By this art you may contemplate the variation of the 23 letters...
The Anatomy of Melancholy, part. 2, sect. II, mem. IV.
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The Anatomy of Melancholy, part. 2, sect. II, mem. IV.
Como todos
los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en
busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no
pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del
hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la
baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente
y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es
infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen
que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por
lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una
sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela
una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la
vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras.
Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La
Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya
circunferencia es inaccesible.
A cada uno
de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel
encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de
cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón,
de unas ochenta letras de color
negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o
prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció
misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus
trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero
rememorar algunos axiomas.
El primero:
La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo cololario inmediato es la
eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el
imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos;
el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de
infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario
sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay
entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que
mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del
interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.[1]
El segundo:
El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió,
hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver
satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la
naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en
un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV
perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy
consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página
penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o
una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y
de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la
supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a
la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que
los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales,
pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en
sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante
mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros
bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es
verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos
más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero
cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún
idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra
podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de
la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra
página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías;
universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que
la formularon sus inventores.
Hace
quinientos años, el jefe de un hexágono superior[2] dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su
hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en
portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse
el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas
por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron
que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca.
Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de
elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del
alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay
en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles
registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos
ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable
expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las
autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y
miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la
demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas
las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado
que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los
libros perdidos de Tácito.
Cuando se
proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue
de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro
intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución
no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo
bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo
se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para
siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos
prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono
natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de
encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores
estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras
divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían
despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las
Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir,
a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la
posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de
la suya, es computable en cero.
También se
esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el
origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios
puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la
multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los
vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres
fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he
visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una
escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con
el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca
de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la
desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y
de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una
secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran
letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos
libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes
severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que
largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un
cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros,
inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.
Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con
fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico,
ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es
execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen
dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de
origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único,
irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios
centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino
por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer
que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han
sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el
delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor
que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También
sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún
anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea
la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha
recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún
vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de
Él.
Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total[3]; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total[3]; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los
impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la
humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de
«la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de
cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que
lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada
ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales,
todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero
no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los
muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre
de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista
incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o
alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la
Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina
Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no
encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté
llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el
nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola
inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco
anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un
número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo
biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de
galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa,
y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás
seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura
metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de
que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que
los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas,
pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias
heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo,
han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie
humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará:
iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes
preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de
escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica;
digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan
limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y
hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la
imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me
atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada
y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección,
comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el
mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra
con esa elegante esperanza.[4]
Mar del Plata, 1941
[1]
El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha
sido limitada al la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las
veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que
enumera el desconocido. (Nota del Editor).
[2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: A veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
[3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
[4]Letizia Álvarez Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nuevo o cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri, a principios del siglo xvii, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecun sedoso no sería cómodo: cada hoja aparentemente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
[2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: A veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
[3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
[4]Letizia Álvarez Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nuevo o cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri, a principios del siglo xvii, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecun sedoso no sería cómodo: cada hoja aparentemente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
J. L. Borges. De su libro "Ficciones"
Para leer en este blog:
Borges y Lasswitz ["La Biblioteca Universal" de Kurd Lasswitz]
http://museodelaeterna7.blogspot.com/2015/03/borges-y-lasswitz-la-biblioteca.html
"MCV [Un ejemplar de Babel] http://museodelaeterna7.blogspot.com/2015/05/mcv-un-ejemplar-de-babel.html
http://museodelaeterna7.blogspot.com/2015/03/borges-y-lasswitz-la-biblioteca.html
"MCV [Un ejemplar de Babel] http://museodelaeterna7.blogspot.com/2015/05/mcv-un-ejemplar-de-babel.html
MCV [Melker Garay materializa un ejemplar de Babel]
http://museodelaeterna7.blogspot.com/2015/05/mcv-melker-garay-materializa-un.html
MCV en Colombia [El libro de Babel de Melker Garay y Norlén & Slottner Editores]
De la Biblioteca de Babel a la libraryofbabel.info de Jonathan Basile
Clasificación de los libros en "La Biblioteca de Babel"
http://museodelaeterna7.blogspot.com/2015/07/clasificacion-de-los-libros-de-la.html
http://museodelaeterna7.blogspot.com/2015/07/clasificacion-de-los-libros-de-la.html
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