Luego, con una creciente sensación de temor, nos damos
cuenta de que nosotros también estamos cambiando, de que somos tan mudables y
evanescentes como el río.
Pero no es necesario que nos preocupemos demasiado por
la suerte de los clásicos, pues la belleza siempre nos acompaña. Me gustaría
citar en este punto otro poema, de Browning, un poeta quizá olvidado en
nuestros días. Dice:
Just
when were safest, there’s a sunset-touch,
A fancy
frorn a flower-bell, sorne one's death,
A
chorus-ending from Euripides.
(Y precisamente cuando nos sentimos más seguros, llega
una puesta de sol,
el encanto de una corola, alguna muerte,
el final de un coro de Eurípides.)
El primer verso es suficiente: «Y precisamente cuando
nos sentimos más seguros...», es decir, la belleza siempre está esperándonos.
Puede presentársenos en el título de una película; puede presentársenos en la
letra de una canción popular; podemos encontrarla incluso en las páginas de un
gran o famoso escritor. Y puesto que he hablado de uno de mis maestros
difuntos, Rafael Cansinos-Asséns (quizá ésta sea la segunda vez que ustedes
oyen su nombre; no logro entender por qué ha sido olvidado)' recuerdo que
Cansinos-Asséns escribió un poema en prosa muy hermoso en el que pedía a Dios
que lo protegiera, que lo salvara de la belleza, porque, decía, «hay demasiada
belleza en el mundo». Pensaba que la belleza estaba inundando el mundo. Aunque
no sé si he sido un hombre especialmente feliz (¡tengo la esperanza de que seré
feliz a la avanzada edad de sesenta y siete años!), sigo pensando que estamos
rodeados de belleza.
Que un poema haya o no haya sido escrito por un gran
poeta sólo es importante para los historiadores de la literatura. Supongamos,
por seguir el razonamiento, que he escrito un hermoso verso; considerémoslo una
hipótesis de trabajo. Una vez que lo he escrito, ese verso no hace que yo sea
bueno, pues, como acabo de decir, ese verso lo he recibido del Espíritu Santo,
del yo subliminal, o puede que de algún otro escritor. A menudo descubro que
sólo estoy citando algo que leí hace tiempo, y entonces la lectura se convierte
en un redescubrimiento. Quizá sea mejor que el poeta no tenga nombre.
He hablado del «mar color de vino», y puesto que mi
afición es el inglés antiguo (temo que, si tienen el coraje o la paciencia de
volver a alguna de mis conferencias, los abrumaré de nuevo con el inglés
antiguo), me gustaría recordarles algunos versos que me parecen hermosos. Los
diré primero en inglés y luego en el severo y vocálico inglés antiguo del siglo
IX.
It
snowed from the north;
rime
bound the fields;
hail
fell on earth,
the
coldest of seeds.
Norban
sniwde
hrim
hrusan bond
haegl
feol on eorban
corna caldast.
(Nevó desde el Norte;
la escarcha ciñó los campos;
el granizo cayó sobre la tierra,
la más fría de las semillas.)
Esto nos remite a lo que dije sobre Homero: cuando el
poeta escribía esos versos, sólo dejaba constancia de algo que había sucedido.
Lo que, evidentemente, era muy extraño en el siglo IX, cuando la gente pensaba
en términos de mitología, imágenes alegóricas y cosas por el estilo. Homero
sólo contaba cosas absolutamente normales. Pero hoy, cuando leemos:
It snowed from the north;
rime bound the fields; hail fell on earth,
the coldest of seeds...
encontramos un elemento poético añadido. Creo que
encontramos la poesía de que un sajón sin nombre escribiera esos versos a
orillas del Mar del Norte, en Northumbria; y la poesía de que esos versos
lleguen hasta nosotros tan claros, tan sencillos y tan patéticos a través de
los siglos. Tenemos, pues, dos casos: el caso (no vale la pena que me detenga
en él) de que el tiempo degrade a un poema y las palabras pierdan su belleza; y
también el caso de que el tiempo enriquezca al poema, en lugar de degradarlo.
He hablado al principio de definiciones. Para
terminar, me gustaría decir que cometemos un error muy común cuando creemos
ignorar algo porque somos incapaces de definirlo. Si estuviéramos de un humor
chestertoniano (creo que uno de los mejores humores en que sentirse), diríamos
que sólo podemos definir algo cuando no sabemos nada de ello.
Por ejemplo, si tengo que definir la poesía y no las
tengo todas conmigo, si no me siento demasiado seguro, digo algo como: «poesía
es la expresión de la belleza por medio de palabras artísticamente
entretejidas». Esta definición podría valer para un diccionario o para un libro
de texto, pero a nosotros nos parece poco convincente. Hay algo mucho más
importante: algo que nos animaría no sólo a seguir ensayando la poesía, sino a
disfrutarla y a sentir que lo sabemos todo sobre ella.
Esto significa que sabemos qué es la poesía. Lo
sabemos tan bien que no podemos definirla con otras palabras, como somos
incapaces de definir el sabor del café, el color rojo o amarillo o el significado
de la ira, el amor, el odio, el amanecer, el atardecer o el amor por nuestro
país. Estas cosas están tan arraigadas en nosotros que sólo pueden ser
expresadas por esos símbolos comunes que compartimos. ¿Y por qué habríamos de
necesitar más palabras?
Puede que no estén ustedes de acuerdo con los ejemplos
que he elegido. Quizá mañana se me ocurran ejemplos mejores, quizá piensen que
debería haber citado otros versos. Pero, ya que pueden sus propios ejemplos, no
tienen que preocuparse demasiado por Homero, los poetas anglosajones o
Rossetti. Porque todo el mundo sabe dónde encontrar la poesía. Y, cuando
aparece, uno siente el roce de la poesía, ese especial estremecimiento.
Para terminar, tengo una cita de San Agustín que creo
que encaja a la perfección. San Agustín dijo: «¿Qué es el tiempo? Si no me
preguntan qué es, lo sé. Si me preguntan qué es, no lo sé». Pienso lo mismo de
la poesía.
A uno no le preocupan demasiado las definiciones. Ando
en este momento un poco despistado, porque no domino en absoluto el pensamiento
abstracto. Pero en las próximas conferencias -si tienen la amabilidad de
soportarme-pondremos más ejemplos concretos. Hablaré sobre la metáfora, sobre
la música de las palabras, sobre la posibilidad o imposibilidad de la
traducción poética, sobre el arte de contar historias, es decir, sobre la
poesía épica, la más antigua y quizá el más esforzado tipo de poesía. Y acabaré
con algo que, ahora mismo, apenas puedo intuir. Acabaré con una conferencia
llamada «Credo de poeta», en la que intentaré justificar mi propia vida y la
confianza que algunos de ustedes puedan depositar en mí, a pesar de esta
primera conferencia torpe y titubeante.
Jorge Luis Borges
Para escuchar la conferencia en inglés:
https://museodelaeterna7.blogspot.com.co/2017/08/audio-de-el-enigma-de-la-poesia-primera.html
https://museodelaeterna7.blogspot.com.co/2017/08/audio-de-el-enigma-de-la-poesia-primera.html
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