
Más allá de supersticiones y distraídos moralismos, la contenida imagen del otro, que comporta al uno, y que es a un tiempo el mismo, es decir el otro; iguala la existencia de Aureliano y Juan de Panoplia, dos teólogos trascendiendo a través de refutaciones, complotaciones, hogueras y delaciones; nombres de heresiarcas y doctrinas serán borradas y aniquiladas por su deleznable mano. Dos teólogos, el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima, pero ante la retina Divina, el mismo.
No dejo de pensar mientras leo a Borges y a sus dos teólogos, en el islam y el judaísmo, la doctrina de Cristo y la de Mahoma, el judaísmo y el cristianismo; la Torá, el Corán, La Biblia: Alá y el Dios cristiano, JHVH: el Dios judío.
A.M. R.
Arrasado
el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en
la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los
vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran
blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron
palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza,
perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón enseñó en
Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado
anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa
doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial y
quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar que el
autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla. Un siglo después,
Aureliano, coadjutor de Aquilea, supo que a orillas del Danubio la novísima
secta de los monótonos
(llamados también anulares)
profesaba que la historia es un círculo y que nada es que no haya sido y que no
será. En las montañas, la Rueda y la Serpiente habían desplazado a la Cruz.
Todos temían, pero todos se confortaban con el rumor de que Juan de Panonia,
que se había distinguido por un tratado sobre el séptimo atributo de dios, iba
a impugnar tan abominable herejía.
Aureliano
deploró esas nuevas, sobre todo la última. Sabía que en materia teológica no
hay novedad sin riesgo: luego reflexionó que la tesis de un tiempo circular era
demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. (Las
herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.) Más
le dolió la intervención - la intrusión - de Juan de Panonia. Hace dos años,
éste había usurpado con su verboso De
septima affectiones dei sive de aeternitate un asunto de la
especialidad de Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le
perteneciera, iba a rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas
más temibles que la Serpiente, a los anulares... Esa noche, Aureliano pasó las
hojas del antiguo diálogo de Plutarco sobre la cesación de los oráculos; en el
párrafo veintinueve, leyó una burla contra los estoicos que defienden un
infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y
Poseidones. El hallazgo le pareció un pronóstico favorable; resolvió
adelantarse a Juan de Panonia y refutar a los heréticos de la Rueda.
Hay
quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en
ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de Panonia para curarse del
rencor que éste le infundía, no para hacerle mal. Atemperado por el mero
trabajo, por la fabricación de silogismos y la invención de injurias, por los nego y los autem y los nequaquam, pudo olvidar ese
rencor. Erigió vastos y casi inextricables períodos, estorbados de incisos,
donde la negligencia y el solecismo parecían formas del desdén. De la cacofonía
hizo un instrumento. Previó que Juan fulminaría a los anulares con gravedad
profética; optó, para no coincidir con él, por el escarnio. Agustín había
escrito que Jesús es la vía recta que nos salva del laberinto circular en que
andan los impíos; Aureliano, laboriosamente trivial, los equiparó con Ixión,
con el hígado de Prometeo; con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos
soles; con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con mulas de noria
y con silogismos bicornutos. (Las fábulas gentílicas perduraban, rebajadas a
adornos.) Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de
no conocerla hasta el fin; esa controversia le permitió cumplir con muchos
libros que parecían reprocharle su incuria. Así pudo engastar un pasaje de la
obra De principiis
de Orígenes, donde se niega que Judas Iscariote volverá a vender al Señor, y
otro de los Academica priora
de Cicerón, en el que éste se burla de quienes sueñan mientras él conversa con
Lúculo, otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen puntualmente
lo mismo, en infinitos mundos iguales. Además esgrimió contra los monótonos el
texto de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera más
el lumen naturae
que a ellos la palabra de Dios. Nueve días le tomó ese trabajo; el décimo, le
fue remitido un traslado de la refutación de Juan de Panonia.
Era
casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y luego con temor. La
primera parte glosaba los versículos terminales del noveno capítulo de la
Epístola a los Hebreos, donde se dice que Jesús no fue sacrificado muchas veces
desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la consumación de los
siglos. La segunda alegaba el precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de
los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que
pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia
declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es precioso como
la sangre que por él vertió Jesucristo. El acto de un solo hombre (afirmó) pesa
más que los nueve cielos concéntricos y trasoñar que puede perderse y volver es
una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo
guarda para la gloria y también para el fuego. El tratado era límpido, universal;
no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o,
quizá, por todos los hombres.
Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar su propio trabajo; luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses después, cuando se juntó con el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la Tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo alcanzaron las llamas.
Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar su propio trabajo; luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses después, cuando se juntó con el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la Tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo alcanzaron las llamas.
Cayó
la Rueda ante la Cruz (1), pero Aureliano y Juan prosiguieron su batalla
secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón,
guerreaban con el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que
inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si
los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes
de Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo
han perdurado veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas del segundo
concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la
generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de
Cosmas, que enseña que la Tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo.
Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra tempestuosa
herejía. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y
Bousset no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las provincias
orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en Tréveris. Pareció
estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían sido
invertidos los crucifijos y que a la imagen del señor, en Cesárea, la había
suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos
cismáticos.
La
historia los conoce por muchos nombres (especulares,
abismales, cainitas), pero de todos el más recibido es histriones, que Aureliano les dio y que ellos
con atrevimiento adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y también en Dardania. Juan
Damasceno los llamó formas;
justo es advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord. No hay
heresiólogo que con estupor no refiera sus desaforadas costumbres. Muchos
histriones profesaron el ascetismo; alguno se mutiló, como Orígenes; otros
moraron bajo tierra, en las cloacas; otros se arrancaron los ojos; otros (los nabucodonosores de Nitria)
"pacían como los bueyes y su pelo crecía como de águila". De la
mortificación y el rigor pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades
toleraban el robo; otras, el homicidio; otras, la sodomía, el incesto y la
bestialidad. Todas eran blasfemas; no sólo maldecían del Dios cristiano, sino
de las arcanas divinidades de su propio panteón. Maquinaron libros sagrados,
cuya desaparición deploraban los doctos. Sir Thomas Browne, hacia 1658,
escribió "El tiempo ha aniquilado los ambiciosos Evangelios Histriónicos, no las
Injurias con que se fustigó su Impiedad"; Erfjord ha sugerido que esas
"injurias" (que preserva un códice griego) son los evangelios
perdidos. Ello es incomprensible, si ignoramos la cosmología de los histriones.
En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 ("perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores") y 11:12 ("el reino de los cielos padece fuerza") para demostrar que la Tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13:12 ("vemos ahora por espejo, en oscuridad") para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan en reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme; si fornicamos, el otro es casto; si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún eco de esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibilidades: ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos más infames, para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre. Los más, como Pitágoras, deberán trasmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberación; algunos, los proteicos, "en el término de una sola vida, son leones, son dragones, son jabalís, son agua y son un árbol". Demóstenes refiere la purificación por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los proteicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron, como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo (Lucas 12:59), y solían embaucar a los penitentes con este otro versículo: "Yo he venido para que tenga vida los hombres y para que la tengan en abundancia"(Juan 10:10). También decían que no ser un malvado es una soberbia satánica... Muchas y divergentes mitologías urdieron los histriones; unos predicaron el ascetismo; otros la licencia, todos la confusión. Teopompo, histrión de Berenice, negó todas las fábulas: dijo que cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo.
En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 ("perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores") y 11:12 ("el reino de los cielos padece fuerza") para demostrar que la Tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13:12 ("vemos ahora por espejo, en oscuridad") para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan en reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme; si fornicamos, el otro es casto; si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún eco de esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibilidades: ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos más infames, para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre. Los más, como Pitágoras, deberán trasmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberación; algunos, los proteicos, "en el término de una sola vida, son leones, son dragones, son jabalís, son agua y son un árbol". Demóstenes refiere la purificación por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los proteicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron, como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo (Lucas 12:59), y solían embaucar a los penitentes con este otro versículo: "Yo he venido para que tenga vida los hombres y para que la tengan en abundancia"(Juan 10:10). También decían que no ser un malvado es una soberbia satánica... Muchas y divergentes mitologías urdieron los histriones; unos predicaron el ascetismo; otros la licencia, todos la confusión. Teopompo, histrión de Berenice, negó todas las fábulas: dijo que cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo.
Los
herejes de la diócesis de Aureliano eran de los que afirmaban que el tiempo no
tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo acto se refleja en el
cielo. Esa circunstancia era rara; en un informe a las autoridades romanas,
Aureliano la mencionó. El prelado que recibiría el informe era confesor de la
emperatriz; nadie ignoraba que ese ministerio exigente le vedaba las íntimas
delicias de la teología especulativa. Su secretario - antiguo colaborador de
Juan de Panonia, ahora enemistado con él - gozaba de renombre de puntualísimo
inquisidor de heterodoxias; Aureliano agregó una exposición de la herejía
histriónica, tal como ésta se daba en los conventículos de Genua y de Aquilea.
