J. L. B.
A quien leyere
Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz,
perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente.
Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que
seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.
J. L. B.
Lectores
De aquel hidalgo de cetrina y seca
tez y de heroico afán se conjetura
que, en víspera perpetua de aventura,
no salió nunca de su biblioteca.
La crónica puntual que sus empeños
narra y sus tragicómicos desplantes
fue soñada por él, no por Cervantes,
y no es más que una crónica de sueños.
Tal es también mi suerte. Sé que hay algo
inmortal y esencial que he sepultado
en esa biblioteca del pasado
en que leí la historia del hidalgo.
Las lentas hojas vuelve un niño y grave
sueña con vagas cosas que no sabe.
J. L. B.
Poema de los Dones
Nadie rebaje a lágrima o
reproche
esta declaración de la
maestría
de Dios, que con magnífica
ironía
me dio a la vez los libros y
la noche.
De esta ciudad de libros hizo
dueños
a unos ojos sin luz, que sólo
pueden
leer en las bibliotecas de los
sueños
los insensatos párrafos que
ceden
las albas a su afán. En vano
el día
les prodiga sus libros
infinitos,
arduos como los arduos
manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una
historia griega)
muere un rey entre fuentes y
jardines;
yo fatigo sin rumbo los
confines
de esta alta y honda
biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el
Oriente
y el Occidente, siglos,
dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero
inútilmente.
Lento en mi sombra, la
penumbra hueca
exploro con el báculo
indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una
biblioteca.
Algo, que ciertamente no se
nombra
con la palabra azar, rige
estas cosas;
otro ya recibió en otras
borrosas
tardes los muchos libros y la
sombra.
Al errar por las lentas
galerías
suelo sentir con vago horror
sagrado
que soy el otro, el muerto,
que habrá dado
los mismos pasos en los mismos
días.
¿Cuál de los dos escribe este
poema
de un yo plural y de una sola
sombra?
¿Qué importa la palabra que me
nombra
si es indiviso y uno el
anatema?
Groussac o Borges, miro este
querido
mundo que se deforma y que se
apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al
olvido.
J. L. B.
Rafael Cansinos Assens
La imagen de aquel pueblo
lapidado
y execrado, inmortal en su
agonía,
en las negras vigilias lo
atraía
con una suerte de terror
sagrado.
Bebió como quien bebe un hondo
vino
los Psalmos y el Cantar de la
Escritura
y sintió que era suya esa
dulzura
y sintió que era suyo aquel
destino.
Lo llamaba Israel. Íntimamente
la oyó Cansinos como oyó el
profeta
en la secreta cumbre la
secreta
voz del Señor desde la zarza
ardiente.
Acompáñeme siempre su memoria;
las otras cosas las dirá la
gloria.
J. L. B.
Emerson
Ese alto caballero americano
cierra el volumen de Montaigne y sale
en busca de otro goce que no vale
menos, la tarde que ya exalta el llano.
Hacia el hondo poniente y su declive,
hacia el confín que ese poniente dora,
camina por los campos como ahora
por la memoria de quien esto escribe.
Piensa: Leí los libros esenciales
y otros compuse que el oscuro olvido
no ha de borrar. Un dios me ha concedido
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre;
no he vivido. Quisiera ser otro hombre.
J. L. B.
Spinoza
Las traslúcidas
manos del judío
labran en la
penumbra los cristales
y la tarde que muere
es miedo y frío.
(Las tardes a las
tardes son iguales.)
Las manos y el
espacio de jacinto
que palidece en el
confín del Ghetto
casi no existen para
el hombre quieto
que está soñando un
claro laberinto.
No lo turba la fama,
ese reflejo
de sueños en el
sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor
de las doncellas.
Libre de la metáfora
y del mito
labra un arduo
cristal: el infinito
mapa de Aquel que es
todas Sus estrellas.
J. L. B.
Browning resuelve ser poeta
Por estos rojos laberintos de
Londres
descubro que he elegido
la más curiosa de las
profesiones humanas,
salvo que todas, a su modo, lo
son.
Como los alquimistas
que buscaron la piedra
filosofal
en el azogue fugitivo,
haré que las comunes palabras
-naipes marcados del tahúr,
moneda de la plebe-
rindan la magia que fue suya
cuando Thor era el numen y el
estrépito,
el trueno y la plegaria.
En el dialecto de hoy
diré a mi vez las cosas
eternas;
trataré de no ser indigno
del gran eco de Byron.
Este polvo que soy será
invulnerable.
Si una mujer comparte mi amor
mi verso rozará la décima
esfera de los cielos concéntricos;
si una mujer desdeña mi amor
haré de mi tristeza una
música,
un alto río que siga resonando
en el tiempo.
Viviré de olvidarme.
Seré la cara que entreveo y
olvido,
seré Judas que acepta
la divina misión de ser
traidor,
seré Calibán en la ciénaga,
seré un soldado mercenario que
muere
sin temor y sin fe,
seré Polícrates que ve con
espanto
el anillo devuelto por el
destino,
seré el amigo que me odia.
El persa me dará el ruiseñor y
Roma la espada.
Máscaras, agonías,
resurrecciones,
destejerán y tejerán mi suerte
y alguna vez seré Robert
Browwning.
