«Llámola utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar.»
-Quevedo-
No hay dos cerros iguales,
pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por
un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma
o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a
izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de
Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable.
Y cerca del Brasil,
que va creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta. Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no
nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias
de bachiller y me preparé para el diálogo.
-Por la ropa -me dijo-, veo
que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad
de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay
quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento,
pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será
me interesan.
No dije nada y agregó:
-Si no te desagrada ver comer
a otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi
zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con
puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal.
Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de
uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra
de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi anfitrión eran agudos y tenía
algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no
volveré a ver. No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del
latín, pero finalmente le dije:
-¿No te asombra mi súbita
aparición?
-No -me replicó-, tales
visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás
mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me
bastó. Juzgué prudente presentarme:
-Soy Eudoro Acevedo. Nací en
1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor
de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.
-Recuerdo haber leído sin
desagrado -me contestó- dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel
Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no
hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de
partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos
en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie
aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende
a olvidar. Eludimos las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No
hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo
decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
-¿Y cómo se llamaba tu padre?
-No se llamaba.
En una de las paredes vi un
anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y
trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que,
sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres
del porvenir no sólo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los
largos y finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
-Ahora vas a ver algo que
nunca has visto.
Me tendió con cuidado un
ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que
faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
-Es un libro impreso. En casa
habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro rió.
-Nadie puede leer dos mil
libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena.
Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de
los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos
innecesarios.
-En mi curioso ayer
-contesté-, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana
ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de
espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común.
Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más
ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de
relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el
secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del
género.
Todo esto se leía para el
olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las
funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un
ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y
ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos
fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las
imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado
era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el
principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer
que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque
así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los
robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni
mayor quietud.
-¿Dinero? -repitió-. Ya no hay
quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá
sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.
-Como los rabinos -le dije.
Pareció no entender y
prosiguió.
-Tampoco hay ciudades. A
juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no
se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el
hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su
soledad. Ya ha engendrado un hijo.
-¿Un hijo? -pregunté.
-Sí. Uno solo. No conviene
fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad
para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal
divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio
gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo
nuestro.
Asentí.
-Cumplidos los cien años, el
individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte
involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las
matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el
hombre de su vida, lo es también de su muerte.
-¿Se trata de una cita? -le
pregunté.
-Seguramente. Ya no nos quedan
más que citas. La lengua es un sistema de citas.
-¿Y la gran aventura de mi
tiempo, los viajes espaciales? -le dije.
-Hace ya siglos que hemos
renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca
pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
-Además, todo viaje es
espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando
usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
-Así es -repliqué. También se
hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.
El hombre ahora me daba la
espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de
silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
-¿Todavía hay museos y
bibliotecas?
-No. Queremos olvidar el ayer,
salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni
efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias
y las artes que necesita.
-En tal caso, cada cual debe
ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra.
Inquirí:
-¿Qué sucedió con los
gobiernos?
-Según la tradición fueron
cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras,
imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer
la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus
colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios
honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin
duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
-He construido esta casa, que
es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He
trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo.
Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua.
Encendió una lámpara, que también pendía del cielorraso. En un rincón vi un
arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que
predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma
mano.
-Ésta es mi obra -declaró.
Examiné las telas y me detuve
ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba
algo infinito.
-Si te gusta puedes
llevártela, como recuerdo de un amigo futuro -dijo con palabra tranquila. Le
agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero
sí casi en blanco.
-Están pintadas con colores
que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron
las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando
se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro
hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado
el tiempo. Mi anfitrión habló primero con la mujer.
-Sabía que esta noche no
faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
-De tarde en tarde. Sigue
siempre entregado a la pintura.
-Esperemos que con mejor
fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles,
enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de
los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos.
Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era
a dos aguas.
A los quince minutos de
caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre,
coronada por una cúpula.
-Es el crematorio -dijo
alguien-. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo
nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no
me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas
palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.
-La nieve seguirá -anunció la
mujer.
En mi escritorio de la calle
México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con
materiales hoy dispersos en el planeta.
De "El Libro de Arena" de Jorge Luis Borges
De "El Libro de Arena" de Jorge Luis Borges
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