Redactó unos párrafos: cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos
instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria: las
admoniciones de la nueva doctrina ("¿Quieres ver lo que no vieron ojos
humanos? Mira la luna ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del
pájaro. ¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra.
Verdaderamente digo que Dios está por crear el mundo") eran harto
afectadas y metafóricas para la trascripción. De pronto, una oración de veinte
palabras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente
después, lo inquietó la sospecha de que era ajena. Al día siguiente, recordó
que la había leído hacía muchos años en el Adversus
annulares que compuso Juan de Panonia. Verificó la cita; ahí
estaba. La incertidumbre lo atormentó. Variar o suprimir esas palabras era
debilitar la expresión; dejarlas, era plagiar a un hombre que aborrecía;
indicar la fuente, era denunciarlo. Imploró el socorro divino. Hacia el
principio del segundo crepúsculo, el ángel de su guarda le dictó una solución
intermedia. Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: Lo que ladran ahora los heresiarcas para
confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza
que culpa. Después, ocurrió lo temido, lo esperado, lo inevitable.
Aureliano tuvo que declarar quién era ese varón; Juan de Panonia fue acusado de
profesar opiniones heréticas.
Cuatro
meses después, un herrero del Aventino, alucinado por los engaños de los
histriones, cargó sobre los hombros de su hijito una gran esfera de hierro, para
que su doble volara. El niño murió; el horror engendrado por ese crimen impuso
una intachable severidad a los jueces de Juan. Éste no quiso retractarse;
repitió que negar su proposición era incurrir en la pestilencial herejía de los
monótonos. No entendió (No quiso entender) que hablar de los monótonos era
hablar de los ya olvidado. Con insistencia algo senil, prodigó los períodos más
brillantes de sus viejas polémicas; los jueces ni siquiera oían lo que los
arrebató alguna vez. En lugar de tratar de purificarse de la más leve mácula de
histrionismo, se esforzó en demostrar que la proposición de que lo acusaban era
rigurosamente heterodoxa. Discutió con los hombres cuyo fallo dependía su
suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio y con ironía. El 26
de octubre, al cabo de una discusión que duró tres días y tres noches, lo
sentenciaron a morir en la hoguera.
Aureliano
presenció la ejecución, porque no hacerlo era confesarse culpable. El lugar del
suplicio era una colina, en cuya verde cumbre había un palo, hincado
profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de leña. Un ministro leyó la
sentencia del tribunal. Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yacía con la
cara en el polvo, lanzando bestiales aullidos. Arañaba la tierra, pero los verdugos
lo arrancaron, lo desnudaron y por fin lo amarraron a la picota. En la cabeza
le pusieron una corona de paja untada en azufre; al lado, un ejemplar del
pestilente Adversus annulares.
Había llovido la noche anterior y la leña ardía mal. Juan de Panonia rezó en
griego y luego en un idioma desconocido. La hoguera iba a llevárselo, cuando
Aureliano se atrevió a alzar los ojos. Las ráfagas ardientes se detuvieron;
Aureliano vio por primera y última vez el rostro del odiado: Le recordó el de
alguien, pero no pudo precisar el de quién. Después, las llamas lo perdieron;
después gritó y fue como si un incendio gritara.
Plutarco
ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no lloró la
de Juan, pero sintió lo que sentía un hombre curado de una enfermedad
incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Éfeso, en
Macedonia dejó que sobre él pasaran los años. Buscó los arduos límites del
Imperio, las torpes ciénagas y los contemplativos desiertos, para que lo
ayudara la soledad a entender su destino. En una celda mauritana, en la noche
cargada de leones, repensó la compleja acusación contra Juan de Panonia y
justificó, por enésima vez, el dictamen. Más le costó justificar su tortuosa
denuncia. En Rusaddir predicó el anacrónico sermón Luz de las luces encendida en la carne de un réprobo.
En Hibernia, en una de las chozas de un monasterio cercado por la selva, lo
sorprendió una noche, hacia el alba, el rumor de la lluvia. Recordó una noche
romana en que lo había sorprendido, también, ese minucioso rumor. Un rayo, al
mediodía, incendió los árboles y Aureliano pudo morir como había muerto Juan.
El
final de la historia sólo es referible en metáfora, ya que pasa en el reino de
los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó
con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó
por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente
divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la
insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el
aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola
persona.
J. L. Borges
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