24/24 Borges. Día 11 . Resignificación de la Lectura y la Escritura, un tributo a Jorge Luis Borges en su natalicio.
Esta es la tercera de seis conferencias sobre la poesía, pronunciada en inglés, en la Universidad de Harvard, durante el curso que impartiera Borges, en el otoño de 1967 y la primavera de 1968, y que la Editorial Crítica recopilara en 2001, con el nombre de "Arte Poética". La traducción es del escritor español´Justo Navarro.
Las distinciones verbales deberían ser tenidas en
cuenta, puesto que representan distinciones mentales, intelectuales. Pero es
una lástima que la palabra «poeta» haya sido dividida en dos. Pues hoy, cuando
hablamos de un poeta, sólo pensamos en alguien que profiere notas líricas y
pajariles del tipo de «With ships the sea was sprinkled far and nigh, / Like
stars in heaven» («Con barcos, el mar estaba salpicado aquí y allá como las
estrellas en el cielo»; Wordsworth), o «Music to hear, why hear’st thoumusic
sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy» («¿Por qué, siendo tú
música, te entristece la música? / Placer busca placeres, ama el goce otro
goce»; Shakespeare).
Mientras que los antiguos, cuando hablaban de un poeta
–un «hacedor»–, no lo consideraban únicamente como el emisor de esas elevadas
notas líricas, sino también como narrador de historias. Historias en las que
podíamos encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo
meditativo, la melancolía, sino también las voces del coraje y la esperanza.
Quiere decir que vaya hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía:
la épica. Ocupémonos de ella un momento.
Quizá el primer ejemplo que nos venga a la mente sea
La historia de Troya, como la llamó Andrew Lang, que tan certeramente la
tradujo.
Examinaremos en ella la antiquísima narración de una
historia. Ya en el primer verso encontramos algo así: «Háblame, musa, de la ira
de Aquiles». O, como creo que tradujo el profesor Rouse: «An angry man –that is
my subject. («Un hombre iracundo: tal es mi tema»). Quizá Hornero, o el hombre
a quien llamamos Homero (pues ésta es, evidentemente, una vieja cuestión),
pensó escribir un poema sobre un hombre iracundo, y eso nos desconcierta, pues
pensamos en la ira a la manera de los latinos: «ira furor brevis». La ira es
una locura pasajera, un ataque de locura. Es verdad que la trama de la Iliada
no es, en sí, precisamente agradable: esa idea del héroe malhumorado en su
tienda, que siente que el rey lo ha tratado injustamente, emprende la guerra
como una disputa personal porque han matado a su amigo y vende por fin al padre
el cadáver de! hombre al que ha matado.
Pero quizá (puede que ya lo haya dicho antes; estoy
seguro), las intenciones del poeta carezcan de importancia. Lo que hoy importa
es que, aunque Homero creyera que contaba esa historia, en realidad contaba
algo mucho más noble: la historia de un hombre, un héroe, que ataca una ciudad
que sabe que no conquistará nunca, un hombre que sabe que morirá antes de que la
ciudad caiga; y la historia aún más conmovedora de los hombres que defienden
una ciudad cuyo destino ya conocen, una ciudad que ya está en llamas. Yo creo
que éste es el verdadero tema de la Iliada. y, de hecho, los hombres siempre
han pensado que los troyanos eran los verdaderos héroes.
Pensamos en Virgilio, pero también podríamos pensar en
Snorri Sturluson, que, en su más joven edad, escribió que Odín –el Odín de los
sajones, el dios– era hijo de Príamo y hermano de Héctor. Los hombres siempre
han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos
victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas
le corresponde a la victoria.
Tomemos un segundo poema épico, la Odisea. La podemos leer la de dos maneras. Supongo
que el hombre (o la mujer, como pensaba Samuel Butler) que la escribió no
ignoraba que en realidad contenía dos historias: el regreso de Ulises a su casa
y las maravillas y peligros del mar.
Si tomamos la Odisea en el primer sentido, entonces
tenemos la idea del regreso, la idea de que vivimos en el destierro y nuestro
verdadero hogar está en el pasado o en el cielo o en cualquier otra parte, que
nunca estamos en casa.
