
Como
Piglia que vio dos veces a Borges, yo vi a Piglia dos veces también; una en la
Feria del Libro de Buenos Aires, en el lanzamiento de una antología de cuentos de
Rodolfo Walsh, recopilados por él; y otra, en las clases
magistrales sobre Borges que diera en la TV Pública, y que estuvieron
auspiciadas por la Biblioteca Nacional.
En la Feria hablando de Walsh, nos
refería pormenores de la edición y la escogencia de los textos que estuvieron a
su cuidado. Me quedé al final, esperando luego de fotos y firmas que algunos de
los asistentes reclamaban; quería agradecerle por su fervor en la lectura de la
obra de Macedonio y de Borges, le agradecería por haber tributado como gran
lector a sus escritores más entrañables, no hablaría de su obra, pues no había
leído más que algunos ensayos suyos en periódicos y revistas, (hoy expío esa disonancia); lo que verdaderamente me había suscitado, antes que su literatura, era el
mismo Piglia, el Lector Piglia en un documental que él había realizado con el director, también
argentino, Andrés Di Tella, sobre Macedonio Fernández; no sé cuántas veces reví
ese film, que lograba un efecto en
mí, tan cerca a esa revelación que está por producirse, que quizá se produce,
como en la hora de la tarde borgeana en que la llanura está por decir algo; y
ese algo, nos revela el poeta, nunca lo dice o lo dice infinitamente, pero no
podemos traducirlo, tal como no podemos traducir una música. Escuchar a Piglia
de principio a fin hablando sobre Macedonio, un autor muy desconocido aún, hasta por
los mismos argentinos, y que tiene el título de libro más superlativo que conozco, que puede incluso abarcar el
universo; porque, qué es sino, un museo de una novela, de un personaje femenino y
eterno, que está muerto.
Mientras
se desliza el subte en el film de Di Tella, en off nos llega Piglia diciendo
que “A la literatura argentina hay que buscarla en
ciertos lugares, por ejemplo, en una pieza de pensión del Once, donde un
escritor se pasa los años escribiendo una novela que dura toda su vida. Ese escritor
es Macedonio Fernández. A veces pienso que la literatura española es Macedonio
Fernández. Yo mismo escribí una novela pensando en Macedonio”. Ricardo
Piglia, nos lleva por el Buenos Aires de
Macedonio, el "No Existente Caballero", y a través de su voz, la de Piglia, y la de un
hipotético Macedonio, que nos habla desde el grabador de Rosa Malavia, la mujer
que vendía violetas en la puerta de la Federación de Box de la calle
Castro Barros; la misma que llevaba enganchada al vestido una foto de Macedonio
: "La loca del grabador", "que decía que estaba muerta y que
tenía todo el cuerpo hueco por dentro como una muñeca de porcelana". Es
Rosa Malavia, una mujer que cree estar muerta, y su grabador, los que fueron
para Piglia un fragmento de imagen generadora de la máquina de Macedonio, en su
obra "La Ciudad Ausente". La máquina para inmortalizar el amor de
Macedonio, su Elena Bellamuerte, que es también la máquina de construir relatos. Relatos que
dan la inmortalidad.
Así
que entonces no hablé de su obra, ni de haber quedado atrapada en la ciudad
ausente (no sabía que ya lo estaba), eso no pude decirlo esa tarde en la que
Piglia hablaba de Walsh, solo acerté a esperar paciente a que sus lectores lo
celebraran, yo no me dirigiría al escritor sino al Lector, había que esperar
para no descompasar; se trataba de dos lectores que seguramente se habían
encontrado muchas veces por entre las páginas de una novela que nunca termina,
porque no ha empezado, o que siempre está empezando, la novela de Macedonio; o
a la saga de alguna nueva postulación de la realidad, de zahires, tigres
azules, rhönir de undécima generación.
La
segunda vez que lo vería, tuve que hacer una larga fila en la TV Pública,
habiéndome inscrito con anterioridad para asistir a las cuatro clases que daría
Piglia sobre Borges (bueno técnicamente lo vi cinco veces); luego escribiría en mi blog que habían sido históricas, riesgosas, suscitadoras,
inquisitivas, inéditas, refutadoras, vindicativas, disonantes, apacibles, enardecedoras
e indefectiblemente no totales; así fueron las clases, sentí que los argentinos,
presididos por Piglia, daban cuenta de su literatura, releían a sus autores,
sin supersticiosas éticas de lector y
que eso también lo había ministrado Borges, una no canonizada lectura del texto
literario, y por extensión,
del mundo. Me halagaba hacer parte de la trama del universo, donde irreversiblemente transcurrían estos hechos.
Escuchar al Piglia Lector de Borges, y quedarme con sus registros, sus ecos y sus dilucidaciones: “La tradición nacional es un modo de usar la cultura extranjera. No es un
contenido. Es un modo de leer”, “Lo que cambia es la colocación en el espacio, y según donde estoy en el
espacio, estoy leyendo de otra manera. Extraordinario”, “Estamos en la idea que tiene Borges de la cuestión
de cómo se localiza el lugar desde el cual se conoce.” “Me parece que el ejemplo de lo que es esa lectura
espacial, y de lo que es el hecho de que en un país lateral se pueda ver el
universo, es el Aleph”… “Nunca iba a decir, yo
aquí estoy enunciando en dos lugares a la vez.”
Piglia querido, como en el poema, que dije de memoria aquel sábado de mayo, alguna vez anudaremos ¿junto a qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en un ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Macedonio, Xul, Borges, Piglia, Ana...
[Trataremos de descifrar, Ricardo Piglia, a partir de las señales
casi invisibles, eso que está por suceder; no olvidamos que, "solo hacemos
parte de ese relato utópico, donde el protagonista recibe cartas del porvenir
que no le están dirigidas." ]
Ana María Rivera Salazar ©
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