J. L. B.
Descartes
Soy el único hombre en la
tierra y acaso no haya tierra ni hombre.
Acaso un dios me engaña.
Acaso un dios me ha condenado
al tiempo, esa larga ilusión.
Sueño la luna y sueño mis ojos
que perciben la luna.
He soñado la tarde y la mañana
del primer día.
He soñado a Cartago y a las
legiones que desolaron Cartago.
He soñado a Lucano.
He soñado la colina del
Gólgota y las cruces de Roma.
He soñado la geometría.
He soñado el punto, la línea,
el plano y el volumen.
He soñado el amarillo, el azul
y el rojo.
He soñado mi enfermiza niñez.
He soñado los mapas y los
reinos y aquel duelo en el alba.
He soñado el inconcebible
dolor.
He soñado mi espada.
He soñado a Elizabeth de
Bohemia.
He soñado la duda y la
certidumbre.
He soñado el día de ayer.
Quizá no tuve ayer, quizá no
he nacido.
Acaso sueño haber soñado.
Siento un poco de frío, un
poco de miedo.
Sobre el Danubio está la noche
Seguiré soñando a Descartes y
la fe de sus padres.
J. L. B.
Sueña Alonso Quijano
El hombre se despierta de un
incierto
sueño de alfanjes y de campo
llano
y se toca la barba con la mano
y se pregunta si está herido o
muerto.
¿No lo perseguirán los
hechiceros
que han jurado su mal bajo la
luna?
Nada. Apenas el frío. Apenas
una
dolencia de sus años
postrimeros.
El hidalgo fue un sueño de
Cervantes
y don Quijote un sueño del
hidalgo.
El doble sueño los confunde y
algo
está pasando que pasó mucho
antes.
Quijano duerme y sueña. Una
batalla:
los mares de Lepanto y la
metralla.
J. L. B.
Edgar Allan Poe
Pompas del mármol, negra
anatomía
que ultrajan los gusanos
sepulcrales,
del triunfo de la muerte los
glaciales
símbolos congregó. No los temía.
Temía la otra sombra, la
amorosa,
las comunes venturas de la
gente;
no lo cegó el metal
resplandeciente
ni el mármol sepulcral sino la
rosa.
Como del otro lado del espejo
se entregó solitario a su
complejo
destino de inventor de
pesadillas.
Quizá, del otro lado de la
muerte,
siga erigiendo solitario y
fuerte
espléndidas y atroces
maravillas.
J. L. B.
In Memoriam A. R.
El vago azar o las precisas
leyes
que rigen este sueño, el
universo,
me permitieron compartir un
terso
trecho del curso con Alfonso
Reyes.
Supo bien aquel arte que
ninguno
supo del todo, ni Simbad ni
Ulises,
que es pasar de un país a
otros países
y estar íntegramente en cada
uno.
Si la memoria le clavó su
flecha
alguna vez, labró con el
violento
metal del arma el numerosos y
lento
alejandrino o la afligida
endecha.
En los trabajos lo asistió la
humana
esperanza y fue lumbre de su
vida
dar con el verso que ya no se
olvida
y renovar la prosa castellana.
Más allá del Mio Cid de paso
tardo
y de la grey que aspira a ser
oscura,
rastreaba la fugaz literatura
hasta los arrabales del
lunfardo.
En los cinco jardines del
Marino
se demoró, pero algo en él
había
inmortal y esencial que
prefería
el arduo estudio y el deber
divino.
Prefirió, mejor dicho, los
jardines
de la meditación, donde
Porfirio
erigió ante las sombras y el
delirio
el árbol del Principio y de
los Fines.
Reyes, la indescifrable
providencia
que administra lo pródigo y lo
parco
nos dio a los unos el sector o
el arco,
pero a ti la total circunferencia.
Lo dichoso buscabas o lo
triste
que ocultan frontispicios y
renombres;
como el dios del Erígena,
quisiste
ser nadie para ser todos los
hombres.
Vastos y delicados esplendores
logró tu estilo, esa precisa
rosa,
y a las guerras de Dios tornó
gozosa
la sangre militar de tus
mayores.
¿Dónde estará (pregunto) el
mexicano?
¿Contemplará con el horror de
Edipo
ante la extraña Esfinge, el
Arquetipo
inmóvil de la Cara o de la
Mano?
¿O errará, como Swedenborg
quería,
por un orbe más vívido y
complejo
que el terrenal, que es apenas
un reflejo
de aquella alta y celeste
algarabía?
Si (como los imperios de la
laca
y del ébano enseñan) la
memoria
labra su íntimo Edén, ya hay
en la gloria
otro México y otro Cuernavaca.
Sabe Dios los colores que la
suerte
propone al hombre más allá del
día;
yo ando por estas calles.
Todavía
muy poco se me alcanza de la
muerte.
Sólo una cosa sé. Que Alfonso
Reyes
(dondequiera que el mar lo
haya arrojado)
se aplicará dichoso y desvelado
al otro enigma y a las otras
leyes.
Al impar tributemos, al
diverso
las palmas y el clamor de la
victoria;
no profane mi lágrima este
verso
que nuestro amor inscribe a su
memoria.
J. L. B.
1 comentários:
"Mejor así, las voces de los muertos me dirán para siempre" y vaya si le decimos...
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