Pero evidentemente la vida de la marinería y el
regreso tenían que ser convertidos en algo interesante. Así que, poco él poco,
se fueron añadiendo múltiples maravillas. y ya, cuando acudimos a Las Mil y Una
Noches, encontramos que la versión árabe de la Odisea, los siete viajes de
Simbad el marino, no son la historia de un regreso, sino un relato de
aventuras; y creo que como tal lo leemos.
Cuando leemos la Odisea, creo que lo que sentimos es
el encanto, la magia del mar; lo que sentimos es lo que el navegante nos
revela. Por ejemplo: no tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de
anillos, ni para el goce de la mujer, ni para la grandeza del mundo. Sólo busca
las altas corrientes saladas. Así tenemos las dos historias en una: podemos
leerla como un retorno a casa y como un relato de aventuras, quizá el más
admirable que jamás haya sido escrito o cantado.
Pasemos ahora a un tercer «poema» que destaca muy por
encima de los otros: Los cuatro Evangelios.
Los Evangelios también pueden leídos de dos maneras.
El creyente los lee como la extraña historia de un hombre, de un dios, que expía
los pecados de la humanidad.
Un dios que se digna sufrir, morir, en la «bitter
cross» («amarga cruz»), como señala Shakespeare.
Existe una interpretación aún más extraña, que
encuentro en Langland. la idea de que Dios quería conocer en su totalidad el
sufrimiento humano, que no le bastaba con conocerlo intelectualmente, tal como
le era divinamente posible; quería sufrir como un hombre y con las limitaciones
de un hombre. Pero quien (como muchos de nosotros) no es creyente puede leer la
historia de otra manera. Podemos pensar en un hombre de genio, un hombre que se
creía un dios y al final descubre que sólo era Un hombre y que Dios –su dios–
lo había abandonado.
Digamos que, durante muchos siglos, estas tres
historias –la de Troya, la de Ulises, la de Jesús–le han bastado a la
humanidad. La gente las ha contado y las ha vuelto a contar una y otra vez; les
ha puesto música, las ha pintado. Han sido contadas muchas veces, pero las
historias perduran, sin límites. Podríamos pensar en alguien que, dentro de mil
o diez mil años, una vez más volviera a escribirlas. Pero, en el caso de los
Evangelios, hay una diferencia: creo que la historia de Cristo no puede ser
contada mejor.
Ha sido contada muchas veces, pero creo que los pocos
versículos en los que leemos, por ejemplo, cómo Satán tentó a Cristo tienen más
fuerza que los cuatro libros del Paradise Regained. Uno intuye que Milton quizá
ni sospechaba la clase de hombre que fue Cristo.
Bien, tenemos estas historias y tenemos el hecho de
que los hombres no necesitan demasiadas historias. Imagino que Chaucer jamás
pensó en inventar una historia. No pienso que la gente fuera menos inventiva en
aquellos días que hoy. Pienso que se contentaba con las nuevas variaciones que
se añadían al relato, las sutiles variaciones que se añadían al relato. Esto,
además, facilitaba la tarea del poeta. Sus oyentes y lectores sabían lo que iba
a decir y podían apreciar las diferencias en su justa medida.
Ahora bien, la épica –y podemos considerar los
Evangelios una especie de épica divina– lo admite todo. Pero la poesía, como he
dicho, ha sufrido una división; o, mejor, por un lado tenemos el poema lírico y
la elegía, y por otro tenemos la narración de historias: tenemos la novela. Uno
casi siente la tentación de considerar la novela como una degeneración de la
épica, a pesar de escritores como Joseph Conrad o Herman Melville. Pues la
novela recupera la dignidad de la épica.
Si pensamos en la novela y la épica, nos vemos
tentados a pensar que la principal diferencia estriba en la diferencia entre
verso y prosa, entre cantar y exponer algo.
Pero pienso que hay una diferencia mayor. La
diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe:
un hombre que es un modelo para todos los hombres. Mientras, como Mencken
señaló, la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un
hombre, en la degeneración de! personaje.
Esto nos lleva a otra cuestión: ¿qué pensamos de la
felicidad? ¿Qué pensamos de la derrota, de la victoria?
Hoy, cuando la gente habla de un final feliz, lo
considera una mera condescendencia hacia el público o un recurso comercial; lo
consideran artificioso.
Pero durante siglos los hombres fueron capaces –de
creer sinceramente en la felicidad y en la victoria, aunque sentían la
imprescindible dignidad de la derrota. Por ejemplo, cuando la gente escribía
sobre el Vellocino de Oro (una de las historias más antiguas de la humanidad),
oyentes y lectores sabían desde el principio que el tesoro sería hallado al
final.
Bien, hoy, si se emprende una aventura, sabemos que
acabará en fracaso.
Cuando leemos –y pienso en un ejemplo que admiro – Los
papeles de Aspern, sabemos que los papeles nunca serán hallados.
Cuando leemos El castillo de Franz Kafka, sabemos que
el hombre nunca entrará en el castillo. Es decir, no podemos creer de verdad en
la felicidad y en el triunfo. Y quizá ésta sea una de las miserias de nuestro
tiempo. Me figuro que Kafka sentía prácticamente lo mismo cuando deseaba que
sus libros fueran destruidos: en realidad quería escribir un libro feliz y
victorioso, y se daba cuenta de que le era imposible. Hubiera podido
escribirlo, evidentemente, pero el público habría notado que no decía la
verdad. No la verdad de los hechos, sino la verdad de sus sueños.
Digamos que, a fines del siglo XVIII o principios del
XIX (para qué molestarnos en discutir las fechas), el hombre empezó a inventar
tramas.
Quizá podríamos decir que la empresa partió de
Hawthorne y Edgar Allan Poe, aunque, evidentemente, siempre hay precursores.
Como Rubén Darío señaló, “nadie es el Adán
literario.”. Pero fue Poe el que escribió que un relato debe ser escrito
atendiendo a la última frase, y un poema atendiendo al último verso. Esto
degeneró en el relato con truco, y en los siglos XIX y XX la gente ha inventado
toda clase de tramas. Estas tramas son a veces muy ingeniosas; si nos limitamos
a contarlas, son más ingeniosas que las tramas de la épica.
Pero, por alguna razón, notamos en ellas algo
artificioso; o, mejor, algo trivial. Si tomamos dos casos –supongamos que la
historia de Doctor Jekyll y Mr Hyde, y una novela o una película como
Psicosis–, puede que la trama de la segunda sea más ingeniosa, pero intuimos
que hay más detrás de la trama de Stevenson.
En cuanto a la idea que formulé al principio, la de que
sólo existe un número reducido de tramas, quizá deberíamos mencionar esos
libros en los que el interés no radica en la trama sino en la variación, en el
cambio, de múltiples tramas.
Estoy pensando en Las Mil y una Noches, y otras por el estilo.
Podríamos añadir también la idea de un tesoro maligno.
La tenemos en la Völsunga Saga, y quizá al final de Beowulf: la idea de un
tesoro que trae males a la gente que lo encuentra. Aquí podríamos llegar a la
idea que intenté desarrollar en mi última conferencia, sobre la metáfora: la
idea de que quizá todas las tramas correspondan sólo a unos pocos modelos. Hoy,
por supuesto, la gente inventa tantas tramas que nos ciegan. Pero quizá flaquee
tal ataque de ingenio y descubramos que todas esas tramas sólo son apariencias
de un reducido número de tramas esenciales. Y esto, para mí, está fuera de
discusión.
Hay que señalar otro hecho: los poetas parecen olvidar
que, alguna vez, contar cuentos fue esencial y que contar una historia y
recitar unos versos no se concebían como cosas diferentes.
Un hombre contaba una historia, la cantaba; y sus
oyentes no lo consideraban un hombre que ejercía dos tareas, sino más bien un
hombre que ejercía una tarea que poseía dos aspectos. O quizá no tenían la
impresión de que hubiera dos aspectos, sino que consideraban todo como una sola
cosa esencial.
Llegamos ahora a nuestro tiempo, donde encontramos
esta circunstancia verdaderamente extraña: hemos vivido dos guerras mundiales,
pero, por alguna razón, no ha surgido de ellas una épica; excepto, quizá, Los
siete pilares de la sabiduría.
En Los siete pilares de la sabiduría encuentro muchas
cualidades épicas. Pero el libro está lastrado por el hecho de que el héroe es
el narrador, por lo que a veces debe Empequeñecerse, humanizarse, hacerse verosímil
en exceso. De hecho, se ve obligado a incurrir en los trucos del novelista.
Hay otro libro, hoy bastante olvidado, que leí, me
parece, en 1915: una novela llamada Le Feu, de Henri Barbusse. El autor era
pacifista; era un libro contra la guerra. Pero, en cierta medida, la épica
atravesaba el libro (me acuerdo de una magnífica carga con bayonetas).
Otro escritor que poseía el sentido de lo épico fue
Kipling. Lo comprobamos en un relato tan maravilloso como «A Sahib’s War»,
Pero, de la misma manera que Kipling nunca practicó el soneto, porque
consideraba que podía distanciarlo de sus lectores, nunca cultivó la épica,
aunque podría haberlo hecho.
También recuerdo a Chesterton, que escribió «La balada
del caballo blanco», un poema sobre las guerras del rey Alfredo contra los
daneses. En él encontramos metáforas muy raras (¡me pregunto cómo me olvidé de
citarlas en la charla anterior!): por ejemplo, «mármol como sólida luz de
luna», «oro como fuego helado», donde el mármol y el oro son comparados con dos
cosas que son aun más elementales. Son comparados con la luz de la luna y el
fuego, y no con el fuego exactamente, sino con un mágico fuego helado.
En cierta manera, la gente está ansiosa de épica.
Pienso que la épica es una de esas cosas que los hombres
necesitan. De todos los lugares (y esto podría introducir una especie de
anticlímax, pero es un hecho), ha sido Hollywood el que más ha abastecido de
épica al mundo. En todo el planeta, cuando la gente ve un western –al
contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los
disparos y todo eso–, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no. A
fin de cuentas, no es importante saberlo.
Ahora bien, no quiero hacer profecías, porque tales
cosas son arriesgadas (aunque, a la larga, pueden convertirse en verdad), pero
creo que, si la narración de historias y el canto del verso volvieran a
reunirse, sucedería algo muy importante.
Quizá empiece en Estados Unidos, pues, como ustedes
saben, Estados Unidos posee un sentido ético de lo que está bien y lo que está
mal. Quizá lo posean otros países, pero no creo que se dé tan evidentemente
como lo descubro aquí.
Si llegara a suceder, si pudiéramos volver a la épica,
entonces se habría conseguido algo muy grande. Cuando Chesterton escribió «La
balada del caballo blanco» obtuvo buenas críticas y esas cosas, pero los
lectores no le fueron favorables. De hecho, cuando pensamos en Chesterton,
pensamos en la saga del Padre Brown y no en ese poema.
Sólo he meditado sobre el asunto a una edad más bien
avanzada; y, además, no creo haber ensayado la épica (aunque quizá haya dejado
dos o tres líneas épicas).
Es una tarea para hombres más jóvenes. y conservo la
esperanza de que lo harán, porque evidentemente todos tenemos la sensación de
que, en cierta medida, la novela está fracasando. Piensen en las principales
novelas de nuestro tiempo, el Ulises de Joyce, por ejemplo.
Se nos han dicho miles de cosas sobre los dos
personajes, pero no los conocemos. Conocemos mejor a los personajes de Dante o
de Shakespeare, que se nos presentan –que viven y mueren– en unas pocas frases.
No conocemos miles de circunstancias sobre ellos, pero los conocemos
íntimamente. Eso, desde luego, es mucho más importante.
Pienso que la novela está fracasando. Pienso que todos
esos experimentos con la novela, tan atrevidos e interesantes –por ejemplo, la
idea de los cambios de tiempo, la idea de que la historia sea contada por
distintos personajes–, todos se dirigen al momento en que sentiremos que la
novela ya no nos acompaña. Pero hay algo a propósito del cuento, del relato,
que siempre perdurará. No creo que los hombres se cansen nunca de oír y contar
historias. y si junto al placer de oír historias conservamos el placer
adicional de la dignidad del verso, entonces algo grande habrá sucedido. O
quizá yo sea un anticuado hombre del siglo XIX, pero soy optimista y tengo
esperanza: y, puesto que el futuro contiene muchas cosas –quizá el futuro
contenga todas las cosas–, pienso que la épica volverá a nosotros. Creo que el
poeta volverá a ser otra vez un hacedor. Quiero decir que contará una historia
y la cantará también. Y no consideraremos diferentes esas dos cosas, tal como
no las consideramos diferentes en Homero o Virgilio.
Jorge Luis Borges
Para escuchar el audio de la conferencia:
http://museodelaeterna7.blogspot.com.co/2017/08/el-arte-de-contar-historias-tercera_20.html
Para escuchar el audio de la conferencia:
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